viernes, 16 de noviembre de 2007

Saint-Upéry: El enigma bolivariano

Difundimos aquí un artículo publicado recientemente en la Revista Archipiélago y en el periódico electrónico La Insignia. Su autor es Marc Saint-Upéry, analista político y traductor francés residente en Quito.

Queremos dejar claro que no se trata de que nosotros compartamos los planteamientos del autor. Simplemente, nos parece interesante dar a conocer las opiniones y los datos que aporta. Desde hace tiempo, y sobre todo en estos días recientes, el debate sobre el proceso que se desarrolla en Venezuela, y sobre su polémico presidente, se ha exacerbado hasta el punto de que parece que todo el mundo ha de situarse radicalmente con o contra la “revolución bolivariana” y el “chavismo”. Esa situación es inaceptable, pues niega todo matiz, toda crítica, fomentando un maniqueismo irracional que no conduce al proletariado (y a las organizaciones proletarias) a ningún lugar que verdaderamente le interese. Creemos que artículos como éste pueden ayudar al debate que nosotros reivindicamos, lejos de dogmatismos viscerales estériles y alienantes.

Ocho preguntas y ocho respuestas sobre la Venezuela de Hugo Chávez
El enigma bolivariano


Marc Saint-Upéry
Revista Archipiélago. Bolivia, octubre del 2007.
Edición para Internet: La Insignia. España, noviembre del 2007.
http://www.lainsignia.org/2007/noviembre/ibe_002.htm


«El problema de fondo es que Venezuela tiene una sociedad muy poco propicia a la revolución, tal como la entendemos los marxistas. El petróleo ha creado en nuestro país una sociedad muy semejante a la de España en los siglos XVI y XVII. Mendigos, pedigüeños, intrigantes de corte y burócratas constituyen el grueso de muchas capas sociales o tienen peso ahí. Una sociedad así produce revueltas pero no revoluciones, brotes pero no tormentas sociales. Y sobretodo, en una sociedad así, todos esperan cambios sin hacer esfuerzo casi y soluciones más rápidas que el rayo.»
Domingo Alberto Rangel, Alzado contra todos (memorias y desmemorias),
Vadell Hermanos Editores, Caracas, 2003.-

No hay fenómeno del escenario político latinoamericano que sea a la vez más comentado como desconocido en su dinámica real que la "revolución bolivariana" en Venezuela. Para unos, el chavismo es un régimen populista autoritario, que está sofocando a la sociedad civil y amenaza las libertades democráticas. Para otros, el "socialismo del siglo XXI" abre el camino a mañanas venturosos para todos los pueblos de la región. La verdad es bastante más compleja y a menudo más sorprendente.

I. ¿Hugo Chávez es de izquierda?

En su juventud, Chávez sufrió la influencia de los pequeños círculos comunistas de su provincia de Barinas (en los llanos venezolanos), sin comprometerse, sin embargo, en una militancia activa. En los años setenta y ochenta participó de varias intrigas entre círculos de oficiales jóvenes y sectores de la izquierda radical venezolana que practicaban una suerte de entrismo en las Fuerzas Armadas. Fue a la cabeza de una coalición de pequeños partidos de izquierda, aliados a su propio movimiento, el MVR (Movimiento Quinta República) que Chávez accedió al poder en 1998. Numerosos altos funcionarios del gobierno bolivariano provienen de la guerrilla de los años sesenta o de la izquierda socialista que la sucedió.

Durante los años noventa, Chávez se dejó seducir por el nacionalismo antiimperialista exacerbado de Norberto Ceresole, un ideólogo argentino antisemita y próximo a los militares de extrema derecha denominados "carapintadas", que predicaba una especie de nassero-peronismo autoritario y "posdemocrático" -según sus propios términos- fundado sobre la pirámide caudillo-Ejército-pueblo. Sin duda cansado de las extravagancias ideológicas de su asesor, Chávez termina por expulsarlo de Venezuela en 1999. Al comienzo de su mandato, invocaba con cualquier motivo El oráculo del guerrero, un manual de sabiduría new age a lo Paulo Coelho, escrito por el también argentino Lucas Estrella. Más recientemente, Chávez se abocó a hacer compartir con sus colaboradores su entusiasmo por Los miserables, de Víctor Hugo. Antaño admirador declarado del entonces primer ministro británico Tony Blair y de su Tercera Vía, hoy tajantemente rechazada, el presidente venezolano aprovecha sus visitas al extranjero para multiplicar las profesiones de fe más eclécticas, declarándose de buena gana castrista en Cuba, maoísta en China, peronista en Argentina o admirador del Libro Verde de Muamar El Gadafi en Libia. Algunos ven en él un oportunista cínico obsesionado por el poder y totalmente desprovisto de verdaderas convicciones ideológicas. Sin embargo, Chávez es sin duda sincero cuando dice que su corazón sangra por los pobres, considerando además que se percibe a sí mismo como un plebeyo provinciano y zambo (mezcla de negro e indígena), rechazado por la oligarquía y la gente bien.

En ausencia de un cuerpo doctrinario muy elaborado, es a menudo difícil discernir lo que se agrupa alrededor del proyecto bolivariano: los comunistas ortodoxos del PCV, todavía traumados por la caída del Muro de Berlín, varios socialdemócratas teñidos con los colores bolivarianos, los populistas radicales de la Unión del Pueblo Venezolano (UPV) ligados a la colorida figura de la pasionaria plebeya Lina Ron, animadora de un célebre programa de radio chavista, los militantes que exaltan la mitología guevarista, los activistas sociales nacidos de las luchas urbanas de los años noventa, las corrientes sindicales de izquierda portadoras de las tradiciones de autonomía obrera que se expandieron en los ochenta, o los adeptos a la participación popular y la economía social. En el seno del principal vehículo político del proceso bolivariano, el MVR, puede verse desde huérfanos de la izquierda radical hasta viejos zorros de la política tradicional oportunamente convertidos a la retórica revolucionaria. Caracterizado por una estructura con escasa consistencia pero a la vez muy vertical, este partido constituye, además, una cómoda plataforma electoral y profesional para los centenares de militares reconvertidos en empresarios públicos o privados que ocupan ahora el aparato estatal. Frente al chavismo, existe una izquierda antichavista. Es el caso del reformista Movimiento al Socialismo (MAS, que no tiene ningún nexo con la sigla boliviana) que se pasó a la oposición luego de algo más de un año de participación en el gobierno, pero también de los marxistas-leninistas de Bandera Roja, que controlan importantes sectores del movimiento estudiantil y prestan fornidos servicios de seguridad a las movilizaciones de la oposición. Una buena parte de los intelectuales marxistas venezolanos, que participaron de las luchas armadas y civiles de los años sesenta, setenta y ochenta denuncian de manera a veces virulenta a un régimen que consideran como una enorme estafa ideológica. Es el caso de Domingo Alberto Rangel, historiador de renombre y antiguo dirigente del Movimiento de la Izquierda Revolucionaria (MIR), del ex líder guerrillero Douglas Bravo y de decenas de sus colegas.

La mayoría de las figuras más prestigiosas y calificadas de la cultura venezolana se muestra bastante hostil al régimen. Hecho sintomático, los principales "teóricos" del proceso bolivariano y del "socialismo del siglo XXI" son extranjeros: Heinz Dieterich, un catedrático alemán residente en México, y Martha Harnecker, filósofa marxista de origen chileno fuertemente ligada al régimen castrista.

Otros referentes progresistas como Margarita López Maya asumen una posición más "anti-antichavista" que propiamente chavista. Sin expresar gran entusiasmo acerca de la figura de Hugo Chávez, este grupo de intelectuales no desean ser asociados a una oposición a la que consideran facciosa, clasista y racista.

La izquierda radical venezolana nunca ha sido muy fuerte y nunca supo atraer a más del 8% o 10% del electorado. El compromiso histórico entre la socialdemocracia y la democracia cristiana -materializado en 1958 bajo el nombre de Pacto de Punto Fijo- después de marginalizar y perseguir a la izquierda, bloqueó su desarrollo al cooptar a una buena parte de su base social. Desde 1998, Chávez pulverizó lo que quedaba de los partidos tradicionales. Conviviendo con neoliberales, golpistas y residuos del aparato "puntofijista" en el oportunismo de la supervivencia electoral, la izquierda opositora está condenada a la impotencia y al declive. En la orilla bolivariana, Chávez no admite aliados que no estén completamente domesticados, como el partido Patria para Todos (PPT), que agrupa a la mayoría de los antiguos cuadros del movimiento Causa Radical (una especie de pequeño PT venezolano hoy moribundo) y que sobrevive colonizando sectores del aparato estatal al precio de un seguidismo servil, mientras que su historia le hubiera permitido fungir como la conciencia crítica y democrática del bloque chavista.

Existen fuerzas interesantes en la izquierda sindical, pero su dependencia en relación a la mística revolucionaria chavista y la gran debilidad demográfica y social del sector asalariado formal minan la posibilidad de transformarse en una alternativa real. El futuro de la izquierda venezolana pasa probablemente por realineamientos de sectores del chavismo, pero resulta imposible prever qué tipos de rupturas y de recomposiciones organizativas durables podrían producirse en el seno del movimiento bolivariano. Chávez es todavía joven y la forma caudillista, personalista y carismática de la adhesión al chavismo garantiza por el momento un control relativamente eficaz y una regulación vertical de las numerosas contradicciones internas.


II. ¿Es democrático el chavismo?

Para los sectores más duros de la oposición, que controlan una buena parte de los medios de comunicación venezolanos, no hay ninguna duda: Chávez es un dictador implacable y su régimen es totalitario y opresivo. En una entrevista reciente, Marcel Granier, director general de Radio Caracas Televisión de Venezuela, definía al gobierno bolivariano como "fascista". Sin embargo, existen bastante críticas más sobrias y realistas enunciadas por espíritus menos alterados como para interrogarse sobre el posible devenir autoritario del régimen chavista. Entre las acusaciones que surgen insistentemente podemos citar: el control de los órganos judiciales, en particular el Tribunal Supremo de Justicia y la autoridad electoral; la politización unilateral de las Fuerzas Armadas y la militarización de la vida social mediante la creación de un cuerpo de reserva de tipo cubano contra la supuesta amenaza de invasión estadounidense; la voluntad de controlar y disciplinar a las ONGs mediante de una legislación que restringe sus fuentes de financiamiento; la ideologización del sistema educativo mediante la inculcación de los "valores de la revolución"; las repetidas amenazas contra la autonomía universitaria bajo el pretexto de la lucha contra el "elitismo"; y los ataques sistemáticos contra la prensa.

La tensión entre los medios y el gobierno es indudable y ello no resulta sorprendente si recordamos que una gran parte de los primeros llamaron y apoyaron abiertamente al golpe de estado contra Chávez en abril de 2002. El hostigamiento verbal y, a veces jurídico, es innegable, pero no existe en Venezuela censura ni intervención directa en las redacciones. Como lo admite el periodista opositor Fausto Masó, exiliado anticastrista, "Chávez gobernó asustando a los venezolanos, pero no ha fusilado a ningún adversario ni cerrado ningún periódico". Una nueva, ley bautizada "mordaza" por la oposición, que procura, entre otras, cosas prohibir los comentarios insultantes contra la persona del Presidente no se aplica en los hechos. Constituye, más bien, una amenaza latente que apuntaría a provocar la autocensura de los medios. Esta autocensura es apenas perceptible: el tono de insulto grosero e histérico -y a menudo vilmente racista- contra Chávez bajó en los últimos dos años, pero la prensa y la televisión opositora -esta última mayoritaria en audiencia- continúan manifestando un nivel de beligerancia y de odio bastante impresionante. Por otra parte, el gobierno no ejerce ningún control sobre Internet, mientras que el grado de hostilidad de los sitios antichavistas revela una histeria apocalíptica, expresada en un lenguaje sistemáticamente obsceno e injurioso. Obviamente, del lado chavista no se quedan atrás en el nivel de los insultos.

