Las objeciones
Los principios de la nueva estructura de la sociedad parecen tan naturales y evidentes por sí mismos, que parecería haber poco lugar para dudas u objeciones. Las dudas provienen de las viejas tradiciones que llenan las mentes de telarañas, mientras el fresco viento de tormenta de la actividad social no las despeja. Las objeciones las formulan las otras clases que ahora dirigen la sociedad. Así, tenemos que considerar primero las objeciones de la burguesía, que es la clase gobernante de los capitalistas.
Alguien podría decir que las objeciones de los miembros de la clase capitalista no importan. No podemos convencerlos, ni es necesario. Sus ideas y convicciones, como las nuestras, son ideas de clase, determinadas por condiciones de clase, diferentes de las nuestras a raíz de la diferencia que existe en las condiciones de vida y en la función social. No tenemos que convencerlos razonando, sino derrotarlos por la fuerza.
Pero no debemos olvidar que el poder capitalista es en gran medida de carácter espiritual, es decir, se ejerce sobre la mente de los trabajadores. Las ideas de la clase gobernante dominan la sociedad y de ellas está imbuida la mente de las clases explotadas. Están fijadas en ellas, fundamentalmente, por la fuerza y necesidad íntimas del sistema de producción; se las implanta de hecho en la mente de los trabajadores mediante la educación y la propaganda, por la influencia de las escuelas, la iglesia, la prensa, la literatura, la radiotelefonía y el cine. En la medida en que esto es cierto, la clase trabajadora, que carece de conciencia de su condición de clase y asiente a la explotación como condición normal de la vida, no piensa en rebelarse y no puede luchar. Las mentes sometidas a las doctrinas de los dueños na tienen esperanza de lograr la libertad. Deben superar el influjo espiritual del capitalismo antes de poder deshacerse realmente de su yugo. El capitalismo debe ser derrotado teóricamente antes de que se lo pueda abatir materialmente. En efecto, sólo entonces la absoluta certeza de la verdad de sus opiniones, así como de la justicia de sus propósitos, dará a los trabajadores la confianza que necesitan para la victoria. Sólo entonces la vacilación y los recelos desconcertarán a las fuerzas del enemigo. Sólo entonces los grupos medios cuya posición oscila, en lugar de luchar por el capitalismo pueden concebir, en cierta medida, la necesidad de la transformación social y los beneficios que aportará el nuevo orden.
Tenemos pues que enfrentar las objeciones formuladas por el sector de la clase capitalista. Proceden directamente de su cosmovisión. Para la burguesía el capitalismo es el único sistema social posible y natural, o, por lo menos, puesto que lo han precedido formas más primitivas, su forma final más desarrollada. De aquí que todos los fenómenos presentados por el capitalismo no se consideren como temporarios sino como fenómenos naturales fundados en la naturaleza eterna del hombre. La clase capitalista percibe la profunda aversión de los trabajadores contra su tarea diaria; y cómo sólo se resignan a ella por la dura necesidad. Concluye que los hombres, en su mayor parte, sienten una natural aversión por el trabajo productivo regular, y por esa razón están destinados a la pobreza, con excepción de una minoría enérgica, industriosa y capaz, que ama el trabajo y de la cual provienen los líderes, directores y capitalistas. Entonces se sigue que si los trabajadores fueran colectivamente dueños de la producción, sin el principio competitivo de la recompensa personal por el esfuerzo personal, la mayoría desidiosa hará lo menos posible tratando de vivir de lo que realiza una minoría más industriosa; y el resultado inevitable será la pobreza universal. Todo el maravilloso progreso, toda la abundancia que el capitalismo ha producido en el último siglo se perderían entonces, cuando se eliminara el estímulo del interés personal, y la humanidad retrocedería hasta hundirse en la barbarie.
Para refutar tales objeciones, es suficiente señalar que constituyen el punto de vista natural del otro bando de la sociedad, de la clase explotadora. Nunca en la historia los viejos señores fueron capaces de reconocer la capacidad de una nueva clase en surgimiento; esperaron un inevitable fracaso tan pronto como ésta tuviera que manejar los asuntos; y la nueva clase, consciente de sus fuerzas, sólo pudo mostrarlas al conquistar el poder y después de haberlo conquistado. También ahora los trabajadores van cobrando conciencia de la íntima fuerza de su clase; su superior conocimiento de la estructura de la sociedad, del carácter del trabajo productivo, les demuestra la futilidad del punto de vista capitalista. Tendrán que probar, por cierto, sus capacidades. Pero no en forma de una prueba que deberán superar de antemano. Su prueba será su lucha y su victoria.
Esto no equivale a argumentar con la clase capitalista, sino que está destinado a los compañeros trabajadores. Las ideas de la clase media, que aún predominan en grandes masas de la clase obrera, consisten, sobre todo, en la duda y desconfianza de sus propias fuerzas. Mientras una clase no crea en sí misma, no puede esperar que otros grupos crean en ella. Esta falta de confianza en sí misma de la clase obrera, que constituye hoy su principal debilidad, no podrá eliminarse enteramente bajo el capitalismo, por sus muchas influencias degradantes y empobrecedoras. Sin embargo, en tiempos de emergencia, de crisis mundial y de ruina inminente, al obligar a la clase trabajadora a rebelarse y luchar se la obligará también, una vez que haya triunfado, a tomar a su cargo el control de la producción. Luego el imperio de la dura necesidad desbaratará la temerosa desconfianza implantada en los trabajadores acerca de sus propias fuerzas, y la tarea que se les imponga despertará inesperadas energías. Cualesquiera sean las vacilaciones o dudas que abriguen en su mente, saben con seguridad una cosa: que ellos, mejor que la gente ociosa dueña de la propiedad, conocen lo que es el trabajo, que ellos pueden trabajar y que lo harán. Las fútiles objeciones de la clase capitalista se hundirán junto con esta clase misma.
Objeciones más serias provienen de otros sectores. De quienes se consideran a sí mismos y son considerados como amigos, como aliados o portavoces de la clase trabajadora. En las últimas etapas del capitalismo predomina la opinión ampliamente difundida entre los intelectuales y los reformadores sociales, entre los líderes sindicales y los socialdemócratas, de que la producción para la ganancia es mala y tiene que desaparecer, y de que debe dejar lugar a alguna clase de sistema socialista de producción. La organización de la producción, según dicen, es el medio de producir abundancia para todos. El desorden capitalista de la totalidad de la producción debe abolirse imitando el orden organizado que reina dentro de la fábrica. Como en el caso de una empresa bien dirigida, donde la marcha perfecta de todos los detalles y la máxima eficiencia del conjunto se logra por la acción de la autoridad central del director y del personal de la gerencia, así también en la estructura social aun más complicada la interacción y vinculación correcta de todas sus partes sólo se logrará mediante un poder central que ejerza el liderazgo.
La falta de tal poder de gobierno, dicen quienes así razonan, es lo que debe objetarse al sistema de organización basado en los consejos obreros. Ellos argumentan que en la actualidad la producción no consiste en el manejo de simples herramientas, cuyo funcionamiento todos pueden abarcar fácilmente, como en los días pasados de nuestros predecesores, sino en la aplicación de las ciencias más abstractas, que sólo son accesibles a una mente capaz y bien instruida. Dicen que la visualización clara de una intrincada estructura y de su manejo eficaz requiere talentos de los que sólo están dotados unos pocos; que lo que no se percibe es que la mayoría de las personas están dominadas por un estrecho egoísmo y carecen de la capacidad e incluso del interés necesario para asumir estas amplias responsabilidades. Y si los trabajadores, con estúpida presunción rechazan el liderazgo de los más capaces y tratan de dirigir la producción y la sociedad por la acción de sus propias masas, entonces, por más industriosos que sean, su fracaso resultará inevitable: cada fábrica sería pronto un caos y se produciría como resultado la decadencia. Los obreros tienen que fracasar porque no pueden reunir un poder de liderazgo de suficiente autoridad como para imponer la obediencia y asegurar así un funcionamiento sin obstáculos de una organización complicada.
¿Dónde encontrar tal poder central? Elíos argumentan que ya lo tenemos y que es el gobierno estatal. Hasta ahora el gobierno limitó sus funciones a los asuntos políticos; tendrá que extenderlas a las cuestiones económicas -como ya se ha visto obligado a hacerlo en algunos casos menores-, al manejo general de la producción y la distribución. En efecto, ¿no es la guerra contra el hambre y la miseria igualmente importante, y aún más, que la guerra contra enemigos externos?