En relación al hábeas corpus y los derechos civiles, como en muchos países latinoamericanos siguen siendo tan precarios para los prisioneros, los delincuentes y los ciudadanos víctimas circunstanciales de la policía como en los anteriores gobiernos, incluso si el gobierno bolivariano procura a veces remediar esta situación, como en los casos de ejecuciones extrajudiciales de delincuentes practicadas por la policía en el Estado Falcón. De hecho, la policía tortura bajo Chávez al igual que bajo Kirchner o Lula. No es la culpa de estos mandatarios, pero sí es su responsabilidad tratar de ponerle fin pese al escaso poder que detentan frente a algunas policías locales. Sin embargo, la época de las "desapariciones" políticas en Venezuela es la IVa República (1958-1998), no la Va. La situación es, desde este punto de vista, mucho mejor que en Colombia, fiel aliado de Estados Unidos. Citemos el reporte 2005 del Departamento de Estado norteamericano sobre los derechos humanos en Venezuela: "La ley garantiza la libertad de reunión y el gobierno respeta generalmente este derecho en la práctica... Los medios impresos y electrónicos son independientes... El gobierno no ejerce ninguna restricción sobre Internet ni contra la libertad académica... La ley garantiza a los ciudadanos el derecho de cambiar pacíficamente de gobierno y los ciudadanos ejercen ese derecho por medio de elecciones regulares sobre la base del sufragio universal".

Es cierto que el Consejo Nacional Electoral es controlado por una mayoría chavista, pero todas las acusaciones de fraude lanzadas por la oposición fueron sistemáticamente desmentidas por los organismos de control internacionales. En relación al actual monopolio del chavismo sobre la Asamblea Nacional, ello es el resultado del boicot suicida de la oposición en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2005. En vista de las elecciones de diciembre de 2006, en las que decidió participar, la oposición solicitó a los rectores antichavistas de las principales universidades auditar el registro electoral y el sistema de votación electrónico. La conclusión fue inapelable: "No hay indicios de fraude en el registro electoral".

Se cita a menudo como prueba de la deriva dictatorial la lista de firmantes a favor del referéndum revocatorio de 2004, llamada lista Tascón, por el nombre del diputado chavista que la hizo circular: dicha lista habría sido utilizada para fomentar discriminaciones profesionales y administrativas contra opositores declarados. Estas acusaciones parecen convalidadas en determinados casos. No obstante, esa lista negra fue desautorizada por Chávez, quien declaró que era necesario "enterrarla". La dinámica del autoritarismo chavista parece más bien responder al siguiente esquema: beligerancia verbal del caudillo, a menudo con dedicatoria (contra tal personalidad o institución), o, iniciativas más o menos autónomas de amenaza-intimidación de parte de subordinados obsecuentes del régimen, gritos histéricos de medios opositores, desaprobación oficial de parte de órganos de justicia y/o del presidente, éste último con un tono a menudo irónico y agresivo que reafirma los derechos de los opositores mientras los ultraja verbalmente. Por ejemplo, Chávez declaró que los funcionarios que plantearon juicios por injurias o calumnias contra periodistas en virtud de la ley de prensa votada por la mayoría parlamentaria chavista "tienen la piel demasiado sensible" y deberían dejar ladrar a los chacales sin alterarse.

La concentración de poderes y la manipulación de la justicia son reales, pero no absolutos: la justicia "chavista" validó la realización del referéndum revocatorio de 2004. No obstante, habría que comparar la situación venezolana con la que existe en otras democracias de la región. El régimen de Fujimori, que presentaba similitudes en términos de manipulación de instituciones pero era bastante peor en relación al respeto a los derechos humanos y a su legitimidad democrática, fue uno de los favoritos de la Casa Blanca casi hasta el final. En numerosos países latinoamericanos, se sabe que la justicia es muy corrupta y que responde a mafias políticas sin que nadie convoque a la intervención de la OEA.

La presencia de una tendencia al autoritarismo y al verticalismo militar en el chavismo es innegable, pero está lejos de ser unívoca e irresistible. Por un lado, se trata de una especie de autoritarismo anárquico y desorganizado cuyo resultado es más una desistitucionalización rampante que una supresión violenta de las libertades democráticas. Por otro lado, tiene como contrapeso un impulso participativo real de las "masas" y sólidos reflejos democráticos de la sociedad, incluidos los chavistas. Hay un incidente muy revelador. En una reacción típica de la cultura marxista-leninista autoritaria de tipo cubano, la diputada Iris Varela, pasionaria revolucionaria del MVR, amenazó con el despido a los funcionarios que se abstuvieran en las elecciones legislativas del 4 de diciembre de 2005. Eso suscitó una reacción indignada de la Unión Nacional de Trabajadores (UNT, cercana al gobierno), que rechazó este ataque contra el derecho "burgués" de no ser obligado a votar, el cual coincide en este caso con el derecho de los trabajadores a no ser despedidos por delitos de opinión.

La misma Iris Varela, interrogada sobre su visión de la oposición por un periodista, soltó esta perla sintomática: "personalmente yo viviría muy bien sin oposición, pero sé que eso no es posible". Cómo lo sabe y por qué no es posible, no lo sabremos; y es probable que la propia Iris Varela tampoco lo tenga muy claro. En la indeterminación de esta respuesta yace toda la ambigüedad de la relación del chavismo con la democracia. Una ambigüedad tal vez más productiva que preocupante si, en lugar de hacerse la pregunta bastante tonta de si Chávez es "un demócrata sincero", se considera su acción en el marco de los límites que le imponen el contexto y las tendencias socio-políticas locales y regionales.

III. ¿Ha hecho Chávez algo por los pobres?

Según las propias estadísticas del gobierno bolivariano, la pobreza aumentó un 17% entre 1999 y 2004. Sin embargo, a fines de 2005, el Instituto Nacional de Estadísticas (INE) anunció un drástico descenso: de 53,1% a 38,5%. Incluso teniendo en cuenta el fuerte crecimiento del PIB (más del 9%) y los efectos colaterales de las misiones bolivarianas -asociadas algunas a ayudas monetarias a los más desfavorecidos- una baja de 14 puntos en un año es materialmente imposible según los especialistas. Estos señalan también que es poco probable que el INE haya inventado estas cifras halagüeñas: más bien, los expertos del INE se habrán limitado a "cocinar" los datos, una práctica que no es exclusiva del chavismo, por supuesto. Por ejemplo, es fácil disminuir las cifras del desempleo excluyendo del conteo a centenares de miles de personas que reciben una modesta retribución como contrapartida de su participación en misiones educativas de nivel primario y secundario. Los críticos afirman que desconocen la técnica empleada por los estadísticos del gobierno para evaluar el costo de la canasta de bienes utilizados para medir la inflación, ya que el INE utiliza un índice de precios diferente al del Banco Central de Venezuela que supuestamente sirve de referencia. Hay, además, contradicciones en las cifras de mediano plazo del órgano estadístico. Según datos oficiales, la pobreza habría pasado de 43,9% en 1998 a 37% en 2005. Sin embargo, en el mismo período el ingreso real medio de los venezolanos habría disminuido a un ritmo del 0,9% por año, lo que arroja una baja total de 6% en siete años. La tasa de desempleo habría pasado de 11% en 1998 a 12,2% en 2005.

El especialista en pobreza y director del Instituto de Investigaciones Sociales y Económicas de la Universidad Católica Andrés Bello, Matías Riutort, ofrece algunas cifras algo diferentes: "Si se consideran los últimos diez años (1995-2005), hay años en los cuales la pobreza ha aumentado y otros en que ha disminuido. Ahora, si usted toma como referencia el año 1995, en todos los años siguientes la pobreza ha sido inferior al nivel alcanzado en ese año. Pero, si usted toma como referencia el año 1998, en los años siguientes el nivel de pobreza ha sido superior al nivel alcanzado en ese año. Existe, sin embargo, la tendencia a la reducción de la pobreza a partir del año 2004 y es posible que en el año 2006 se logre un nivel algo inferior al de 1998. Para el año 2005, según la última información disponible, el porcentaje de pobreza a nivel de personas fue de 57%, teniendo en cuenta que en el año 2003 fue de 65,7%. A nivel de hogares el porcentaje de pobreza fue de 48%, teniendo en cuenta que el año 2003 superó el 60%". Confirmando que 2005 fue un año de cambio en la tendencia, Riutort señala que ese año, por primera vez, el número de trabajadores ocupados en el sector informal comenzó a ubicarse por debajo del nivel de 1998 y la tasa de desempleo empezó a disminuir, manteniéndose, empero, en niveles superiores al período 1995-1998. El especialista subraya, de todos modos, que entre 1999 y 2005, el PIB real por habitante no sobrepasó nunca el de 1998 y que si bien es cierto que el salario mínimo aumentó en términos reales [216 dólares mensuales en 2006] el porcentaje de asalariados que reciben un monto menor al salario mínimo también aumentó.

Así, si bien hay que tomar las estadísticas del gobierno con mucha cautela, tampoco son muy creíbles las extrapolaciones catastrofistas de la oposición, que profetiza casi cada mes poco menos que el Apocalipsis social para el siguiente día. Dos conclusiones provisorias, de apariencia contradictoria, parecen definir la situación:

1) En ausencia de modificaciones profundas en la estructura productiva y del funcionamiento del Estado es poco probable que asistamos a una reducción durable de la pobreza y la marginalidad socioeconómica en Venezuela. El sector informal, que emplea alrededor del 47% de la población económicamente activa según el INE y más del 50% según diversos organismos internacionales, continúa teniendo un peso considerable. Por el momento, la "revolución bolivariana" ofrece a los sectores populares más "reconocimiento" (combinado sin embargo con una gama de programas de urgencia) que una real "redistribución" de la riqueza.

2) Para una madre soltera desempleada, por ejemplo, el acceso a consultas y medicamentos gratuitos en un dispensario de la Misión Barrio Adentro, la compra de alimentos a mitad de precio en un centro Mercal de distribución popular, la eventual obtención de una beca de reinserción educativa de la Misión Robinson, sumado al hecho de que la escuela bolivariana del barrio reciba a sus niños toda la jornada, ofreciéndoles diversas actividades socioeducativas y tres comidas equilibradas al día en lugar de enviarlos a su casa o a la calle al comienzo de la tarde, no puede sino traducirse en una considerable mejora en su nivel de "desarrollo humano".

Para millones de venezolanos desheredados, las misiones bolivarianas significan que el Estado los toma por fin en cuenta y los saca de la invisibilidad social. Sin embargo, resulta pertinente y legítimo interrogarse sobre la sostenibilidad a mediano y largo plazo de estos programas, sobre su articulación institucional en una política social coherente y sobre la ausencia de mecanismos confiables y transparentes de seguimiento y control administrativo de su funcionamiento y de los resultados obtenidos, en vista del carácter poco claro y discrecional de su financiamiento. La ausencia de un debate serio sobre las políticas públicas no facilita las cosas. Los centros de atención primaria Barrio Adentro, donde trabajan más de 15 mil médicos cubanos, son rechazados por la oposición por razones esencialmente ideológicas, mientras que su verdadero talón de Aquiles es su falta de articulación con el resto del sistema sanitario, en particular con los hospitales públicos que están en un estado a menudo penoso.