Si el Estado dirige las actividades económicas, actúa como cuerpo central de la comunidad. Los productores son dueños de la producción, no en pequeños grupos por separado sino que lo son en su totalidad, como clase, como conjunto del pueblo. La propiedad pública de los medios de producción, en su parte más importante, significa sociedad estatal, puesto que la totalidad del pueblo está representada por el Estado. Por el Estado democrático, por supuesto, donde el pueblo elije a sus gobernantes. Una organización social y política donde las masas elijan a sus líderes, en todas partes, en las fábricas, en los sindicatos, en el Estado, puede llamarse democracia universal. Una vez elegidos, estos líderes deben ser por supuesto estrictamente obedecidos, pues sólo de esta manera, mediante la obediencia al mando de líderes capaces de la producción, puede funcionar sin obstáculos y satisfactoriamente la organización.
Tales son las ideas de los portavoces del socialismo de Estado. Está claro que este plan de organización social es totalmente distinto de aquel en que los productores disponen realmente de su producción. Sólo de nombre los obreros son dueños de su trabajo, tal como sólo de nombre el pueblo es dueño del Estado. En las así llamadas democracias, que reciben ese nombre porque los parlamentos son elegidos por sufragio universal, los gobiernos no son en absoluto delegados designados por la población como ejecutores de su voluntad. Todo el mundo sabe que en cada país el gobierno está en manos de pequeños grupos, a menudo hereditarios y aristocráticos, de políticos y altos funcionarios. Los parlamentarios, el conjunto de quienes los apoyan, no los selecciona el electorado como mandatarios que deben cumplir su voluntad. Los votantes sólo tienen prácticamente que elegir entre dos conjuntos de políticos, seleccionados, presentados y propagandeados ante ellos por los dos partidos políticos principales, cuyos líderes, según el resultado, forman el gabinete gobernante, o como oposición leal, quedan a la espera de su turno. Los funcionarios estatales, que manejan los asuntos, tampoco son seleccionados por el pueblo; se los designa desde arriba, y lo hace el gobierno. Aunque una astuta propaganda les llame servidores del pueblo, en realidad son sus gobernantes, sus dueños. En el sistema del socialismo de Estado, es esta burocracia de funcionarios la que, considerablemente ampliada, dirige la producción. Estos disponen de los medios de producción, tienen el comando supremo del trabajo. Deben ocuparse de que todo marche bien, administran el proceso de producción y determinan la distribución del producto. Así, los trabajadores han encontrado nuevos dueños, que les asignan sus salarios y guardan a su disposición el resto de la producción. Esto significa que los trabajadores aún son explotados; el socialismo de Estado puede llamarse también con razón capitalismo de Estado, de acuerdo con el énfasis que se dé a sus diferentes partes, y con la mayor o menor influencia que se adjudique a los trabajadores.
El socialismo de Estado es un plan para reconstruir la sociedad sobre la base de una clase trabajadora tal como la clase media la ve y conoce bajo el capitalismo. En lo que se llama sistema socialista de producción se conserva la estructura básica del capitalismo, pues los trabajadores manejan las máquinas a órdenes de los líderes; pero se lo ha provisto de un plano superior mejorado, de una clase dirigente de reformadores con sentimientos humanos, en lugar de los capitalistas, hambrientos de ganancia. Esos reformadores, como verdaderos benefactores de la humanidad, aplican su capacidad a la tarea ideal de liberar a las clases trabajadoras de la necesidad y la miseria.
Se comprende fácilmente que durante el siglo XIX, cuando los trabajadores sólo comenzaban a resistir y a luchar, pero aún no eran capaces de conquistar el poder sobre la sociedad, este ideal socialista encontraba muchos adherentes. No sólo entre gente de la clase media con sensibilidad social, que simpatizaba con el sufrimiento de las masas, sino también entre los trabajadores mismos. En efecto, asomaba ante ellos una perspectiva de liberación de su yugo mediante el simple recurso de expresar su opinión en los comicios, por el uso del poder político de su boleta electoral, que les permitiría llevar al gobierno a sus redentores en lugar de sus opresores. Y en verdad, si fuera sólo cosa de tranquila discusión y libre elección entre capitalismo y socialismo por parte de las masas, el socialismo tendría una buena oportunidad.
Pero la realidad es diferente. El capitalismo está en el poder y defiende su poder. ¿Puede alguien abrigar la ilusión de que la clase capitalista abandonará su mando, su dominio, sus beneficios, la base de su existencia, y por ende, su existencia misma, como resultado de una votación? O más aún, ¿cederá a una campaña de argumentos publicitarios, de opinión pública demostrada en reuniones masivas o manifestaciones callejeras? Por supuesto, luchará convencida de sus derechos. Sabemos que aun para las reformas, incluso de menor alcance, hubo que luchar en el sistema capitalista. No hasta el extremo, sin duda; no, o raramente, mediante la guerra civil y el derramamiento de sangre, puesto que la opinión pública, en gran medida de la clase media, preocupada por la decidida resistencia de los trabajadores, comprendió que en las demandas de éstos no estaba comprometido en su esencia el capitalismo mismo, que la ganancia como tal no corría peligro, que el capitalismo más bien se consolidaría, pues las reformas apaciguarían a los trabajadores y los harían adherirse más firmemente al sistema en vigencia.
Sin embargo, si estuviera en juego la existencia de la clase capitalista misma, como clase gobernante y explotadora, toda la clase media la respaldaría. Si se amenazara su dominio, su explotación, no mediante una falsa revolución de apariencias externas, sino mediante una revolución real de los fundamentos de la sociedad, podemos estar seguros de que ésta resistiría con todas sus fuerzas. ¿Dónde está entonces el poder para derrotarla? Los irrefutables argumentos y las buenas intenciones de los reformadores de noble inspiración, todo ello no es capaz de doblegar, y aun menos de destruir, su sólida fuerza. Hay sólo un poder en el mundo capaz de vencer al capitalismo: el poder de la clase trabajadora. A la clase trabajadora no pueden liberarla otros; sólo puede liberarse por sí misma.
Pero la lucha será larga y difícil, pues el poder de la clase capitalista es enorme. Esta se ha atrincherado firmemente en la estructura del Estado y del gobierno y tiene a su disposición todas las instituciones y recursos de éstos, su autoridad moral así como sus medios físicos de represión. Dispone de todos los tesoros de la tierra y puede gastar cantidades ilimitadas de dinero para reclutar, pagar y organizar defensores, y para atraerse a la opinión pública. Sus ideas y opiniones penetran toda la sociedad, llenan libros y diarios y dominan la mente incluso de los trabajadores. Aquí reside la principal debilidad de las masas. Contra ella la clase trabajadora tiene por cierto su entidad numérica, pues ya constituye la mayoría de la población en los países capitalistas. Tiene su importante función económica, su posesión directa de las máquinas, su poder de hacerlas andar o detenerlas. Pero esto no servirá de nada mientras la mente de los obreros dependa de las ideas de los dueños y se llenen de ellas, mientras los trabajadores sean individuos separados, egoístas, estrechos de espíritu y en competencia recíproca. El número y la importancia económica por sí sola son como los poderes de un gigante dormido; hay que despertarIos primero y activarlos mediante la lucha práctica. El conocimiento y la unidad deben convertirlos en un poder activo. Mediante la lucha por la existencia, contra la explotación y la miseria, contra el poder de la clase capitalista y del Estado, mediante la lucha por el dominio sobre los medios de producción, los trabajadores deben adquirir la conciencia de su posición, la independencia de pensamiento, el conocimiento de la sociedad, la solidaridad y devoción a su comunidad, la fuerte unidad de clase que les permitirá derrocar al poder capitalista.
No podemos prever qué remolinos de la política mundial los despertará. Pero podemos estar seguros de que no es cuestión de unos pocos años solamente, de una breve lucha revolucionaria. Es un proceso histórico que requiere toda una época de altibajos, de luchas y adormecimiento, pero sin embargo de progreso incesante. Es una transformación intrínseca de la sociedad, no sólo porque se invierten las relaciones de poder de las clases, porque cambian las relaciones de propiedad, porque la producción se reorganiza sobre una nueva base, sino sobre todo -base decisiva de estas tres cosas-, porque la clase trabajadora misma se transforma en su carácter más profundo. Los obreros se transforman de súbditos obedientes en dueños libres y confiados de su propio destino capaces de construir y manejar su nuevo mundo.
Fue el gran socialista humanitario Robert Owen quien nos enseñó que para instaurar una verdadera sociedad socialista debe cambiar el carácter del hombre, y que ese carácter cambia según el ambiente y la educación. Fue el gran comunista científico Karl Marx quien, completando la teoría de su predecesor, nos enseñó que la humanidad misma tiene que cambiar su ambiente y educarse mediante la lucha, la lucha de clase contra la explotación y la opresión. La teoría del socialismo de Estado mediante la reforma es una doctrina mecánica y árida en su creencia de que para una revolución social es suficiente un cambio de las instituciones políticas, de las condiciones externas de la vida, sin la transformación íntima del hombre, por la cuaI esclavos sometidos se vuelven luchadores plenos de orgullo y aliento. El socialismo de Estado fue el programa político de la socialdemocracia, utópico, porque pretendió instaurar un nuevo sistema de producción valiéndose del simple recurso de convertir a la gente a las nuevas opiniones políticas mediante la propaganda. La socialdemocracia no fue capaz de conducir a la clase trabajadora a una real lucha revolucionaria ni estuvo dispuesta a ello. Así, se vino abajo cuando el desarrollo contemporáneo del gran capitalismo transformó al socialismo conquistado mediante las elecciones en una anticuada ilusión.
Sin embargo, las ideas socialistas tienen aún su importancia, aunque ahora de un modo distinto. Están difundidas por toda la sociedad, entre personas de la clase media con sensibilidad social y también entre las masas trabajadoras. Expresan el anhelo de up mundo sin explotación, combinado, en el caso de los trabajadores, con la falta de confianza en su propio poder. Este estado de espíritu no desaparecerá enseguida luego de los primeros éxitos, porque es entonces cuando los trabajadores percibirán la inmensidad de su tarea, los poderes aún formidables del capital, y cómo todas las tradiciones e instituciones del antiguo mundo están obstaculizando el camino. Cuando estén vacilando de esta manera, el socialismo señalará lo que parece ser un camino más fácil, no obstaculizado por tales dificultades insuperables y sacrificios sin término. Justamente entonces, a consecuencia de su éxito, una cantidad de reformadores con sensibilidad social se unirán a sus filas como aliados y amigos capaces, que pondrán su voluntad al servicio de la clase que accede al primer plano y reclamarán, por supuesto, importantes posiciones para actuar y liderar el movimiento según sus ideas. Si los trabajadores les dan los cargos, si instalan o apoyan un gobierno socialista, la poderosa maquinaria existente del Estado estará disponible para el nuevo propósito y se la podrá utilizar para abolir la explotación capitalista y establecer por ley la libertad. ¡Cuánto más atractivo es este modo de acción que la implacable guerra de clases! Sí, por cierto. Con el mismo resultado que se produjo en los movimientos revolucionarios del siglo XIX, cuando las masas que derrotaron al viejo régimen en las calles fueron luego invitadas a marcharse a sus casas, a retornar a su trabajo y confiar en el gobierno provisional de políticos, que se había designado a sí mismo y estaba preparado para tomar en sus manos la situación.
La propaganda de la doctrina socialista tiene tendencia a crear dudas en la mente de los trabajadores, a provocar o robustecer la desconfianza en sus propias capacidades, y a oscurecer la conciencia de su tarea y potencialidades. Esa es hoy la función social del socialismo, y lo será en todo momento de éxito de los trabajadores en las luchas que se avecinan. Se tratará de seducir a los trabajadores con el suave brillo de una nueva y benévola servidumbre para alejados de la dura lucha por la libertad que se vislumbra en el horizonte. Especialmente cuando el capitalismo reciba un grave golpe, todos los que desconfían de la libertad irrestricta de las masas y la temen, todos los que desean preservar la distinción entre señores y siervos, entre clases altas y bajas, se reunirán en torno de esta bandera. Se fraguarán rápidamente las palabras que servirán de apropiado santo y seña: orden y autoridad contra caos, socialismo y organización contra anarquía. En verdad, un sistema económico en que los trabajadores mismos sean dueños y líderes de su trabajo, es idéntico para el pensamiento de la clase media a la anarquía y el caos. Por consiguiente, el único rol que el socialismo puede desempeñar en el futuro será actuar como impedimento en el camino de la lucha de los trabajadores por conquistar la libertad.
En síntesis, el plan socialista de reconstrucción, promovido por reformadores, debe fracasar, primero porque no tienen medios de producir las fuerzas necesarias para vencer el poder del capitalismo. Segundo, porque sólo los trabajadores mismos pueden hacerlo. Exclusivamente mediante su propia lucha lograrán éstos desarrollar la gran fuerza necesaria para tal tarea. Esta es la lucha que el socialismo trata de impedir. Y una vez que los trabajadores hayan derrotado al poder capitalista y conquistado la libertad, ¿por qué deberían abandonar la lucha y someterse a nuevos dueños?
Hay una teoría para explicar por qué tienen que hacerlo, más aún, deben hacerlo: la teoría de la desigualdad real de los hombres. Según esta teoría la naturaleza misma los _hizo diferentes: una minoría capaz, enérgica y dotada de talento surge de una mayoría incapaz, torpe y lenta. Pese a todas las teorías y disposiciones que instituyen la igualdad formal y legal de los hombres, la minoría enérgica y dotada de talento toma la guía y la mayoría incapaz la sigue y obedece.
No es la primera vez que una clase dirigente trata de explicar, y así de perpetuar, su dominio como consecuencia de una diferencia innata entre dos clases de personas, una destinada por naturaleza a mandar y la otra a ser mandada. La aristocracia terrateniente de los siglos pasados defendía su posición privilegiada jactándose de provenir de una raza más noble de conquistadores que había sometido a la raza inferior de la gente común. Los grandes capitalistas explican su lugar dominante afirmando que ellos tienen cerebro y las demás personas no lo tienen. De la misma manera ahora especialmente los intelectuales, que se consideran los gobernantes por derecho del futuro, proclaman su superioridad intelectual. Ellos forman la clase en rápido aumento de funcionarios con formación universitaria y profesionales liberales, especializados en trabajo mental, en estudio de libros y de ciencias, y se consideran como los más dotados de intelecto. Por lo tanto, están destinados a ser líderes de la producción, mientras que la masa no dotada ejecutará el trabajo manual, para el cual no hace falta cerebro. Ellos no son defensores del capitalismo; no el capital, sino el intelecto debe dirigir el trabajo. Esto es tanto más así, puesto que actualmente la sociedad tiene una estructura tan complicada, basada en ciencia abstracta y difícil, que sólo la agudeza intelectual máxima es capaz de abarcarla, captarla y manejarla. Si las masas trabajadoras, por falta de visión, no reconocen esta necesidad de una guía intelectual superior, y tratan torpemente de tomar en sus manos la actividad directiva, el caos y la ruina serán la consecuencia inevitable.
Ahora bien, debemos destacar que el término intelectual no significa aquí poseedor del intelecto. Intelectual designa a una clase con funciones especiales en la vida social y económica, para las cuales se requiere muy particularmente tener formación universitaria. El intelecto, la buena comprensión, se encuentra en personas de todas clases, entre los capitalistas y los artesanos, entre los campesinos y los trabajadores. Lo que tienen los intelectuales no es una inteligencia superior, sino una especial capacidad para manejar abstraciones y fórmulas científicas, a menudo meramente de memorizadas y combinarlas, por lo común con una idea limitada de otros dominios de la vida. En su autocomplacencia aparece un estrecho intelectualismo ignorante de las muchas otras cualidades que desempeñan un importante papel en todas las actividades humanas. Hay en el hombre una rica y variada multitud de disposiciones, diferentes en su carácter y grado: en unos el poder teórico de abstracción, en otros la habilidad práctica, una aguda comprensión, rica fantasía, rapidez de captación, sesuda meditación, paciente perseverancia de propósitos, arrojada espontaneidad, indomable coraje en la acción y la lucha, filantropía ética de alcance universal. Todo esto es necesario en la vida social; a su turno, según las circunstancias, estas cualidades ocupan el lugar preponderante en las exigencias de la práctica y el trabajo. Sería tonto distinguir a algunas de ellas como superiores y a otras como inferiores. Su diferencia implica la predilección y calificación de las personas para los más variados tipos de actividad. Entre ellas la capacidad para los estudios abstractos o científicos, degenerada a menudo bajo el capitalismo en una formación limitada, toma su importante lugar en la atención y dirección de los procesos técnicos; pero sólo como una entre muchas otras capacidades. Por cierto, no hay motivo alguno para que estas personas miren desde arriba a las masas no intelectuales. ¿No habló el historiador Trevalyan, al tratar hechos de hace alrededor de tres siglos, de la riqueza de imaginación, la profundidad de emoción, el vigor y la variedad de intelecto que se podían encontrar entre los pobres ... una vez que despertaban al uso de su mente?