En relación a otro ámbito, el de la reforma agraria de 2001, encontramos el mismo tipo de controversia y la misma confusión sobre lo que está en juego. Entre 2003 y 2005, el gobierno distribuyó más de dos millones de hectáreas a 160 mil familias campesinas. Los objetivos explícitos de la reforma son estimular el crecimiento agrícola, penalizar las tierras improductivas y la especulación, limitar la extensión máxima de las grandes propiedades rurales y combatir la concentración de tierras. Venezuela conoció en los años sesenta una reforma agraria que distribuyó tierras fiscales a más de 200 mil familias, pero el boom petrolero de los setenta conllevó el derrumbe de la competitividad de la producción agrícola y un éxodo rural masivo. Los gobiernos de la época terminaron por desinteresarse totalmente de la cuestión, por lo que, en ausencia de ayuda y de créditos, una gran parte de los campesinos beneficiarios de la reforma agraria abandonaron o revendieron sus tierras a los grandes propietarios (se habla de una tasa de abandono de más del 30%). De esta forma, la estructura de propiedad de la tierra se mantuvo prácticamente tan desigual como antes de la reforma.

La reforma agraria de Chávez no es particularmente radical. Concierne también, en primer lugar, a las tierras fiscales y afirma claramente que los grandes propietarios tienen asegurados sus derechos de propiedad. Sólo si no son cultivadas o su extensión sobrepasa cierto límite las tierras pueden ser expropiadas y redistribuidas previa indemnización a los precios de mercado. Las críticas a este proceso no son sólo ideológicas. Numerosos especialistas le reprochan cierto nivel de improvisación y de ineficacia administrativa. Los campesinos se quejan a menudo de créditos que no llegan, de la falta de capacitación y del déficit de infraestructuras.

Con su habitual genio para la puesta en escena, Chávez hizo todo un show sobre la "lucha contra el latifundio" multiplicando los grandes discursos y haciendo intervenir en ocasiones a las FF.AA. sobre el terreno en litigios con los grandes propietarios. Los medios de oposición, por su parte, pusieron el grito en el cielo frente al "comunismo" y la "colectivización". La verdad es más prosaica. Una nueva reforma agraria resultaba necesaria para corregir las injusticias sociales en el campo. La de Chávez deberá ser juzgada a partir de sus resultados, pero el poder del latifundio es residual. La realidad es que Venezuela es un país sumamente urbano (90% de la población), que la reforma agraria no afectará más que alrededor del 2% de los venezolanos y que pese a los discursos oficiales sobre la autosuficiencia alimentaria, Venezuela es el único país de América Latina importador neto de productos agrícolas y donde la producción agrícola representa la porción más pequeña del PIB: 6% (frente al 5% en 1998). Las importaciones ascienden al 75% de los alimentos consumidos, un fenómeno agravado por el control de cambios implementado para frenar la inflación y la fuga de capitales, pero que abarata las importaciones y encarece relativamente las exportaciones.

IV: ¿Todo se explica por el petróleo?

No todo, pero con un barril a más de 60 dólares, contra siete al comienzo del mandato de Chávez (el ingreso petrolero por habitante pasó de 226 a 728 dólares entre 1998 y 2005), una buena cantidad de cosas depende del petróleo, que representa más del 50% de los ingresos fiscales. Los críticos del régimen consideran que la política económica de Chávez consiste esencialmente en "administrar la renta petrolera en función de objetivos puramente políticos y sin prestar demasiada atención al modelo económico existente y a las necesidades de cambiar". De acuerdo al economista marxista Enzo del Búfalo, la dinámica de desindustrialización iniciada en 1990 continuó bajo Chávez: "El primer objetivo es utilizar la industria petrolera como una fuente de ingresos fiscales y tratar de maximizar el ingreso fiscal para financiar un gasto creciente, mal organizado, con mucho desperdicio, sumamente ineficiente pero de alta rentabilidad política. […] Venezuela es un país prácticamente monoexportador nuevamente, y las industrias básicas del Estado, que eran el otro gran rubro, exportan pero una mínima parte". De hecho, en el primer semestre de 2005 las exportaciones petroleras representaron el 85,3% del total de exportaciones venezolanas (sumando sector público y sector privado), contra 68,7% en 1998.

Los defensores de Chávez sostienen, por su parte, que existe una verdadera estrategia de diversificación industrial y citan otras cifras para a sus tesis. De acuerdo al Banco Central de Venezuela, el vigoroso crecimiento económico desde 2004 (más del 9% en 2005) es ampliamente atribuible al sector no petrolero: construcción (28,3%), comercio interior (19,9%), transporte (10,6%) y manufactura (8,5%) contra solamente 2,7% para el sector petrolero. Mientras que en el segundo trimestre de 1999 la parte del PIB no petrolero fue estimado en el 70,5% del PIB total, esta pasó al 76% en 2005. Y el hecho que, después de 2003, los bienes de consumo final en las importaciones pasaron del 37,6% al 24,2% mientras que los bienes de capital aumentaron del 12,3% a 25,7% probaría que Venezuela avanza por el sendero de una nueva fase de industrialización. Sin refutar estas cifras, otros analistas económicos no ven en ellas más que un efecto colateral de la "borrachera rentista": es gracias a la abundancia de ingresos petroleros que tanto las empresas como los particulares aumentan su demanda de bienes y servicios, pero nada garantiza que se trate de una dinámica de diversificación económica durable y sostenible.

El petróleo desempeña un papel estratégico tanto dentro de las multifacéticas estrategias diplomáticas de Chávez (relanzamiento de la OPEP, ayuda a Cuba, relaciones sur-sur, alianza con Irán) como en el financiamiento de los programas sociales. Así, en 2004, sobre una facturación de 60 mil millones de dólares, la contribución de la petrolera estatal PDVSA al presupuesto nacional (en impuestos, cánones y dividendos) ascendió a 11.400 millones de dólares. 3.700 millones fueron a financiar infraestructuras y misiones bolivarianas.

En los años ochenta y noventa, afirman los chavistas, PDVSA funcionaba como un verdadero Estado dentro del Estado sin rendir cuentas a la sociedad. La parte de los ingresos percibidos por exportaciones transferidos al Estado se veía constantemente reducida, pasando del 70,6% en 1981 a 38,6% en 2000. Paradójicamente, la reconquista de PDVSA fue favorecida por la disidencia abierta de la "meritocracia petrolera" -dirección y cuadros medios-, convertida en punta de lanza de la oposición durante las huelgas y manifestaciones de 2002 y principios de 2003, que desestabilizaron al país al punto de provocar un derrumbe del 9% del PIB. Esta insubordinación masiva pero a la postre sin éxito, facilitó el sueño de Chávez de "poner la casa en orden" despidiendo a 18 mil empleados sobre un total de 42 mil, incluyendo al 80% de sus cuadros.

La nueva legislación hidrocarburífera redefinió el marco contractual entre PDVSA y las transnacionales petroleras aumentando el impuesto a las ganancias y las regalías petroleras. Además, estas sólo podrán operar en el país a través de sociedades mixtas con PDVSA, en la que la empresa estatal controlará el 51% de las acciones. Pese a las proclamas de soberanía energética y las decenas de millones de dólares de impuestos atrasados reclamados a las trasnacionales por el Estado venezolano, la mayor parte de ellas, como Shell, Chevron Texaco y British Petroleum no parecen conmoverse ante las nuevas disposiciones. A la vista de las gigantescas reservas de crudo, estimadas entre 100 y 300 mil millones de barriles, las perspectivas de ganancia siguen siendo jugosas y la apertura hacia el capital extranjero sigue siendo en Venezuela mayor que en Rusia o Arabia Saudita.

Si el gobierno defiende su proyecto petrolero como un arma en el combate por "la independencia frente a las empresas transnacionales, la autonomía, la soberanía, la lucha contra la pobreza y la revitalización de la OPEP", un cierto número de expertos petroleros pertenecientes a la izquierda antichavista ven, por el contrario, en el pragmatismo contractual de PDVSA y en la asociación con las multinacionales una continuidad -bajo un ropaje bolivariano- con las prácticas cripto-privatizadoras de la meritocracia petrolera de la IVa República, al tiempo que una rendición ante el capital transnacional y una sumisión ante los criterios neoliberales de explotación y comercialización. En síntesis: el petróleo venezolano no para de suscitar controversias.


V. ¿Chávez alienta la "cubanización" de Venezuela?

Chávez tiene lazos político-personales íntimos con Fidel Castro, a quien consulta una parte de sus decisiones, y los servicios secretos cubanos están muy presentes en Venezuela. En numerosas áreas, la cooperación estrecha es real y a veces absurdamente entrometida de parte de los cubanos, lo que irrita incluso a una parte de la base chavista. Pero ello no significa que Venezuela se esté transformando en una "colonia cubana", como lo proclama a gritos gran parte de la oposición. Al final, podría terminar al revés: con una suerte de "venezuelización" de Cuba. Políticamente, el régimen bolivariano presenta una garantía de estabilidad y una especie de modelo aproximativo para una transición posFidel hacia un capitalismo de Estado controlado por la nomenclatura militar cubana. Económicamente, la alianza con Venezuela representa un balón de oxígeno inesperado para la isla caribeña. Chávez no regala su petróleo a Cuba, incluso si ofrece condiciones extremadamente ventajosas; La Habana firma reconocimientos de deuda que algún día podrían tener consecuencias inesperadas, y hasta explosivas. Venezuela no está desprovista de ambiciones hegemónicas (en rivalidad con México) en el Caribe y ello precede a Chávez.

En el plano ideológico, incluso si Chávez declaró que los cubanos viven en un "mar de felicidad", las encuestas coinciden en el hecho que el pueblo venezolano, comprendida una aplastante mayoría del electorado chavista, no quiere un modelo de tipo cubano. No es nada claro como podría imponerse un modelo semejante a una sociedad tan compleja, diversa, abierta al mundo e irreverente como la venezolana en 2006, que no tiene nada que ver con la sociedad cubana de 1959, con un contexto internacional que también cambió.

En fin, cuando alguien habla de la "cubanización" de Venezuela, digo siempre que los venezolanos podrán tal vez dejar pisotear al menos por un tiempo la independencia del Tribunal Supremo de Justicia o del Consejo Nacional Electoral pero para privarlos del centro comercial Sambil o de otros inmensos "malls" que pueblan Caracas y las principales ciudades habría que pasar sobre sus cadáveres. No hay más que observar el estilo y el nivel de consumo de decenas de miles de nuevos ricos chavistas.

VI. ¿Qué es el socialismo del siglo XXI?

La idea del "socialismo del siglo XXI", lanzada sorpresivamente en el Foro Social de Porto Alegre en enero de 2005, tiene con qué dejar perplejo. Seis meses antes de sacarla de la galera, Chávez explicaba al intelectual marxista anglo-paquistaní Tarik Alí que él no creía en "los postulados dogmáticos de la revolución marxista" y que "la abolición de la propiedad privada o la sociedad sin clases" no estaban para nada al orden del día en Venezuela. Chávez explica hoy que ya no cree posible humanizar el capitalismo pero que su socialismo será despojado de los vicios burocráticos, de los dogmatismos ideológicos y de los errores del pasado y que su llamado es, antes que todo, "una invitación al debate, incluyendo a los empresarios", sin que se sepa cuál será su lugar en el nuevo sistema, pero aparentemente no deberían temer expropiaciones masivas. El socialismo según Chávez es "antes que todo una ética", "el amor al prójimo", "la solidaridad para con nuestros hermanos". En esta línea, el primer socialista fue Jesucristo. Judas, que vendió a Cristo por 30 dinares, "es el primer capitalista". Bolívar, defensor de la libertad y de la igualdad, habría sido socialista si hubiera vivido más tiempo. En síntesis, el socialismo es el altruismo y el capitalismo, el egoísmo.

Hace tiempo -ya mucho antes del gobierno de Chávez- que Venezuela es un capitalismo de Estado rentista en el que el mayor proveedor de empleos es el Estado y donde el sector privado mantiene con éste relaciones clientelares y hasta incestuosas. La Constitución bolivariana de 1999 sanciona la existencia de la libre empresa y la propiedad privada de los medios de producción. En la práctica, los chavistas defienden la idea de que el socialismo venezolano se desarrollará a partir de las formas de participación popular y de economía solidaria que promueve el régimen con abundancia de petrodólares. Se trata de una dinámica real, que involucra bajo diferentes formas a varios centenares de miles de personas, pero que encubre una gama compleja y variada de prácticas sociales. Desde auténticas experiencias de autogestión hasta la simple movilización clientelar de tipo peronista, pasando por una franja intermedia de prácticas de autoorganización popular ligadas a las misiones sociales (comités de gestión de tierras urbanas, comités de salud, etc.).

Los propios militantes bolivarianos confiesan que los consejos locales de planificación, considerados un canal para la participación social en la gestión municipal, fracasaron ante la resistencia de las burocracias municipales chavistas que no desean que sus administrados metan la nariz en sus negocios (a veces ilegales y de ganancias jugosas). El gobierno definió el marco legislativo y desembolsó los recursos destinados a facilitar el funcionamiento de una nueva estructura concebida para estar más cerca de la población: los consejos comunales de planificación. Además, se busca introducir en Caracas una versión del presupuesto participativo implementado en Porto Alegre. Pero esta iniciativa no ha logrado concretarse hasta ahora en el marco de una arquitectura municipal bastante barroca, con dos alcaldes chavistas (uno de ellos un policía sospechado de haber pertenecido a un escuadrón de la muerte antidelincuencia), con jurisdicciones enredadas y que se detestan cordialmente entre ellos al punto que Chávez tuvo que disciplinarlos nombrando a un general como "coordinador de la acción municipal".

Las actividades impulsadas por los "núcleos de desarrollo endógeno" -con mayor presencia en zonas rurales- no son muy diferentes a los microproyectos de desarrollo (agrícolas, ecoturismo, etc.) promovidos en otros países de la región por ONG internacionales y hasta por el Banco Mundial. Simplemente, en Venezuela, son financiados por el Estado y adornados con algunas manos de barniz revolucionario. Pero el sector más empujado por el gobierno es el cooperativo. Habría al momento unas 100.000 cooperativas (contra sólo 762 en 1998) que emplean alrededor del 7% de la población económicamente activa. Junto a verdaderos proyectos de economía social sustentables, esta eclosión incluye no pocos emprendimientos "artificiales" que viven gracias al aporte financiero del Estado. Y más grave aún, muchas cooperativas fueron creadas ad hoc por empresarios bien relacionados con potentados chavistas locales y persiguen subsidios estatales o exoneraciones impositivas y flexibilización de las condiciones de trabajo de los asalariados. De acuerdo al superintendente de cooperativas, Carlos Molina, en la mayoría de los casos se constata "una debilidad en términos de valores y de principios": "menos del 1% de las cooperativas honra verdaderamente los principios del cooperativismo como la solidaridad y el beneficio colectivo", y sobre 2.376 cooperativas auditadas por el gobierno, se constató malversaciones en 2.110 casos (88%).

Además de su carácter extremadamente vago, el discurso del "socialismo del siglo XXI" choca con tres realidades fundamentales. En primer lugar, la enorme importancia del sector informal: de acuerdo a una encuesta publicada por el Financial Times, 25% de los venezolanos de entre 18 y 64 años se declaraban "empresarios", lo que haría de Venezuela el país más "capitalista" del mundo, delante de Tailandia (21%) y Estados Unidos (12%), España, Alemania y Francia (6%), y Japón (2%). En segundo lugar, el uso neopatrimonial del aparato estatal: la nomenclatura chavista o "boliburguesía" (burguesía bolivariana) y las FF.AA. han reemplazado a la nomenclatura bipartidista de la IVa República, la "meritocracia" de PDVSA y la burocracia sindical de la Central de Trabajadores Venezolanos (CTV, ligada a Acción Democrática) en la apropiación mafiosa de los recursos públicos. Los niveles exorbitantes de corrupción son denunciados incluso por una parte de los medios chavistas. Finalmente, la concepción bastante nebulosa y a veces perversa de la "democracia participativa" fomentada por ciertos sectores del chavismo, en lugar de servir para profundizar, enriquecer, consolidar y socializar la democracia representativa (retóricamente diabolizada por los ideólogos del régimen), alienta la proliferación de estructuras paralelas paraestatales sin una verdadera plusvalía democrática. La "participación popular" deviene entonces un arma más en el conjunto de instrumentos chavistas para deslegitimar las instituciones en general incluidas algunas que funcionaban de manera relativamente democrática y transparente. Contrariamente a la ilusión acariciada por la extrema izquierda chavista, lejos de anticipar la instauración de un "doble poder" revolucionario, se corre el riesgo de terminar simplemente por contribuir al autoritarismo anárquico anteriormente mencionado y a febriles sobresaltos plebiscitarios.

VII. ¿Chávez es antiimperialista?

Desde la cumbre de las Américas de Mar del Plata, en noviembre de 2005, Chávez está en la cima de su popularidad en América Latina, tanto debido a su virulenta retórica anti-Bush como a su diplomacia de Papá Noel petrolero. Caracas vende combustible barato a pequeños países del Caribe, compra bonos de la deuda externa argentina y ecuatoriana, firma contratos ventajosos con Brasilia y Buenos Aires, y navega sobre la ola de la desconfianza continental en relación a la política estadounidense. Pero hay que cuidarse de confundir discurso y realidad: Venezuela no tiene disputas con el FMI, paga peso sobre peso su deuda y tiene las mejores relaciones del mundo con transnacionales como Chevron Texaco. El embajador venezolano en Washington, Bernardo Álvarez, lo explicaba recientemente con cierta ingenuidad: "Nuestras relaciones con las empresas estadounidenses son excelentes. En un año pasamos del lugar 16 al 13 entre los socios comerciales de EE.UU. Y somos el segundo socio a nivel latinoamericano". De hecho, el comercio con Estados Unidos aumentó 36% en 2005, con 40 mil millones de dólares. Entre las empresas que venden servicios a la industria petrolera venezolana, el grupo Halliburton, odiado símbolo del capitalismo depredador ligado a la administración Bush, incrementó considerablemente su presencia y sus beneficios en Venezuela.

Por otro lado, conviene observar que si Chávez inició polémicas furibundas con una serie de mandatarios latinoamericanos considerados cercanos a Washington, como Fox y Toledo, nunca desató una confrontación verbal ni una escalada diplomática de mayor dimensión con el colombiano Álvaro Uribe, quien es sin embargo el más sólido aliado de Bush en la región. De hecho, a pesar de las tensiones recurrentes e inevitables, fundamentalmente ligadas a los actores del conflicto armado colombiano y a las mutuas injerencias e infiltraciones fronterizas, Chávez mantiene relaciones bastante serenas con Uribe, no duda en alabar sus méritos de jefe de Estado y lo destaca a menudo como un "amigo".

Resulta que Venezuela es el primer mercado de la industria colombiana y que un proyecto de oleoducto hacia el Pacífico es susceptible de limar las asperezas ideológicas. Como dice el ex embajador de EE.UU. en Caracas, John Maisto, hay que ocuparse de "lo que Chávez hace, no de lo que dice".

VIII. ¿Se debe apoyar a Chávez?

En términos diplomáticos, cualquier forma de desestabilización o de deslegitimación organizada contra el gobierno venezolano por parte de la "comunidad internacional" a pedido de Washington, bajo el pretexto de carencias democráticas reales (existen algunas) o imaginarias (que también existen) es una monstruosa hipocresía. Hay que defender la elección democrática del pueblo venezolano y denunciar la agresión imperial contra Venezuela cada vez que sea necesario, lo que no significa aprobar todas las provocaciones diplomáticas fanfarronas y algo infantiles de Chávez, y aun menos todos los aspectos de su política interna. Por otra parte, hay que difundir sin temor a "hacer el juego al enemigo" las carencias y contradicciones del régimen de Chávez y luchar contra la imbecilidad de los razonamientos binarios y del pensamiento piadoso que predomina en ese tema en una parte de la izquierda radical y antiglobalización.

Hacer una crítica ecuánime al chavismo consiste en gran medida en tratar de distinguir lo que proviene de la patología genérica del modelo rentista y/o del sistema político venezolano y lo que proviene de las características específicas del régimen. Tal tarea es a menudo muy difícil debido a la extrema complejidad de ciertos fenómenos y a la escasez de fuentes de información y de instrumentos de análisis confiables. Pero ello resulta necesario para combatir la impresionante mala fe tanto de los chavistas (todo el mal proviene de la IV República y lo que hacemos es radicalmente diferente) como de los antichavistas (todo el mal proviene del horrible dictador Chávez).

Concretemante, ¿que puede hacer un militante de izquierda venezolano en la práctica? Por una parte, puede intentar acompañar las experiencias sociales más interesantes que se desarrollan en el seno del proceso bolivariano sin comprometerse con la manipulación burocrática y el chantaje ideológico. Eso es lo que hacen algunos militantes de la economía social, por ejemplo. Pero no podemos fingir ignorar que se trata de una opción subalterna, relativamente incómoda y no siempre viable. El campo donde se define los mayores desafíos es el de lo político, y la extrema polarización obliga generalmente hasta a los militantes más lúcidos y críticos a definirse como "dentro" o "fuera" de la "revolución". Sin hablar de la alienación ideológica y de la terrible confusión mental acarreada por la omnipresencia de una retórica revolucionaria hueca: en última instancia, siempre se trata de saber si somos "patria o muerte" con la revolución y de arrodillarse frente a los retratos del Che o de Bolívar, casi nunca de definir contenidos programáticos y operativos concretos. Obviamente, los jerarcas más odiosos y más oportunistas del aparato del MVR se han convertido en maestros de ese pequeño juego de ser más papista que el Papa.

Por otra parte, se puede y se debe fomentar la creación de círculos de reflexión y de redes de diálogo político-intelectual con el fin de:

· Combatir la polarización artificial y grosera promovida tanto por la oposición facciosa como por el chavismo burocrático oportunista "duro", que alienta un sectarismo agresivo (pero en realidad sin ningún contenido ideológico coherente) para cerrar filas y esconder las contradicciones del proceso y su propia mediocridad;
· Crear un tejido de interlocución susceptible de contribuir a frenar las derivas antidemocráticas del chavismo;
· Favorecer un clima de permeabilidad del "chavismo inteligente" a propuestas de políticas públicas progresistas más coherentes y racionales que las que emergen espontáneamente desde las filas del régimen; -preparar el terreno a futuras recomposiciones progresistas, a sabiendas de que se tratará probablemente de un proceso de muy largo plazo.

martes, 13 de noviembre de 2007

Hardt y Negri: El topo y la serpiente

Publicamos a continuación otro fragmento del libro Imperio, de Hardt y Negri. Tras su lectura, probablemente extrañen ciertas críticas frecuentes en los medios bolcheviques. Esas críticas acusan a estos autores de renunciar a la consideración del proletariado como sujeto revolucionario e incluso como clase social. Hemos dejado sólo dos notas, eliminando las bibliográficas. Las negritas son nuestras.