Por supuesto, algunas personas están más dotadas que otras de estas cualidades; hombres y mujeres de talento o genio sobresalen entre sus congéneres. Probablemente sean aún más numerosos de lo que parecen ahora: bajo el capitalismo, pues éste descuida, explota y abusa de las cualidades humanas. La humanidal libré empleará el talento de esos hombres para el mejor uso; y a ellos la conciencia dc promover con sus mejores fuerzas la causa común les dará una mayor satisfacción que cualquier privilegio material que pueda obtenerse en un mundo de explotación.
Consideremos la pretensión de la clase intelectual, el predominio del trabajo espiritual sobre el trabajo manual. ¿No debe la mente dominar al cuerpo, a las actividades corporales? Sin duda alguna. La mente humana es el producto más excelso de la naturaleza; sus capacidades intelectuales elevan al hombre por encima de los animales. La mente es el capital más valioso del hombre; lo hace señor del universo. Lo que distingue el trabajo humano de las actividades de los animales es este dominio mismo de la mente, el pensar exhaustivamente los problemas, el meditar y planear antes de realizar. Este predominio de la teoría, de los poderes de la mente sobre el trabajo práctico, se vuelve cada vez más fuerte, a raíz de la creciente complicación de los procesos productivos y de su dependencia cada vez mayor respecto de la ciencia.
Esto no significa, sin embargo, que los trabajadores espirituales deban predominar sobre los trabajadores manuales. La contradicción entre trabajo espiritual y manual no se funda en la naturaleza, sino en la sociedad; es una distinción artificial nacida del sistema de clases. Todo trabajo. aun el más simple, es tanto espiritual como manual. Para todos los tipos de trabajo, hasta que se vuelvan automáticos por la repetición, es necesario el pensamiento; esta combinación de pensamiento y acción constituye el encanto de toda actividad humana. También bajo la división natural del trabajo, como consecuencia de diferencias de predilección y capacidad, subsiste este encanto. El capitalismo, sin embargo, ha viciado estas condiciones naturales. Para aumentar la ganancia exageró la división del trabajo hasta llegar al extremo de la especialización unilateral. Hace tres siglos, a comienzos del sistema manufacturero, ya la incesante repetición de manipulaciones limitadas que eran siempre las mismas transformó el trabajo en una rutina monótona en la cual, a raíz de la indebida ejercitación de algunos miembros y facultades a costa de otros, se estropeó el cuerpo y la mente. De la misma manera, el capitalismo actual, para aumentar la productividad y la ganancia, ha separado la parte mental y la manual del trabajo e hizo de cada una de ellas el objeto de una formación especializada, a costa de las otras capacidades. Transformó los dos aspectos que juntos constituyen el trabajo natural, en tarea exclusiva de ocupaciones separadas y clases sociales diferentes. Los obreros manuales, fatigados por largas horas de trabajo, carentes de estímulo en ambientes sucios, no son capaces de desarrollar las capacidades de su mente. Los intelectuales, por otra parte, a raíz de su formación teórica, alejados del trabajo práctico y de la actividad natural del cuerpo, deben recurrir a sustitutos artificiosos. En ambos grupos se ha mutilado la plena dotación humana. Una de estas clases, suponiendo que esta degeneración capitalista es la naturaleza humana permanente, proclama ahora su superioridad y predominio sobre la otra.
Pero la pretensión de la clase intelectual, de ejercer el liderazgo espiritual y por ende social, se apoya además en otra línea de argumentación. Algunos eruditos han señalado que todo el progreso de la humanidad se debe a unos pocos genios. Fue este limitado número de descubridores, de inventores, de pensadores, el que construyó la ciencia, el que mejoró la técnica, el que concibió nuevas ideas y abrió nuevos caminos por los cuales luego las masas de sus congéneres los siguieron e imitaron. Toda la civilización está fundada en este pequeño número de cerebros eminentes. Así, el futuro de la humanidad, el posterior progreso de la cultura, depende de la crianza y selección de tales personas superiores, y correría peligro si se realizara un nivelamiento general.
Supongamos que esta afirmación fuera verdadera. Se podrá replicar, con apropiada ironía, que el resultado de estos cerebros superiores, este lamentable mundo nuestro, está en verdad de acuerdo con una base tan estrecha, y no es ningún motivo de orgullo. Si esos grandes precursores pudieran ver lo que se ha hecho con sus descubrimientos, no se sentirían muy orgullosos. Si no fuéramos capaces de hacer algo mejor, deberíamos desesperar de la humanidad.
Pero aquella afirmación no es cierta. Cualquiera que estudie detenidamente algunos de los grandes descubrimientos de la ciencia, la técnica o cualquier otra actividad, se sorprenderá por la gran cantidad de nombres vinculados con él. Sin embargo, en textos históricos posteriores abreviados y de difusión, fuente de tantas concepciones erróneas y superficiales, sólo se preservan y exaltan unos pocos nombres prominentes, como si tuvieran todo el crédito. De modo que estas personas habrían nacido con cualidades excepcionales de genialidad. En realidad, todo gran progreso ha procedido de un ambiente social que en cierto modo estaba preñado de él, donde por todas partes surgían las nuevas ideas, las sugerencias, las perspectivas penetrantes. Ninguno de los grandes hombres exaltados por la historia debido a los avances decisivos y sobresalientes que aportaron, podría haberlo hecho si no fuera por la obra de una gran cantidad de precursores en cuyos logros se basó. Y además, estos pensadores de gran talento, elogiados en siglos posteriores cómo autores del progreso del mundo, no fueron de ninguna manera los líderes espirituales de su tiempo. A menudo los desconocieron sus contemporáneos, y esos hombres trabajaron silenciosamente en el retiro: en su mayor parte pertenecían a la clase sometida y a veces incluso fueron perseguidos por los gobernantes. Sus equivalentes actuales no son esos ruidosos individuos que proclaman sus derechos al liderazgo intelectual, sino una vez más trabajadores silenciosos, casi desconocidos, burlados quizás o perseguidos. Sólo en una sociedad de libres productores, que sean capaces de apreciar la importancia de los logros espirituales y estén ansiosos de aplicarlos para el bienestar de todos, el genio creador será reconocido y estimado en su pleno valor por sus contemporáneos.
¿Por qué ocurre que toda una vida dedicada al trabajo por esos hombres de genio en el pasado no resultó nada mejor que el capitalismo actual? Lo que ellos lograron hacer fue establecer los fundamentos científicos y técnicos de una elevada productividad del trabajo. Por causas que estaban más allá de ellos, esto se transformó en la fuente de inmenso poder y riquezas para la minoría gobernante, que logró monopolizar los frutos de este progreso. Sin embargo, no puede instaurarse una sociedad de libertad y abundancia para todos valiéndose de la superioridad en algún aspecto de unos pocos individuos eminentes. Ello no depende del cerebro de unos pocos, sino del carácter de la mayoría. En la medida en que depende de la ciencia y de la técnica crear abundancia, éstos son ya suficientes. Lo que falta son las fuerzas sociales que vinculen a las masas de trabajadores en una sólida unidad de organización. La base de la nueva sociedad no consiste en qué conocimiento pueden adoptar y qué técnicas pueden imitar de otros, sino en qué sentimiento comunitario y qué actividad organizada pueden promover en sí mismos. Este nuevo carácter no lo pueden infundir otros, no puede proceder de la obediencia a ningún amo. Sólo puede brotar de la acción independiente, de la lucha por la libertad, de la rebelión contra los amos. Todo el genio de los individuos superiores no sirve de nada en este caso.
El gran paso decisivo en el progreso de la humanidad, la transformación de la sociedad que está ahora en ciernes, consiste esencialmente en una transformación de las masas trabajadoras. Sólo se la puede realizar mediante la acción, mediante la rebelión, por el esfuerzo de las masas mismas. Su naturaleza esencial es la autoliberación de la humanidad. Desde este punto de vista está claro que ningún liderazgo de una élite intelectual puede resultar útil en este caso. Cualquier intento de imponerlo sólo podría ser dañino al retardar, como lo hace, el necesario progreso, y, por ende, actuar como una fuerza reaccionaria. Las objeciones provenientes de los intelectuales, basadas en la actual inadecuación de la clase trabajadora, encontrarán en la práctica su refutación cuando las condiciones mundiales obliguen a las masas a asumir la lucha por la revolución mundial.
Los principios de la nueva estructura de la sociedad parecen tan naturales y evidentes por sí mismos, que parecería haber poco lugar para dudas u objeciones. Las dudas provienen de las viejas tradiciones que llenan las mentes de telarañas, mientras el fresco viento de tormenta de la actividad social no las despeja. Las objeciones las formulan las otras clases que ahora dirigen la sociedad. Así, tenemos que considerar primero las objeciones de la burguesía, que es la clase gobernante de los capitalistas.
Alguien podría decir que las objeciones de los miembros de la clase capitalista no importan. No podemos convencerlos, ni es necesario. Sus ideas y convicciones, como las nuestras, son ideas de clase, determinadas por condiciones de clase, diferentes de las nuestras a raíz de la diferencia que existe en las condiciones de vida y en la función social. No tenemos que convencerlos razonando, sino derrotarlos por la fuerza.
Pero no debemos olvidar que el poder capitalista es en gran medida de carácter espiritual, es decir, se ejerce sobre la mente de los trabajadores. Las ideas de la clase gobernante dominan la sociedad y de ellas está imbuida la mente de las clases explotadas. Están fijadas en ellas, fundamentalmente, por la fuerza y necesidad íntimas del sistema de producción; se las implanta de hecho en la mente de los trabajadores mediante la educación y la propaganda, por la influencia de las escuelas, la iglesia, la prensa, la literatura, la radiotelefonía y el cine. En la medida en que esto es cierto, la clase trabajadora, que carece de conciencia de su condición de clase y asiente a la explotación como condición normal de la vida, no piensa en rebelarse y no puede luchar. Las mentes sometidas a las doctrinas de los dueños na tienen esperanza de lograr la libertad. Deben superar el influjo espiritual del capitalismo antes de poder deshacerse realmente de su yugo. El capitalismo debe ser derrotado teóricamente antes de que se lo pueda abatir materialmente. En efecto, sólo entonces la absoluta certeza de la verdad de sus opiniones, así como de la justicia de sus propósitos, dará a los trabajadores la confianza que necesitan para la victoria. Sólo entonces la vacilación y los recelos desconcertarán a las fuerzas del enemigo. Sólo entonces los grupos medios cuya posición oscila, en lugar de luchar por el capitalismo pueden concebir, en cierta medida, la necesidad de la transformación social y los beneficios que aportará el nuevo orden.
Tenemos pues que enfrentar las objeciones formuladas por el sector de la clase capitalista. Proceden directamente de su cosmovisión. Para la burguesía el capitalismo es el único sistema social posible y natural, o, por lo menos, puesto que lo han precedido formas más primitivas, su forma final más desarrollada. De aquí que todos los fenómenos presentados por el capitalismo no se consideren como temporarios sino como fenómenos naturales fundados en la naturaleza eterna del hombre. La clase capitalista percibe la profunda aversión de los trabajadores contra su tarea diaria; y cómo sólo se resignan a ella por la dura necesidad. Concluye que los hombres, en su mayor parte, sienten una natural aversión por el trabajo productivo regular, y por esa razón están destinados a la pobreza, con excepción de una minoría enérgica, industriosa y capaz, que ama el trabajo y de la cual provienen los líderes, directores y capitalistas. Entonces se sigue que si los trabajadores fueran colectivamente dueños de la producción, sin el principio competitivo de la recompensa personal por el esfuerzo personal, la mayoría desidiosa hará lo menos posible tratando de vivir de lo que realiza una minoría más industriosa; y el resultado inevitable será la pobreza universal. Todo el maravilloso progreso, toda la abundancia que el capitalismo ha producido en el último siglo se perderían entonces, cuando se eliminara el estímulo del interés personal, y la humanidad retrocedería hasta hundirse en la barbarie.
Para refutar tales objeciones, es suficiente señalar que constituyen el punto de vista natural del otro bando de la sociedad, de la clase explotadora. Nunca en la historia los viejos señores fueron capaces de reconocer la capacidad de una nueva clase en surgimiento; esperaron un inevitable fracaso tan pronto como ésta tuviera que manejar los asuntos; y la nueva clase, consciente de sus fuerzas, sólo pudo mostrarlas al conquistar el poder y después de haberlo conquistado. También ahora los trabajadores van cobrando conciencia de la íntima fuerza de su clase; su superior conocimiento de la estructura de la sociedad, del carácter del trabajo productivo, les demuestra la futilidad del punto de vista capitalista. Tendrán que probar, por cierto, sus capacidades. Pero no en forma de una prueba que deberán superar de antemano. Su prueba será su lucha y su victoria.
Esto no equivale a argumentar con la clase capitalista, sino que está destinado a los compañeros trabajadores. Las ideas de la clase media, que aún predominan en grandes masas de la clase obrera, consisten, sobre todo, en la duda y desconfianza de sus propias fuerzas. Mientras una clase no crea en sí misma, no puede esperar que otros grupos crean en ella. Esta falta de confianza en sí misma de la clase obrera, que constituye hoy su principal debilidad, no podrá eliminarse enteramente bajo el capitalismo, por sus muchas influencias degradantes y empobrecedoras. Sin embargo, en tiempos de emergencia, de crisis mundial y de ruina inminente, al obligar a la clase trabajadora a rebelarse y luchar se la obligará también, una vez que haya triunfado, a tomar a su cargo el control de la producción. Luego el imperio de la dura necesidad desbaratará la temerosa desconfianza implantada en los trabajadores acerca de sus propias fuerzas, y la tarea que se les imponga despertará inesperadas energías. Cualesquiera sean las vacilaciones o dudas que abriguen en su mente, saben con seguridad una cosa: que ellos, mejor que la gente ociosa dueña de la propiedad, conocen lo que es el trabajo, que ellos pueden trabajar y que lo harán. Las fútiles objeciones de la clase capitalista se hundirán junto con esta clase misma.
Objeciones más serias provienen de otros sectores. De quienes se consideran a sí mismos y son considerados como amigos, como aliados o portavoces de la clase trabajadora. En las últimas etapas del capitalismo predomina la opinión ampliamente difundida entre los intelectuales y los reformadores sociales, entre los líderes sindicales y los socialdemócratas, de que la producción para la ganancia es mala y tiene que desaparecer, y de que debe dejar lugar a alguna clase de sistema socialista de producción. La organización de la producción, según dicen, es el medio de producir abundancia para todos. El desorden capitalista de la totalidad de la producción debe abolirse imitando el orden organizado que reina dentro de la fábrica. Como en el caso de una empresa bien dirigida, donde la marcha perfecta de todos los detalles y la máxima eficiencia del conjunto se logra por la acción de la autoridad central del director y del personal de la gerencia, así también en la estructura social aun más complicada la interacción y vinculación correcta de todas sus partes sólo se logrará mediante un poder central que ejerza el liderazgo.
La falta de tal poder de gobierno, dicen quienes así razonan, es lo que debe objetarse al sistema de organización basado en los consejos obreros. Ellos argumentan que en la actualidad la producción no consiste en el manejo de simples herramientas, cuyo funcionamiento todos pueden abarcar fácilmente, como en los días pasados de nuestros predecesores, sino en la aplicación de las ciencias más abstractas, que sólo son accesibles a una mente capaz y bien instruida. Dicen que la visualización clara de una intrincada estructura y de su manejo eficaz requiere talentos de los que sólo están dotados unos pocos; que lo que no se percibe es que la mayoría de las personas están dominadas por un estrecho egoísmo y carecen de la capacidad e incluso del interés necesario para asumir estas amplias responsabilidades. Y si los trabajadores, con estúpida presunción rechazan el liderazgo de los más capaces y tratan de dirigir la producción y la sociedad por la acción de sus propias masas, entonces, por más industriosos que sean, su fracaso resultará inevitable: cada fábrica sería pronto un caos y se produciría como resultado la decadencia. Los obreros tienen que fracasar porque no pueden reunir un poder de liderazgo de suficiente autoridad como para imponer la obediencia y asegurar así un funcionamiento sin obstáculos de una organización complicada.
¿Dónde encontrar tal poder central? Elíos argumentan que ya lo tenemos y que es el gobierno estatal. Hasta ahora el gobierno limitó sus funciones a los asuntos políticos; tendrá que extenderlas a las cuestiones económicas -como ya se ha visto obligado a hacerlo en algunos casos menores-, al manejo general de la producción y la distribución. En efecto, ¿no es la guerra contra el hambre y la miseria igualmente importante, y aún más, que la guerra contra enemigos externos?