Debemos reconocer que el sujeto del trabajo y la rebelión han cambiado profundamente. La composición del proletariado se ha transformado, y con ello debe cambiar también nuestra comprensión del mismo. En términos conceptuales, entendemos al PROLETARIADO como una amplia categoría que incluye a todos aquellos cuyo trabajo está directa o indirectamente explotado por el capitalismo y sujeto a las normas de producción y reproducción del mismo[1]. En la era previa la categoría del proletariado se centraba, y por momentos estaba efectivamente subsumida, en la clase trabajadora industrial, cuya figura paradigmática era el trabajador varón de la fábrica masiva. A esa clase trabajadora industrial se le asignaba con frecuencia el papel principal por sobre otras figuras del trabajo (tales como el trabajo campesino y el trabajo reproductivo), tanto en los análisis económicos como en los movimientos políticos. Hoy en día esa clase casi ha desaparecido de la vista. No ha dejado de existir, pero ha sido desplazada de su posición privilegiada en la economía capitalista y su posición hegemónica en la composición de clase del proletariado. El proletariado ya no es lo que era, pero esto no significa que se haya desvanecido. Significa, por el contrario, que nos enfrentamos otra vez con el objetivo analítico de comprender la nueva composición del proletariado como una clase.

El hecho que bajo la categoría de proletariado entendemos a todos aquellos explotados por y sujetos a la dominación capitalista no indica que el proletariado es una unidad homogénea o indiferenciada. Está, por el contrario, cortada en varias direcciones por diferencias y estratificaciones. Algunos trabajos son asalariados, otros no; algunos trabajos están limitados dentro de las paredes de la fábrica, otros están dispersos por todo el ilimitado terreno social; algunos trabajos se limitan a ocho horas diarias y cuarenta horas semanales, otros se expanden hasta ocupar todo el tiempo de la vida; a algunos trabajos se le asigna un valor mínimo, a otros se los exalta hasta el pináculo de la economía capitalista. Argumentaremos (en la Sección 3.4.) que entre las diversas figuras de la producción hoy activas, la figura de la fuerza de trabajo inmaterial (involucrada en la comunicación, cooperación, y la producción y reproducción de afectos) ocupa una posición crecientemente central tanto en el esquema de la producción capitalista como en la composición del proletariado. Nuestro objetivo es señalar aquí que todas estas diversas formas de trabajo están sujetas de igual modo a la disciplina capitalista y a las relaciones capitalistas de producción. Es este hecho de estar dentro del capital y sostener al capital lo que define al proletariado como clase.

Necesitamos observar más concretamente la forma de las luchas con las cuales el nuevo proletariado expresa sus deseos y necesidades. En el último medio siglo, y en particular en las dos décadas que transcurrieron entre 1968 y la caída del Muro de Berlín, la reestructuración y expansión global de la producción capitalista ha sido acompañada por una transformación de las luchas proletarias. Como hemos dicho, la figura de un ciclo internacional de luchas basadas en la comunicación y traducción de los deseos comunes del trabajo en rebeliones, parece no existir más. El hecho que el ciclo como forma específica del agrupamiento de las luchas se haya desvanecido, sin embargo, no nos coloca simplemente ante el abismo. Por el contrario, podemos reconocer poderosos eventos en la escena mundial que revelan la traza del rechazo de la multitud a la explotación y el signo de un nuevo tipo de solidaridad proletaria y militancia.

Consideremos las luchas más radicales y poderosas de los últimos veinte años del siglo veinte: los hechos de la Plaza de Tiananmen en 1989, la Intifada contra la autoridad del Estado de Israel, la rebelión de mayo de 1992 en Los Ángeles, el alzamiento de Chiapas que comenzó en 1994, la serie de huelgas que paralizaron a Francia en diciembre de 1995 y las que inmovilizaron a Corea del Sur en 1996. Cada una de estas luchas fue específica y basada en asuntos regionales inmediatos, de modo tal que no pueden ser de ninguna manera unidas entre sí como una cadena de rebeliones expandiéndose globalmente. Ninguno de estos eventos inspiró un ciclo de luchas, porque los deseos y necesidades que expresaban no podían ser traducidos en contextos diferentes. En otras palabras, los revolucionarios (potenciales) en otras partes del mundo no escucharon los eventos de Beijing, Nablus, Los Ángeles, Chiapas, París o Seúl, reconociéndolos de inmediato como sus propias luchas. Más aún, estas luchas no sólo fallaron en comunicarse a otros contextos, sino que también les faltó una comunicación local, por lo cual a menudo tuvieron una duración muy breve en su lugar de origen, encendiéndose como un destello fugaz. Esta es ciertamente una de las paradojas políticas más centrales y urgente de nuestro tiempo: en nuestra celebrada era de las comunicaciones, las luchas se han vuelto casi incomunicables.

Esta paradoja de incomunicabilidad vuelve extremadamente difícil comprender y expresar el nuevo poder derivado de las luchas emergentes. Debemos ser capaces de reconocer que lo que las luchas han perdido en extensión, duración y comunicabilidad lo han ganado en intensidad. Debemos ser capaces de reconocer que aunque estas luchas apuntan a sus propias circunstancias locales e inmediatas, todas ellas se abocan a problemas de relevancia supranacional, problemas propios de la nueva figura de la regulación imperial capitalista. En Los Ángeles, por ejemplo, los motines fueron alimentados por antagonismos raciales locales y patrones de exclusión económica y social que son, en muchos aspectos, particulares de ese territorio (post-) urbano, pero los hechos fueron también catapultados inmediatamente a un nivel general en la medida que expresaban un rechazo del régimen de control social post-Fordista. Como la Intifada en ciertos aspectos, los tumultos de Los Ángeles demostraron cómo la declinación del régimen contractual Fordista y de los mecanismos de mediación social han vuelto tan precario el manejo de los territorios metropolitanos y poblaciones racial y socialmente diversos. Los saqueos de mercaderías y los incendios de propiedades no fueron simples metáforas sino la condición real de movilidad y volatilidad de las mediaciones sociales post-Fordistas. También en Chiapas la insurrección se basó primariamente en asuntos locales: problemas de exclusión y falta de representación, específicos de la sociedad mexicana y el Estado mexicano, que habían sido, en un grado limitado, comunes a las jerarquías raciales de la mayor parte de América latina. Sin embargo, la rebelión Zapatista fue también, de inmediato, una lucha contra el régimen social impuesto por el NAFTA, y, más generalmente, contra la exclusión y subordinación sistemáticas dentro de la construcción regional del mercado mundial. Finalmente, como en Seúl, las huelgas masivas en París y toda Francia a fines de 1995 fueron apuntadas a cuestiones laborales específicamente locales y nacionales (tales como pensiones, salarios y desempleo), pero muy pronto se reconoció a la lucha como una clara respuesta a la nueva construcción económica y social de Europa. Las huelgas francesas se hicieron, por sobre todo, por una nueva noción de lo público, una construcción nueva de espacio público contra los mecanismos neoliberales de privatizaciones que acompañaron en casi todas partes al proyecto de globalización capitalista. Tal vez precisamente porque todas estas luchas son incomunicables y, por ello, están bloqueadas para desplazarse horizontalmente en la forma de un ciclo, se ven forzadas a saltar verticalmente y tocar inmediatamente los niveles globales.

Debemos ser capaces de reconocer que ésta no es la aparición de un nuevo ciclo de luchas internacionalistas, sino, por el contrario, la emergencia de una nueva calidad de movimientos sociales. Debemos ser capaces de reconocer, en otras palabras, las características fundamentalmente nuevas que todas estas luchas presentan, pese a su radical diversidad. Primero, cada lucha, aunque firmemente asentada en condiciones locales, salta de inmediato al nivel global y ataca a la constitución imperial en su generalidad. Segundo, todas las luchas destruyen la distinción tradicional entre luchas políticas y económicas. Estas luchas son, a un mismo tiempo, económicas, políticas y culturales – y, por lo tanto, son luchas biopolíticas, luchas sobre la forma de vida. Son luchas constituyentes, creando nuevos espacios públicos y nuevas formas de comunidad.

Debemos ser capaces de reconocer todo esto, pero no es tan fácil. Tenemos que admitir, de hecho, que aún al intentar individualizar la novedad real de estas situaciones, nos asalta la molesta impresión que estas luchas ya son viejas, desactualizadas y anacrónicas. Las luchas de la Plaza Tiananmen hablan un lenguaje de democracia que parece fuera de moda; las guitarras, las vinchas, las tiendas y los estribillos parecen un eco lejano de Berkeley en la década de 1960. Los motines de Los Ángeles, también, parecen una réplica del terremoto de conflictos raciales que sacudió a los Estados Unidos en los ’60. Las huelgas de París y Seúl parecen volvernos atrás, a la era de los trabajadores fabriles, como si fueran el último suspiro de una clase trabajadora agonizante. Todas estas luchas, que presentan, realmente, elementos nuevos, aparecen desde el principio como viejas y desactualizadas – precisamente porque no pueden comunicarse, porque sus lenguajes no pueden ser traducidos. Las luchas no se comunican pese a ser hipermediatizadas, en televisión, en Internet y en cualquier otro medio imaginable. Otra vez, nos enfrentamos a la paradoja de la incomunicabilidad. Podemos, ciertamente, reconocer obstáculos reales que bloquean la comunicación de las luchas. Uno de ellos es la ausencia de reconocimiento del enemigo común contra el cual se dirigen las luchas. Beijing, Los Ángeles, Nablus, Chiapas, París, Seúl: estas situaciones parecen totalmente particulares, pero de hecho todas ellas atacan al orden global del Imperio y buscan una alternativa real. Por ello, la clarificación de la naturaleza del enemigo común es una tarea política esencial. Un segundo obstáculo, que es realmente corolario del primero, es la ausencia de un lenguaje común de las luchas, que pueda “traducir” el lenguaje particular de cada uno a un lenguaje cosmopolita. Las luchas en otras partes del mundo, e incluso nuestras propias luchas, parecen estar escritas en un incomprensible lenguaje extranjero. Esto también apunta a una tarea política importante: construir un nuevo lenguaje común que facilite la comunicación, tal como los lenguajes del anti-imperialismo y del internacionalismo proletario lo hicieron para las luchas de la era anterior. Tal vez ésta deba ser un nuevo tipo de comunicación que funcione no sobre la base de similitudes sino sobre las diferencias: una comunicación de singularidades.

El reconocimiento de un enemigo común y la invención de un lenguaje común de las luchas son ciertamente objetivos políticos importantes, y avanzaremos sobre ellos todo lo que podamos en este libro, pero nuestra intuición nos dice que esta línea de análisis falla en aprehender el potencial real que presentan las nuevas luchas. Nuestra intuición nos dice, en otras palabras, que el modelo de articulación horizontal de luchas en un ciclo ya no es adecuado para reconocer el modo en que las luchas contemporáneas alcanzan significación global. Dicho modelo, de hecho nos ciega a su nuevo potencial total.