Si el Estado dirige las actividades económicas, actúa como cuerpo central de la comunidad. Los productores son dueños de la producción, no en pequeños grupos por separado sino que lo son en su totalidad, como clase, como conjunto del pueblo. La propiedad pública de los medios de producción, en su parte más importante, significa sociedad estatal, puesto que la totalidad del pueblo está representada por el Estado. Por el Estado democrático, por supuesto, donde el pueblo elije a sus gobernantes. Una organización social y política donde las masas elijan a sus líderes, en todas partes, en las fábricas, en los sindicatos, en el Estado, puede llamarse democracia universal. Una vez elegidos, estos líderes deben ser por supuesto estrictamente obedecidos, pues sólo de esta manera, mediante la obediencia al mando de líderes capaces de la producción, puede funcionar sin obstáculos y satisfactoriamente la organización.
Tales son las ideas de los portavoces del socialismo de Estado. Está claro que este plan de organización social es totalmente distinto de aquel en que los productores disponen realmente de su producción. Sólo de nombre los obreros son dueños de su trabajo, tal como sólo de nombre el pueblo es dueño del Estado. En las así llamadas democracias, que reciben ese nombre porque los parlamentos son elegidos por sufragio universal, los gobiernos no son en absoluto delegados designados por la población como ejecutores de su voluntad. Todo el mundo sabe que en cada país el gobierno está en manos de pequeños grupos, a menudo hereditarios y aristocráticos, de políticos y altos funcionarios. Los parlamentarios, el conjunto de quienes los apoyan, no los selecciona el electorado como mandatarios que deben cumplir su voluntad. Los votantes sólo tienen prácticamente que elegir entre dos conjuntos de políticos, seleccionados, presentados y propagandeados ante ellos por los dos partidos políticos principales, cuyos líderes, según el resultado, forman el gabinete gobernante, o como oposición leal, quedan a la espera de su turno. Los funcionarios estatales, que manejan los asuntos, tampoco son seleccionados por el pueblo; se los designa desde arriba, y lo hace el gobierno. Aunque una astuta propaganda les llame servidores del pueblo, en realidad son sus gobernantes, sus dueños. En el sistema del socialismo de Estado, es esta burocracia de funcionarios la que, considerablemente ampliada, dirige la producción. Estos disponen de los medios de producción, tienen el comando supremo del trabajo. Deben ocuparse de que todo marche bien, administran el proceso de producción y determinan la distribución del producto. Así, los trabajadores han encontrado nuevos dueños, que les asignan sus salarios y guardan a su disposición el resto de la producción. Esto significa que los trabajadores aún son explotados; el socialismo de Estado puede llamarse también con razón capitalismo de Estado, de acuerdo con el énfasis que se dé a sus diferentes partes, y con la mayor o menor influencia que se adjudique a los trabajadores.
El socialismo de Estado es un plan para reconstruir la sociedad sobre la base de una clase trabajadora tal como la clase media la ve y conoce bajo el capitalismo. En lo que se llama sistema socialista de producción se conserva la estructura básica del capitalismo, pues los trabajadores manejan las máquinas a órdenes de los líderes; pero se lo ha provisto de un plano superior mejorado, de una clase dirigente de reformadores con sentimientos humanos, en lugar de los capitalistas, hambrientos de ganancia. Esos reformadores, como verdaderos benefactores de la humanidad, aplican su capacidad a la tarea ideal de liberar a las clases trabajadoras de la necesidad y la miseria.
Se comprende fácilmente que durante el siglo XIX, cuando los trabajadores sólo comenzaban a resistir y a luchar, pero aún no eran capaces de conquistar el poder sobre la sociedad, este ideal socialista encontraba muchos adherentes. No sólo entre gente de la clase media con sensibilidad social, que simpatizaba con el sufrimiento de las masas, sino también entre los trabajadores mismos. En efecto, asomaba ante ellos una perspectiva de liberación de su yugo mediante el simple recurso de expresar su opinión en los comicios, por el uso del poder político de su boleta electoral, que les permitiría llevar al gobierno a sus redentores en lugar de sus opresores. Y en verdad, si fuera sólo cosa de tranquila discusión y libre elección entre capitalismo y socialismo por parte de las masas, el socialismo tendría una buena oportunidad.
Pero la realidad es diferente. El capitalismo está en el poder y defiende su poder. ¿Puede alguien abrigar la ilusión de que la clase capitalista abandonará su mando, su dominio, sus beneficios, la base de su existencia, y por ende, su existencia misma, como resultado de una votación? O más aún, ¿cederá a una campaña de argumentos publicitarios, de opinión pública demostrada en reuniones masivas o manifestaciones callejeras? Por supuesto, luchará convencida de sus derechos. Sabemos que aun para las reformas, incluso de menor alcance, hubo que luchar en el sistema capitalista. No hasta el extremo, sin duda; no, o raramente, mediante la guerra civil y el derramamiento de sangre, puesto que la opinión pública, en gran medida de la clase media, preocupada por la decidida resistencia de los trabajadores, comprendió que en las demandas de éstos no estaba comprometido en su esencia el capitalismo mismo, que la ganancia como tal no corría peligro, que el capitalismo más bien se consolidaría, pues las reformas apaciguarían a los trabajadores y los harían adherirse más firmemente al sistema en vigencia.
Sin embargo, si estuviera en juego la existencia de la clase capitalista misma, como clase gobernante y explotadora, toda la clase media la respaldaría. Si se amenazara su dominio, su explotación, no mediante una falsa revolución de apariencias externas, sino mediante una revolución real de los fundamentos de la sociedad, podemos estar seguros de que ésta resistiría con todas sus fuerzas. ¿Dónde está entonces el poder para derrotarla? Los irrefutables argumentos y las buenas intenciones de los reformadores de noble inspiración, todo ello no es capaz de doblegar, y aun menos de destruir, su sólida fuerza. Hay sólo un poder en el mundo capaz de vencer al capitalismo: el poder de la clase trabajadora. A la clase trabajadora no pueden liberarla otros; sólo puede liberarse por sí misma.
Pero la lucha será larga y difícil, pues el poder de la clase capitalista es enorme. Esta se ha atrincherado firmemente en la estructura del Estado y del gobierno y tiene a su disposición todas las instituciones y recursos de éstos, su autoridad moral así como sus medios físicos de represión. Dispone de todos los tesoros de la tierra y puede gastar cantidades ilimitadas de dinero para reclutar, pagar y organizar defensores, y para atraerse a la opinión pública. Sus ideas y opiniones penetran toda la sociedad, llenan libros y diarios y dominan la mente incluso de los trabajadores. Aquí reside la principal debilidad de las masas. Contra ella la clase trabajadora tiene por cierto su entidad numérica, pues ya constituye la mayoría de la población en los países capitalistas. Tiene su importante función económica, su posesión directa de las máquinas, su poder de hacerlas andar o detenerlas. Pero esto no servirá de nada mientras la mente de los obreros dependa de las ideas de los dueños y se llenen de ellas, mientras los trabajadores sean individuos separados, egoístas, estrechos de espíritu y en competencia recíproca. El número y la importancia económica por sí sola son como los poderes de un gigante dormido; hay que despertarIos primero y activarlos mediante la lucha práctica. El conocimiento y la unidad deben convertirlos en un poder activo. Mediante la lucha por la existencia, contra la explotación y la miseria, contra el poder de la clase capitalista y del Estado, mediante la lucha por el dominio sobre los medios de producción, los trabajadores deben adquirir la conciencia de su posición, la independencia de pensamiento, el conocimiento de la sociedad, la solidaridad y devoción a su comunidad, la fuerte unidad de clase que les permitirá derrocar al poder capitalista.
No podemos prever qué remolinos de la política mundial los despertará. Pero podemos estar seguros de que no es cuestión de unos pocos años solamente, de una breve lucha revolucionaria. Es un proceso histórico que requiere toda una época de altibajos, de luchas y adormecimiento, pero sin embargo de progreso incesante. Es una transformación intrínseca de la sociedad, no sólo porque se invierten las relaciones de poder de las clases, porque cambian las relaciones de propiedad, porque la producción se reorganiza sobre una nueva base, sino sobre todo -base decisiva de estas tres cosas-, porque la clase trabajadora misma se transforma en su carácter más profundo. Los obreros se transforman de súbditos obedientes en dueños libres y confiados de su propio destino capaces de construir y manejar su nuevo mundo.
Fue el gran socialista humanitario Robert Owen quien nos enseñó que para instaurar una verdadera sociedad socialista debe cambiar el carácter del hombre, y que ese carácter cambia según el ambiente y la educación. Fue el gran comunista científico Karl Marx quien, completando la teoría de su predecesor, nos enseñó que la humanidad misma tiene que cambiar su ambiente y educarse mediante la lucha, la lucha de clase contra la explotación y la opresión. La teoría del socialismo de Estado mediante la reforma es una doctrina mecánica y árida en su creencia de que para una revolución social es suficiente un cambio de las instituciones políticas, de las condiciones externas de la vida, sin la transformación íntima del hombre, por la cuaI esclavos sometidos se vuelven luchadores plenos de orgullo y aliento. El socialismo de Estado fue el programa político de la socialdemocracia, utópico, porque pretendió instaurar un nuevo sistema de producción valiéndose del simple recurso de convertir a la gente a las nuevas opiniones políticas mediante la propaganda. La socialdemocracia no fue capaz de conducir a la clase trabajadora a una real lucha revolucionaria ni estuvo dispuesta a ello. Así, se vino abajo cuando el desarrollo contemporáneo del gran capitalismo transformó al socialismo conquistado mediante las elecciones en una anticuada ilusión.
Sin embargo, las ideas socialistas tienen aún su importancia, aunque ahora de un modo distinto. Están difundidas por toda la sociedad, entre personas de la clase media con sensibilidad social y también entre las masas trabajadoras. Expresan el anhelo de up mundo sin explotación, combinado, en el caso de los trabajadores, con la falta de confianza en su propio poder. Este estado de espíritu no desaparecerá enseguida luego de los primeros éxitos, porque es entonces cuando los trabajadores percibirán la inmensidad de su tarea, los poderes aún formidables del capital, y cómo todas las tradiciones e instituciones del antiguo mundo están obstaculizando el camino. Cuando estén vacilando de esta manera, el socialismo señalará lo que parece ser un camino más fácil, no obstaculizado por tales dificultades insuperables y sacrificios sin término. Justamente entonces, a consecuencia de su éxito, una cantidad de reformadores con sensibilidad social se unirán a sus filas como aliados y amigos capaces, que pondrán su voluntad al servicio de la clase que accede al primer plano y reclamarán, por supuesto, importantes posiciones para actuar y liderar el movimiento según sus ideas. Si los trabajadores les dan los cargos, si instalan o apoyan un gobierno socialista, la poderosa maquinaria existente del Estado estará disponible para el nuevo propósito y se la podrá utilizar para abolir la explotación capitalista y establecer por ley la libertad. ¡Cuánto más atractivo es este modo de acción que la implacable guerra de clases! Sí, por cierto. Con el mismo resultado que se produjo en los movimientos revolucionarios del siglo XIX, cuando las masas que derrotaron al viejo régimen en las calles fueron luego invitadas a marcharse a sus casas, a retornar a su trabajo y confiar en el gobierno provisional de políticos, que se había designado a sí mismo y estaba preparado para tomar en sus manos la situación.
La propaganda de la doctrina socialista tiene tendencia a crear dudas en la mente de los trabajadores, a provocar o robustecer la desconfianza en sus propias capacidades, y a oscurecer la conciencia de su tarea y potencialidades. Esa es hoy la función social del socialismo, y lo será en todo momento de éxito de los trabajadores en las luchas que se avecinan. Se tratará de seducir a los trabajadores con el suave brillo de una nueva y benévola servidumbre para alejados de la dura lucha por la libertad que se vislumbra en el horizonte. Especialmente cuando el capitalismo reciba un grave golpe, todos los que desconfían de la libertad irrestricta de las masas y la temen, todos los que desean preservar la distinción entre señores y siervos, entre clases altas y bajas, se reunirán en torno de esta bandera. Se fraguarán rápidamente las palabras que servirán de apropiado santo y seña: orden y autoridad contra caos, socialismo y organización contra anarquía. En verdad, un sistema económico en que los trabajadores mismos sean dueños y líderes de su trabajo, es idéntico para el pensamiento de la clase media a la anarquía y el caos. Por consiguiente, el único rol que el socialismo puede desempeñar en el futuro será actuar como impedimento en el camino de la lucha de los trabajadores por conquistar la libertad.
En síntesis, el plan socialista de reconstrucción, promovido por reformadores, debe fracasar, primero porque no tienen medios de producir las fuerzas necesarias para vencer el poder del capitalismo. Segundo, porque sólo los trabajadores mismos pueden hacerlo. Exclusivamente mediante su propia lucha lograrán éstos desarrollar la gran fuerza necesaria para tal tarea. Esta es la lucha que el socialismo trata de impedir. Y una vez que los trabajadores hayan derrotado al poder capitalista y conquistado la libertad, ¿por qué deberían abandonar la lucha y someterse a nuevos dueños?
Hay una teoría para explicar por qué tienen que hacerlo, más aún, deben hacerlo: la teoría de la desigualdad real de los hombres. Según esta teoría la naturaleza misma los _hizo diferentes: una minoría capaz, enérgica y dotada de talento surge de una mayoría incapaz, torpe y lenta. Pese a todas las teorías y disposiciones que instituyen la igualdad formal y legal de los hombres, la minoría enérgica y dotada de talento toma la guía y la mayoría incapaz la sigue y obedece.
No es la primera vez que una clase dirigente trata de explicar, y así de perpetuar, su dominio como consecuencia de una diferencia innata entre dos clases de personas, una destinada por naturaleza a mandar y la otra a ser mandada. La aristocracia terrateniente de los siglos pasados defendía su posición privilegiada jactándose de provenir de una raza más noble de conquistadores que había sometido a la raza inferior de la gente común. Los grandes capitalistas explican su lugar dominante afirmando que ellos tienen cerebro y las demás personas no lo tienen. De la misma manera ahora especialmente los intelectuales, que se consideran los gobernantes por derecho del futuro, proclaman su superioridad intelectual. Ellos forman la clase en rápido aumento de funcionarios con formación universitaria y profesionales liberales, especializados en trabajo mental, en estudio de libros y de ciencias, y se consideran como los más dotados de intelecto. Por lo tanto, están destinados a ser líderes de la producción, mientras que la masa no dotada ejecutará el trabajo manual, para el cual no hace falta cerebro. Ellos no son defensores del capitalismo; no el capital, sino el intelecto debe dirigir el trabajo. Esto es tanto más así, puesto que actualmente la sociedad tiene una estructura tan complicada, basada en ciencia abstracta y difícil, que sólo la agudeza intelectual máxima es capaz de abarcarla, captarla y manejarla. Si las masas trabajadoras, por falta de visión, no reconocen esta necesidad de una guía intelectual superior, y tratan torpemente de tomar en sus manos la actividad directiva, el caos y la ruina serán la consecuencia inevitable.
Ahora bien, debemos destacar que el término intelectual no significa aquí poseedor del intelecto. Intelectual designa a una clase con funciones especiales en la vida social y económica, para las cuales se requiere muy particularmente tener formación universitaria. El intelecto, la buena comprensión, se encuentra en personas de todas clases, entre los capitalistas y los artesanos, entre los campesinos y los trabajadores. Lo que tienen los intelectuales no es una inteligencia superior, sino una especial capacidad para manejar abstraciones y fórmulas científicas, a menudo meramente de memorizadas y combinarlas, por lo común con una idea limitada de otros dominios de la vida. En su autocomplacencia aparece un estrecho intelectualismo ignorante de las muchas otras cualidades que desempeñan un importante papel en todas las actividades humanas. Hay en el hombre una rica y variada multitud de disposiciones, diferentes en su carácter y grado: en unos el poder teórico de abstracción, en otros la habilidad práctica, una aguda comprensión, rica fantasía, rapidez de captación, sesuda meditación, paciente perseverancia de propósitos, arrojada espontaneidad, indomable coraje en la acción y la lucha, filantropía ética de alcance universal. Todo esto es necesario en la vida social; a su turno, según las circunstancias, estas cualidades ocupan el lugar preponderante en las exigencias de la práctica y el trabajo. Sería tonto distinguir a algunas de ellas como superiores y a otras como inferiores. Su diferencia implica la predilección y calificación de las personas para los más variados tipos de actividad. Entre ellas la capacidad para los estudios abstractos o científicos, degenerada a menudo bajo el capitalismo en una formación limitada, toma su importante lugar en la atención y dirección de los procesos técnicos; pero sólo como una entre muchas otras capacidades. Por cierto, no hay motivo alguno para que estas personas miren desde arriba a las masas no intelectuales. ¿No habló el historiador Trevalyan, al tratar hechos de hace alrededor de tres siglos, de la riqueza de imaginación, la profundidad de emoción, el vigor y la variedad de intelecto que se podían encontrar entre los pobres ... una vez que despertaban al uso de su mente?