Marx intentó entender la continuidad del ciclo de luchas proletarias que emergían en la Europa del siglo diecinueve en términos de un topo y sus túneles subterráneos. El topo de Marx saldría a la superficie en épocas de conflicto de clases abierto, y luego regresaría bajo tierra – no para hibernar pasivamente sino para cavar sus túneles, moviéndose con los tiempos, empujando hacia delante con la historia, de modo que cuando el tiempo fuese el adecuado (1830, 1848, 1870), saldría a la superficie nuevamente. “¡Bien escarbado, viejo topo!”. Pues bien, sospechamos que el viejo topo de Marx ha muerto finalmente. Nos parece que en el pasaje contemporáneo hacia el Imperio, los túneles estructurados del topo han sido reemplazados por las infinitas ondulaciones de la serpiente. Las profundidades del mundo moderno y sus pasadizos subterráneos se han vuelto superficiales en la posmodernidad. Las luchas de hoy se deslizan silenciosamente a través de los paisajes superficiales imperiales. Tal vez la incomunicabilidad de las luchas, la falta de túneles comunicativos bien estructurados, es de hecho una fuerza y no una debilidad – una fuerza porque todos los movimientos son inmediatamente subversivos en sí mismos y no esperan ninguna clase de ayuda externa o extensión para garantizar su efectividad. Tal vez, cuanto más extiende el capital sus redes globales de producción y control, más poderoso se vuelve cualquier punto singular de rebelión. Enfocando simplemente sus propios poderes, concentrando sus energías en un resorte tenso y compacto, estas luchas serpentinas golpean directamente a las articulaciones más elevadas del orden imperial. El Imperio presenta un mundo superficial, cuyo centro virtual puede ser alcanzado inmediatamente desde cualquier otro punto de la superficie. Si estos puntos van a constituir algo parecido a un nuevo ciclo de luchas, va a ser un ciclo definido no por la extensión comunicativa de las luchas sino por su emergencia singular, por la intensidad que las caracteriza, una a una. En suma, esta nueva fase se define por el hecho que estas luchas no se unen horizontalmente, sino porque cada una salta verticalmente, directo al centro virtual del Imperio.

Desde el punto de vista de la tradición revolucionaria, uno puede objetar que todos los éxitos tácticos de las acciones revolucionarias de los siglos diecinueve y veinte se caracterizaron precisamente por su capacidad para destruir el eslabón más débil de la cadena imperialista, que ése es el ABC de la dialéctica revolucionaria y que hoy día la situación no pareciera ser muy promisoria. Es verdad que las luchas serpentinas que presenciamos hoy no proveen ninguna táctica revolucionaria clara o quizá son completamente incomprensibles desde el punto de vista de la táctica.

Pero tal vez, enfrentados como estamos a una serie de movimientos sociales intensamente subversivos que atacan los más altos niveles de la organización imperial, ya no sea útil insistir en la vieja distinción entre estrategia y táctica. En la constitución del Imperio ya no hay un “afuera” del poder y, por ello, ya no hay eslabones débiles – si por eslabones débiles queremos decir un punto externo en el cual las articulaciones del poder global son vulnerables[2]. Para lograr importancia, cada lucha debe atacar al corazón del Imperio, a su fortaleza. Este hecho, sin embargo, no prioriza ninguna región geográfica, como si sólo los movimientos sociales de Washington, Ginebra o Tokio pudieran atacar al corazón del Imperio. Por el contrario, la construcción del Imperio, y la globalización de las relaciones económicas y culturales, significan que el centro virtual del Imperio puede ser atacado desde cualquier punto. Las preocupaciones tácticas de la vieja escuela revolucionaria son completamente irrecuperables; la única estrategia disponible para las luchas es aquella de un contrapoder constituyente que emerge desde el interior del Imperio.

Aquellos que tienen dificultades en aceptar la novedad y el potencial revolucionario de esta situación desde la propia perspectiva de las luchas, podrán reconocerlo con mayor facilidad desde la perspectiva del poder imperial, que se ve limitado a reaccionar ante estas luchas. Aún cuando estas luchas se vuelvan sitios efectivamente cerrados a la comunicación, son, al mismo tiempo, el foco maníaco de atención crítica del Imperio. Hay lecciones educacionales en las clases de administración y las cámaras de gobierno – lecciones que demandan instrumentos represivos. La lección principal es que dichos eventos no pueden repetirse si se continúan los procesos de globalización capitalista. Sin embargo, estas luchas tienen su propio peso, su propia intensidad específica y, además, son inmanentes a los procedimientos y desarrollos del poder imperial. Invisten y sostienen los mismos procesos de globalización. El poder imperial susurra los nombres de las luchas para atraerlas a la pasividad, para construir una imagen mistificada de ellas, pero, lo que es más importante, para descubrir cuáles procesos de globalización son posibles y cuales no. De este modo contradictorio y paradójico, los procesos imperiales de globalización asumen estos eventos, reconociéndolos tanto como límites y oportunidades para recalibrar los propios instrumentos del Imperio. Los procesos de globalización no existirían o llegarían a detenerse si no fueran continuamente frustrados y conducidos por las explosiones de la multitud, que llegan de inmediato a los niveles más altos del poder imperial.


[1] Esta noción del proletariado puede ser entendida en los propios términos de Marx como la personificación de una categoría estrictamente económica, es decir, el sujeto del trabajo bajo el capital. Cuando redefinimos el concepto mismo del trabajo y extendemos el rango de actividades comprendidas dentro de él (como hemos hecho en otras partes y continuaremos haciendo en este libro), la distinción tradicional entre lo económico y lo cultural se rompe. Aún en las formulaciones más economicistas de Marx, sin embargo, el proletariado debe ser entendido apropiadamente como una categoría política. Ver Michael Hardt y Antonio Negri, Labor of Dionysus (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1994), pp. 3-21; y Antonio Negri, “Twenty Theses of Marx”, en Saree Makdisi, Cesare Casarino y Rebecca Karl, eds., Marxismo beyond Marxism (New York: Routledge, 1996), pp. 149-180.
[2] En oposición a las teorías del “eslabón más débil”, que no sólo fue el núcleo de las tácticas de la Tercera Internacional sino también extensamente adoptado por la tradición anti-imperialista en conjunto, el movimiento operaismo italiano de los ’60 y los ’70 propuso una teoría del “eslabón más fuerte”. Para la tesis teórica fundamental, ver: Mario Tronti, Operai e capitale (Turín: Einaudi, 1966), en especial pp. 89-95.

martes, 30 de octubre de 2007

Guy Debord: La Sociedad del Espectáculo

Publicamos aquí unos fragmentos de la obra “fundamental” del principal teórico del Situacionismo, publicada en 1967. Tanto este libro como otros escritos de esa corriente son fácilmente localizables en internet. Recomendamos su lectura completa. No se trata de estar de acuerdo con todo lo que los situacionistas formularon. Pero lo que “extraña” son muchas de las críticas que tradicionalmente se le han hecho, pues en lugar de analizar su obra, lo descalifican de manera simplista y ramplona con adjetivos del tipo “postmoderno”. No sabemos si muchas de esas críticas han surgido incluso de no-lectores, pero sí es evidente que provienen de aquellas ideologías que Debord criticó aceradamente en su obra.

… El proyecto de Marx es el de una historia consciente. Lo cuantitativo que surge en el desarrollo ciego de las fuerzas productivas simplemente económicas debe cambiarse por la apropiación histórica cualitativa. La crítica de la economía política es el primer acto de este fin de la prehistoria: “De todos los instrumentos de producción, el de mayor poder productivo es la clase revolucionaria misma”…

… Lo que ata estrechamente la teoría de Marx al pensamiento científico es la comprensión racional de las fuerzas que se ejercen realmente en la sociedad. Sin embargo es fundamentalmente un más allá del pensamiento científico, donde éste está conservado en tanto que superado: se trata de una comprensión de la lucha, y en modo alguno de la ley. “Conocemos una sola ciencia: la ciencia de la historia”, dice La ideología alemana…

… Las dos únicas clases que corresponden efectivamente a la teoría de Marx, las dos clases puras hacia las cuales conduce todo el análisis de El Capital, la burguesía y el proletariado, son igualmente las dos únicas clases revolucionarias de la historia, pero en condiciones diferentes: la revolución burguesa está hecha; la revolución proletaria es un proyecto nacido sobre la base de la revolución precedente, pero difiriendo de ella cualitativamente. Descuidando la originalidad del papel histórico de la burguesía se enmascara la originalidad concreta de este proyecto proletario que no puede esperar nada si no es llevando sus propios colores y conociendo “la inmensidad de sus tareas”. La burguesía ha llegado al poder porque es la clase de la economía en desarrollo. El proletariado sólo puede tener él mismo el poder transformándose en la clase de la conciencia. La maduración de las fuerzas productivas no puede garantizar un poder tal, ni siquiera por el desvío de la desposesión acrecentada que entraña. La toma jacobina del Estado no puede ser su instrumento. Ninguna ideología puede servirle para disfrazar los fines parciales bajo fines generales, porque no puede conservar ninguna realidad parcial que sea efectivamente suya…

… Es en la lucha histórica misma donde es necesario realizar la fusión de conocimiento y de acción, de tal forma que cada uno de estos términos sitúe en el otro la garantía de su verdad. La constitución de la clase proletaria en sujeto es la organización de las luchas revolucionarias y la organización de la sociedad en el momento revolucionario: es allí donde deben existir las condiciones prácticas de la conciencia, en las cuales la teoría de la praxis se confirma convirtiéndose en teoría práctica…

… El soviet no fue un descubrimiento de la teoría. Y la más alta verdad teórica de la Asociación Internacional de los Trabajadores era su propia existencia en la práctica…

… Los primeros éxitos de la lucha de la Internacional la llevaban a liberarse de las influencias confusas de la ideología dominante que subsistían en ella. Pero la derrota y la represión que pronto halló hicieron pasar al primer plano un conflicto entre dos concepciones de la revolución proletaria que contienen ambas una dimensión autoritaria para la cual la auto-emancipación consciente de la clase es abandonada. En efecto, la querella que llegó a ser irreconciliable entre los marxistas y los bakuninistas era doble, tratando a la vez sobre el poder en la sociedad revolucionaria y sobre la organización presente del movimiento, y al pasar de uno a otro de estos aspectos, la posición de los adversarios se invierte. Bakunin combatía la ilusión de una abolición de las clases por el uso autoritario del poder estatal, previendo la reconstitución de una clase dominante burocrática y la dictadura de los más sabios o de quienes fueran reputados como tales. Marx, que creía que una maduración inseparable de las contradicciones económicas y de la educación democrática de los obreros reduciría el papel de un Estado proletario a una simple fase de legislación de nuevas relaciones sociales objetivamente impuestas, denunciaba en Bakunin y sus partidarios el autoritarismo de una élite conspirativa que se había colocado deliberadamente por encima de la Internacional y concebía el extravagante designio de imponer a la sociedad la dictadura irresponsable de los más revolucionarios o de quienes se designasen a sí mismos como tales. Bakunin reclutaba efectivamente a sus partidarios sobre una perspectiva tal: “Pilotos invisibles en medio de la tempestad popular, nosotros debemos dirigirla, no por un poder ostensible sino por la dictadura colectiva de todos los aliados. Dictadura sin banda, sin título, sin derecho oficial, y tanto más poderosa cuanto que no tendrá ninguna de las apariencias del poder.” Así se enfrentaron dos ideologías de la revolución obrera conteniendo cada una una crítica parcialmente verdadera, pero perdiendo la unidad del pensamiento de la historia e instituyéndose ellas mismas en autoridades ideológicas. Organizaciones poderosas, como la social-democracia alemana y la Federación Anarquista Ibérica sirvieron fielmente a una u otra de estas ideologías; y en todas partes el resultado ha sido enormemente diferente del que se deseaba…

… El “marxismo ortodoxo” de la II Internacional es la ideología científica de la revolución socialista que identifica toda su verdad con el proceso objetivo en la economía y con el progreso de un reconocimiento de esta necesidad en la clase obrera educada por la organización. Esta ideología reencuentra la confianza en la demostración pedagógica que había caracterizado el socialismo utópico, pero ajustada a una referencia contemplativa hacia el curso de la historia…

… Los que han ignorado que el pensamiento unitario de la historia, para Marx y para el proletariado revolucionario no se distinguía en nada de una actitud práctica a adoptar debían ser normalmente víctimas de la práctica que simultáneamente habían adoptado.

La ideología de la organización social-demócrata se ponía en manos de los profesores que educaban a la clase obrera, y la forma de organización adoptada era la forma adecuada a este aprendizaje pasivo. La participación de los socialistas de la II Internacional en las luchas políticas y económicas era efectivamente concreta, pero profundamente no-crítica. Estaba dirigida, en nombre de la ilusión revolucionaria, según una práctica manifiestamente reformista. Así la ideología revolucionaria debía ser destruida por el éxito mismo de quienes la sostenían. La separación de los diputados y los periodistas en el movimiento arrastraba hacia el modo de vida burgués a los que ya habían sido reclutados de entre los intelectuales burgueses. La burocracia sindical constituía en agentes comerciales de la fuerza de trabajo, para venderla como mercancía a su justo precio, a aquellos mismos que eran reclutados a partir de las luchas de los obreros industriales y escogidos entre ellos. Para que la actividad de todos ellos conservara algo de revolucionaria hubiera hecho falta que el capitalismo se encontrara oportunamente incapaz de soportar económicamente este reformismo cuya agitación legalista toleraba políticamente. Su ciencia garantizaba tal incompatibilidad; y la historia la desmentía en todo momento.

Esta contradicción que Bernstein, al ser el socialdemócrata más alejado de la ideología política y el más francamente adherido a la metodología de la ciencia burguesa, tuvo la honestidad de querer mostrar - y el movimiento reformista de los obreros ingleses lo había mostrado también al prescindir de la ideología revolucionaria - no debía sin embargo ser demostrada de modo terminante más que por el propio desarrollo histórico. Bernstein, por otra parte lleno de ilusiones, había negado que una crisis de la producción capitalista viniera milagrosamente a empujar hacia delante a los socialistas que no querían heredar la revolución más que por esta consagración legítima. El momento de profundos trastornos sociales que surgió con la primera guerra mundial, aunque fue fértil en toma de conciencia, demostró por dos veces que la jerarquía social-demócrata no había educado revolucionariamente a los obreros alemanes, ni los había convertido en teóricos: la primera cuando la gran mayoría del partido se unió a la guerra imperialista, la segunda cuando, en el fracaso, aplastó a los revolucionarios espartaquistas. El ex-obrero Ebert creía todavía en el pecado, puesto que confesaba odiar la revolución “como al pecado”. Y este mismo dirigente se mostró buen precursor de la representación socialista que debía poco después oponerse como enemigo absoluto al proletariado de Rusia y de otros países, al formular el programa exacto de esta nueva alienación: “El socialismo quiere decir trabajar mucho”…

… En este desarrollo complejo y terrible que ha arrastrado la época de las luchas de clases hacia nuevas condiciones el proletariado de los países industriales ha perdido completamente la afirmación de su perspectiva autónoma y, en último análisis, sus ilusiones, pero no su ser. No ha sido suprimido. Mora irreductiblemente existiendo en la alienación intensificada del capitalismo moderno: es la inmensa mayoría de trabajadores que han perdido todo el poder sobre el empleo de sus vidas y que, los que lo saben, se redefinen como proletariado, el negativo del obrero en esta sociedad. Este proletariado es reforzado objetivamente por el movimiento de desaparición del campesinado así como por la extensión de la lógica del trabajo en la fábrica que se aplica a gran parte de los “servicios” y de las profesiones intelectuales. Este proletariado se halla todavía subjetivamente alejado de su conciencia práctica de clase, no sólo entre los empleados sino también entre los obreros que todavía no han descubierto más que la impotencia y la mistificación de la vieja política. Sin embargo, cuando el proletariado descubre que su propia fuerza exteriorizada contribuye al fortalecimiento permanente de la sociedad capitalista, ya no solamente bajo la forma de su trabajo, sino también bajo la forma de los sindicatos, los partidos o el poder estatal que él había construido para emanciparse, descubre también por la experiencia histórica concreta que él es la clase totalmente enemiga de toda exteriorización fijada y de toda especialización del poder. Es portador de la revolución que no puede dejar nada fuera de sí misma, la exigencia de la dominación permanente del presente sobre el pasado y la crítica total de la separación; y es aquí donde debe encontrar la forma adecuada en la acción. Ninguna mejora cuantitativa de su miseria, ninguna ilusión de integración jerárquica son un remedio durable contra su insatisfacción, porque el proletariado no puede reconocerse verídicamente en una injusticia particular que haya sufrido ni tampoco en la reparación de una injusticia particular, ni de un gran número de injusticias, sino solamente en la absoluta injusticia de ser arrojado al margen de la vida.

De los nuevos signos de negación, incomprendidos y falsificados por la organización espectacular, que se multiplican en los países más avanzados económicamente, se puede ya sacar la conclusión de que una nueva época ha comenzado: tras la primera tentativa de subversión obrera ahora es la abundancia capitalista la que ha fracasado. Cuando las luchas antisindicales de los obreros occidentales son reprimidas en primer lugar por los propios sindicatos y cuando las revueltas actuales de la juventud lanzan una primera contestación informe, que implica de modo inmediato el rechazo de la antigua política especializada, de arte y de la vida cotidiana, están aquí presentes las dos caras de una lucha espontánea que comienza bajo el aspecto criminal. Son los signos precursores del segundo asalto proletario contra la sociedad de clases. Cuando los hijos perdidos de este ejército todavía inmóvil reaparecen sobre este terreno, devenido otro y permaneciendo él mismo, siguen a un nuevo “general Ludd” que, esta vez, los lanza a la destrucción de las máquinas del consumo permitido.

“La forma política por fin descubierta bajo la cual la emancipación económica del trabajo podría realizarse” ha tomado en este siglo una nítida figura en los Consejos obreros revolucionarios, concentrando en ellos todas las funciones de decisión y ejecución, y federándose por medio de delegados responsables ante la base y revocables en todo momento. Su existencia efectiva no ha sido hasta ahora más que un breve esbozo, enseguida combatido y vencido por las diferentes fuerzas de defensa de la sociedad de clases, entre las cuales a menudo hay que contar su propia falsa conciencia. Pannekoek insistía justamente sobre el hecho de que la elección de un poder de los Consejos obreros “plantea problemas” más que aporta una solución. Pero es precisamente en este poder donde los problemas de la revolución del proletariado pueden tener su verdadera solución. Es el lugar donde las condiciones objetivas de la conciencia histórica se reúnen; donde se da la realización de la comunicación directa activa, donde terminan la especialización, la jerarquía y la separación, donde las condiciones existentes han sido transformadas “en condiciones de unidad”. Aquí el sujeto proletario puede emerger de su lucha contra la contemplación: su conciencia equivale a la organización práctica que ella se ha dado, porque esta misma conciencia es inseparable de la intervención coherente en la historia.

En el poder de los Consejos, que debe suplantar internacionalmente a cualquier otro poder, el movimiento proletario es su propio producto, y este producto es el productor mismo. Él mismo es su propio fin. Sólo ahí la negación espectacular de la vida es negada a su vez.

La aparición de los Consejos fue la más alta realidad del movimiento proletario en el primer cuarto de siglo, realidad que pasó inadvertida o disfrazada porque desaparecía con el resto del movimiento que el conjunto de la experiencia histórica de entonces desmentía y eliminaba. En el nuevo momento de la crítica proletaria, este resultado vuelve como el único punto invicto del movimiento vencido. La conciencia histórica que sabe que tiene en sí misma su único medio de existencia puede reconocerlo ahora no ya en la periferia de lo que refluye sino en el centro de lo que aumenta.

Una organización revolucionaria existente ante el poder de los Consejos - deberá encontrar su propia forma luchando - sabe ya por todas estas razones históricas que no representa a la clase. Debe reconocerse a sí misma solamente como una separación radical del mundo de la separación.

La organización revolucionaria es la expresión coherente de la teoría de la praxis entrando en comunicación no-unilateral con las luchas prácticas y transformándose en teoría práctica. Su propia práctica es la generalización de la comunicación y la coherencia en estas luchas. En el momento revolucionario de la disolución de la separación social, esta organización debe reconocer su propia disolución en tanto que organización separada.

La organización revolucionaria no puede ser más que la crítica unitaria de la sociedad, es decir, una crítica que no pacta con ninguna forma de poder separado, en ningún lugar del mundo, y una crítica pronunciada globalmente contra todos los aspectos de la vida social alienada. En la lucha de la organización revolucionaria contra la sociedad de clases, las armas no son otra cosa que la esencia de los propios combatientes: la organización revolucionaria no puede reproducir en sí misma las condiciones de escisión y de jerarquía de la sociedad dominante. Debe luchar permanentemente contra su deformación en el espectáculo reinante. El único límite de la participación en la democracia total de la organización revolucionaria es el reconocimiento y la autoapropiación efectiva, por todos sus miembros, de la coherencia de su crítica, coherencia que debe probarse en la teoría crítica propiamente dicha y en la relación entre ésta y la actividad práctica.

Mientras la realización cada vez más instalada de la alienación capitalista a todos los niveles hace cada vez más difícil a los trabajadores reconocer y nombrar su propia miseria, los pone en la alternativa de rechazar la totalidad de su miseria o nada, la organización revolucionaria ha debido aprender que no puede ya combatir la alienación bajo formas alienadas.

La revolución proletaria se halla enteramente supeditada a esta necesidad de que, por primera vez, la teoría como inteligencia de la práctica humana sea reconocida y vivida por las masas. Exige que los obreros lleguen a ser dialécticos e inscriban su pensamiento en la práctica; así pide a los hombres sin cualificar mucho más de lo que la revolución burguesa exigía a los hombres cualificados en quienes delegó su puesta en práctica: pues la conciencia ideológica parcial edificada por una parte de la clase burguesa tenía su base en esta parte central de la vida social, la economía, sobre la que esta clase tenía ya el poder. El desarrollo mismo de la sociedad de clases hasta la organización espectacular de la no-vida lleva al proyecto revolucionario a ser visiblemente lo que ya era esencialmente.

La teoría revolucionaria es ahora enemiga de toda ideología revolucionaria y sabe que lo es.

viernes, 26 de octubre de 2007

Engels: Sobre el Estado

Reproducimos aquí unos fragmentos del final de la obra de Federico Engels, El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado (1884). Hubo un tiempo, no tan lejano, en que este libro era leído, comentado e incluso analizado. Al menos entre historiadores, antropólogos y estudiosos de la política en general. Incluso en ciertos círculos proletarios y militantes. Pero parece que ya no es así. De lo contrario, no se explican ciertas formulaciones y apuestas políticas de la “izquierda” actual.