Por supuesto, algunas personas están más dotadas que otras de estas cualidades; hombres y mujeres de talento o genio sobresalen entre sus congéneres. Probablemente sean aún más numerosos de lo que parecen ahora: bajo el capitalismo, pues éste descuida, explota y abusa de las cualidades humanas. La humanidal libré empleará el talento de esos hombres para el mejor uso; y a ellos la conciencia dc promover con sus mejores fuerzas la causa común les dará una mayor satisfacción que cualquier privilegio material que pueda obtenerse en un mundo de explotación.
Consideremos la pretensión de la clase intelectual, el predominio del trabajo espiritual sobre el trabajo manual. ¿No debe la mente dominar al cuerpo, a las actividades corporales? Sin duda alguna. La mente humana es el producto más excelso de la naturaleza; sus capacidades intelectuales elevan al hombre por encima de los animales. La mente es el capital más valioso del hombre; lo hace señor del universo. Lo que distingue el trabajo humano de las actividades de los animales es este dominio mismo de la mente, el pensar exhaustivamente los problemas, el meditar y planear antes de realizar. Este predominio de la teoría, de los poderes de la mente sobre el trabajo práctico, se vuelve cada vez más fuerte, a raíz de la creciente complicación de los procesos productivos y de su dependencia cada vez mayor respecto de la ciencia.
Esto no significa, sin embargo, que los trabajadores espirituales deban predominar sobre los trabajadores manuales. La contradicción entre trabajo espiritual y manual no se funda en la naturaleza, sino en la sociedad; es una distinción artificial nacida del sistema de clases. Todo trabajo. aun el más simple, es tanto espiritual como manual. Para todos los tipos de trabajo, hasta que se vuelvan automáticos por la repetición, es necesario el pensamiento; esta combinación de pensamiento y acción constituye el encanto de toda actividad humana. También bajo la división natural del trabajo, como consecuencia de diferencias de predilección y capacidad, subsiste este encanto. El capitalismo, sin embargo, ha viciado estas condiciones naturales. Para aumentar la ganancia exageró la división del trabajo hasta llegar al extremo de la especialización unilateral. Hace tres siglos, a comienzos del sistema manufacturero, ya la incesante repetición de manipulaciones limitadas que eran siempre las mismas transformó el trabajo en una rutina monótona en la cual, a raíz de la indebida ejercitación de algunos miembros y facultades a costa de otros, se estropeó el cuerpo y la mente. De la misma manera, el capitalismo actual, para aumentar la productividad y la ganancia, ha separado la parte mental y la manual del trabajo e hizo de cada una de ellas el objeto de una formación especializada, a costa de las otras capacidades. Transformó los dos aspectos que juntos constituyen el trabajo natural, en tarea exclusiva de ocupaciones separadas y clases sociales diferentes. Los obreros manuales, fatigados por largas horas de trabajo, carentes de estímulo en ambientes sucios, no son capaces de desarrollar las capacidades de su mente. Los intelectuales, por otra parte, a raíz de su formación teórica, alejados del trabajo práctico y de la actividad natural del cuerpo, deben recurrir a sustitutos artificiosos. En ambos grupos se ha mutilado la plena dotación humana. Una de estas clases, suponiendo que esta degeneración capitalista es la naturaleza humana permanente, proclama ahora su superioridad y predominio sobre la otra.
Pero la pretensión de la clase intelectual, de ejercer el liderazgo espiritual y por ende social, se apoya además en otra línea de argumentación. Algunos eruditos han señalado que todo el progreso de la humanidad se debe a unos pocos genios. Fue este limitado número de descubridores, de inventores, de pensadores, el que construyó la ciencia, el que mejoró la técnica, el que concibió nuevas ideas y abrió nuevos caminos por los cuales luego las masas de sus congéneres los siguieron e imitaron. Toda la civilización está fundada en este pequeño número de cerebros eminentes. Así, el futuro de la humanidad, el posterior progreso de la cultura, depende de la crianza y selección de tales personas superiores, y correría peligro si se realizara un nivelamiento general.
Supongamos que esta afirmación fuera verdadera. Se podrá replicar, con apropiada ironía, que el resultado de estos cerebros superiores, este lamentable mundo nuestro, está en verdad de acuerdo con una base tan estrecha, y no es ningún motivo de orgullo. Si esos grandes precursores pudieran ver lo que se ha hecho con sus descubrimientos, no se sentirían muy orgullosos. Si no fuéramos capaces de hacer algo mejor, deberíamos desesperar de la humanidad.
Pero aquella afirmación no es cierta. Cualquiera que estudie detenidamente algunos de los grandes descubrimientos de la ciencia, la técnica o cualquier otra actividad, se sorprenderá por la gran cantidad de nombres vinculados con él. Sin embargo, en textos históricos posteriores abreviados y de difusión, fuente de tantas concepciones erróneas y superficiales, sólo se preservan y exaltan unos pocos nombres prominentes, como si tuvieran todo el crédito. De modo que estas personas habrían nacido con cualidades excepcionales de genialidad. En realidad, todo gran progreso ha procedido de un ambiente social que en cierto modo estaba preñado de él, donde por todas partes surgían las nuevas ideas, las sugerencias, las perspectivas penetrantes. Ninguno de los grandes hombres exaltados por la historia debido a los avances decisivos y sobresalientes que aportaron, podría haberlo hecho si no fuera por la obra de una gran cantidad de precursores en cuyos logros se basó. Y además, estos pensadores de gran talento, elogiados en siglos posteriores cómo autores del progreso del mundo, no fueron de ninguna manera los líderes espirituales de su tiempo. A menudo los desconocieron sus contemporáneos, y esos hombres trabajaron silenciosamente en el retiro: en su mayor parte pertenecían a la clase sometida y a veces incluso fueron perseguidos por los gobernantes. Sus equivalentes actuales no son esos ruidosos individuos que proclaman sus derechos al liderazgo intelectual, sino una vez más trabajadores silenciosos, casi desconocidos, burlados quizás o perseguidos. Sólo en una sociedad de libres productores, que sean capaces de apreciar la importancia de los logros espirituales y estén ansiosos de aplicarlos para el bienestar de todos, el genio creador será reconocido y estimado en su pleno valor por sus contemporáneos.
¿Por qué ocurre que toda una vida dedicada al trabajo por esos hombres de genio en el pasado no resultó nada mejor que el capitalismo actual? Lo que ellos lograron hacer fue establecer los fundamentos científicos y técnicos de una elevada productividad del trabajo. Por causas que estaban más allá de ellos, esto se transformó en la fuente de inmenso poder y riquezas para la minoría gobernante, que logró monopolizar los frutos de este progreso. Sin embargo, no puede instaurarse una sociedad de libertad y abundancia para todos valiéndose de la superioridad en algún aspecto de unos pocos individuos eminentes. Ello no depende del cerebro de unos pocos, sino del carácter de la mayoría. En la medida en que depende de la ciencia y de la técnica crear abundancia, éstos son ya suficientes. Lo que falta son las fuerzas sociales que vinculen a las masas de trabajadores en una sólida unidad de organización. La base de la nueva sociedad no consiste en qué conocimiento pueden adoptar y qué técnicas pueden imitar de otros, sino en qué sentimiento comunitario y qué actividad organizada pueden promover en sí mismos. Este nuevo carácter no lo pueden infundir otros, no puede proceder de la obediencia a ningún amo. Sólo puede brotar de la acción independiente, de la lucha por la libertad, de la rebelión contra los amos. Todo el genio de los individuos superiores no sirve de nada en este caso.
El gran paso decisivo en el progreso de la humanidad, la transformación de la sociedad que está ahora en ciernes, consiste esencialmente en una transformación de las masas trabajadoras. Sólo se la puede realizar mediante la acción, mediante la rebelión, por el esfuerzo de las masas mismas. Su naturaleza esencial es la autoliberación de la humanidad. Desde este punto de vista está claro que ningún liderazgo de una élite intelectual puede resultar útil en este caso. Cualquier intento de imponerlo sólo podría ser dañino al retardar, como lo hace, el necesario progreso, y, por ende, actuar como una fuerza reaccionaria. Las objeciones provenientes de los intelectuales, basadas en la actual inadecuación de la clase trabajadora, encontrarán en la práctica su refutación cuando las condiciones mundiales obliguen a las masas a asumir la lucha por la revolución mundial.
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