Este libro de Engels no es sólo un tratado político. Al igual que su compañero de trabajos, Engels analizó los conocimientos (limitados) que, en aquella época, se tenían sobre “la historia de las civilizaciones”. Su aportación, al igual que la de Morgan (a partir de cuyos análisis se escribió esta obra), supuso un gran avance para la ciencia de entonces. Pero también para la comprensión de las desigualdades sociales, del papel en la sociedad de la institución familiar[1] y, especialmente, de la naturaleza y funciones del Estado. Por eso divulgamos aquí estos fragmentos.

Quizás, cuando hoy se defienden con tanto ahínco los "ideales republicanos", o se aplauden las nacionalizaciones, o se debate sobre “el socialismo del siglo XXI”, no estaría de más volver nuestra mirada sobre las palabras del colaborador y amigo de Marx. Aunque sólo sea por aquello de no repetir errores que ya fueron criticados suficientemente (y no sólo por este autor). O al menos para no decir sandeces, vanagloriándose de descubrir la pólvora.

Desde aquí queremos animaros a la lectura completa del libro. Es fácilmente accesible en internet. Descubriréis multitud de informaciones y análisis muy valiosos hoy día. Los destacados en negrita son nuestros.

“Frente a la antigua organización gentilicia, el Estado se caracteriza en primer lugar por la agrupación de sus súbditos según "divisiones territoriales" ... Esta organización de los súbditos del Estado conforme al territorio es común a todos los Estados. Por eso nos parece natural; pero en anteriores capítulos hemos visto cuán porfiadas y largas luchas fueron menester antes de que en Atenas y en Roma pudiera sustituir a la antigua organización gentilicia.

El segundo rasgo característico es la institución de una "fuerza pública", que ya no es el pueblo armado. Esta fuerza pública especial hácese necesaria porque desde la división de la sociedad en clases es ya imposible una organización armada espontánea de la población ... El ejército popular de la democracia ateniense era una fuerza pública aristocrática contra los esclavos, a quienes mantenía sumisos; mas, para tener a raya a los ciudadanos, se hizo necesaria también una policía, como hemos dicho anteriormente. Esta fuerza pública existe en todo Estado; y no está formada sólo por hombres armados, sino también por aditamentos materiales, las cárceles y las instituciones coercitivas de todo género, que la sociedad gentilicia no conocía. Puede ser muy poco importante, o hasta casi nula, en las sociedades donde aún no se han desarrollado los antagonismos de clase y en territorios lejanos, como sucedió en ciertos lugares y épocas en los Estados Unidos de América. Pero se fortalece a medida que los antagonismos de clase se exacerban dentro del Estado y a medida que se hacen más grandes y más poblados los Estados colindantes. Y si no, examínese nuestra Europa actual, donde la lucha de clases y la rivalidad en las conquistas han hecho crecer tanto la fuerza pública, que amenaza con devorar a la sociedad entera y aun al Estado mismo.

Para sostener en pie esa fuerza pública, se necesitan contribuciones por parte de los ciudadanos del Estado: los "impuestos". La sociedad gentilicia nunca tuvo idea de ellos, pero nosotros los conocemos bastante bien. Con los progresos de la civilización, incluso los impuestos llegan a ser poco; el Estado libra letras sobre el futuro, contrata empréstitos, contrae "deudas de Estado". También de esto puede hablarnos, por propia experiencia, la vieja Europa.

Dueños de la fuerza pública y del derecho de recaudar los impuestos, los funcionarios, como órganos de la sociedad, aparecen ahora situados por encima de ésta. El respeto que se tributaba libre y voluntariamente a los órganos de la constitución gentilicia ya no les basta, incluso si pudieran ganarlo; vehículos de un Poder que se ha hecho extraño a la sociedad, necesitan hacerse respetar por medio de las leyes de excepción, merced a las cuales gozan de una aureola y de una inviolabilidad particulares. El más despreciable polizonte del Estado civilizado tiene más «autoridad» que todos los órganos del poder de la sociedad gentilicia reunidos; pero el príncipe más poderoso, el más grande hombre público o guerrero de la civilización, puede envidiar al más modesto jefe gentil el respeto espontáneo y universal que se le profesaba. El uno se movía dentro de la sociedad; el otro se ve forzado a pretender representar algo que está fuera y por encima de ella.

Como el Estado nació de la necesidad de refrenar los antagonismos de clase, y como, al mismo tiempo, nació en medio del conflicto de esas clases, es, por regla general, el Estado de la clase más poderosa, de la clase económicamente dominante, que, con ayuda de él, se convierte también en la clase políticamente dominante, adquiriendo con ello nuevos medios para la represión y la explotación de la clase oprimida. Así, el Estado antiguo era, ante todo, el Estado de los esclavistas para tener sometidos a los esclavos; el Estado feudal era el órgano de que se valía la nobleza para tener sujetos a los campesinos siervos, y el moderno Estado representativo es el instrumento de que se sirve el capital para explotar el trabajo asalariado. Sin embargo, por excepción, hay períodos en que las clases en lucha están tan equilibradas, que el poder del Estado, como mediador aparente, adquiere cierta independencia momentánea respecto a una y otra. En este caso se halla la monarquía absoluta de los siglos XVII y XVIII, que mantenía a nivel la balanza entre la nobleza y la burguesía; y en este caso estuvieron el bonapartismo del Primer Imperio francés, y sobre todo el del Segundo, valiéndose de los proletarios contra la clase media, y de ésta contra aquéllos. La más reciente producción de esta especie, donde opresores y oprimidos aparecen igualmente ridículos, es el nuevo imperio alemán de la nación bismarckiana: aquí se contrapesa a capitalistas y trabajadores unos con otros, y se les extrae el jugo sin distinción en provecho de los junkers prusianos de provincias, venidos a menos.

Además, en la mayor parte de los Estados históricos los derechos concedidos a los ciudadanos se gradúan con arreglo a su fortuna, y con ello se declara expresamente que el Estado es un organismo para proteger a la clase que posee contra la desposeída. Así sucedía ya en Atenas y en Roma, donde la clasificación era por la cuantía de los bienes de fortuna. Lo mismo sucede en el Estado feudal de la Edad Media, donde el poder político se distribuyó según la propiedad territorial. Y así lo observamos en el censo electoral de los Estados representativos modernos. Sin embargo, este reconocimiento político de la diferencia de fortunas no es nada esencial. Por el contrario, denota un grado inferior en el desarrollo del Estado. La forma más elevada del Estado, la república democrática, que en nuestras condiciones sociales modernas se va haciendo una necesidad cada vez más ineludible, y que es la única forma de Estado bajo la cual puede darse la batalla última y definitiva entre el proletariado y la burguesía, no reconoce oficialmente diferencias de fortuna. En ella la riqueza ejerce su poder indirectamente, pero por ello mismo de un modo más seguro. De una parte, bajo la forma de corrupción directa de los funcionarios, de lo cual es América un modelo clásico, y, de otra parte, bajo la forma de alianza entre el gobierno y la Bolsa. Esta alianza se realiza con tanta mayor facilidad, cuanto más crecen las deudas del Estado y más van concentrando en sus manos las sociedades por acciones, no sólo el transporte, sino también la producción misma, haciendo de la Bolsa su centro. Fuera de América, la nueva república francesa es un patente ejemplo de ello, y la buena vieja Suiza también ha hecho su aportación en este terreno. Pero que la república democrática no es imprescindible para esa unión fraternal entre la Bolsa y el gobierno, lo prueba, además de Inglaterra, el nuevo imperio alemán, donde no puede decirse a quién ha elevado más arriba el sufragio universal, si a Bismarck o a Bleichröder. Y, por último, la clase poseedora impera de un modo directo por medio del sufragio universal. Mientras la clase oprimida --en nuestro caso el proletariado-- no está madura para libertarse ella misma, su mayoría reconoce el orden social de hoy como el único posible, y políticamente forma la cola de la clase capitalista, su extrema izquierda. Pero a medida que va madurando para emanciparse ella misma, se constituye como un partido independiente, elige sus propios representantes y no los de los capitalistas. El sufragio universal es, de esta suerte, el índice de la madurez de la clase obrera. No puede llegar ni llegará nunca a más en el Estado actual, pero esto es bastante. El día en que el termómetro del sufragio universal marque para los trabajadores el punto de ebullición, ellos sabrán, lo mismo que los capitalistas, qué deben hacer.

Por tanto, el Estado no ha existido eternamente. Ha habido sociedades que se las arreglaron sin él, que no tuvieron la menor noción del Estado ni de su poder. Al llegar a cierta fase del desarrollo económico, que estaba ligada necesariamente a la división de la sociedad en clases, esta división hizo del Estado una necesidad. Ahora nos aproximamos con rapidez a una fase de desarrollo de la producción en que la existencia de estas clases no sólo deja de ser una necesidad, sino que se convierte positivamente en un obstáculo para la producción. Las clases desaparecerán de un modo tan inevitable como surgieron en su día. Con la desaparición de las clases desaparecerá inevitablemente el Estado. La sociedad, reorganizando de un modo nuevo la producción sobre la base de una asociación libre de productores iguales, enviará toda la máquina del Estado al lugar que entonces le ha de corresponder: al museo de antigüedades, junto a la rueca y al hacha de bronce.

Por todo lo que hemos dicho, la civilización es, pues, el estadio de desarrollo de la sociedad en que la división del trabajo, el cambio entre individuos que de ella deriva, y la producción mercantil que abarca a una y otro, alcanzan su pleno desarrollo y ocasionan una revolución en toda la sociedad anterior.

En todos los estadios anteriores de la sociedad, la producción era esencialmente colectiva y el consumo se efectuaba también bajo un régimen de reparto directo de los productos, en el seno de pequeñas o grandes colectividades comunistas. Esa producción colectiva se realizaba dentro de los más estrechos límites, pero llevaba aparejado el dominio de los productores sobre el proceso de la producción y sobre su producto. Estos sabían qué era del producto: lo consumían, no salía de sus manos. Y mientras la producción se efectuó sobre esta base, no pudo sobreponerse a los productores, ni hacer surgir frente a ellos el espectro de poderes extraños, cual sucede regular e inevitablemente en la civilización.

Pero en este modo de producir se introdujo lentamente la división del trabajo, la cual minó la comunidad de producción y de apropiación, erigió en regla predominante la apropiación individual, y de ese modo creó el cambio entre individuos (ya examinamos anteriormente cómo). Poco a poco, la producción mercantil se hizo la forma dominante.

Con la producción mercantil, producción no ya para el consumo personal, sino para el cambio, los productos pasan necesariamente de unas manos a otras. El productor se separa de su producto en el cambio, y ya no sabe qué se hace de él. Tan pronto como el dinero, y con él el mercader, interviene como intermediario entre los productores, se complica más el sistema de cambio y se vuelve todavía más incierto el destino final de los productos. Los mercaderes son muchos y ninguno de ellos sabe lo que hacen los demás. Ahora las mercancías no sólo van de mano en mano, sino de mercado en mercado; los productores han dejado ya de ser dueños de la producción total de las condiciones de su propia vida, y los comerciantes tampoco han llegado a serlo. Los productos y la producción están entregados al azar.

Pero el azar no es más que uno de los polos de una interdependencia, el otro polo de la cual se llama necesidad. En la naturaleza, donde también parece dominar el azar, hace mucho tiempo que hemos demostrado en cada dominio particular la necesidad inmanente y las leyes internas que se afirman en aquel azar. Y lo que es cierto para la naturaleza, también lo es para la sociedad. Cuanto más escapa del control consciente del hombre y se sobrepone a él una actividad social, una serie de procesos sociales, cuando más abandonada parece esa actividad al puro azar, tanto más las leyes propias, inmanentes, de dicho azar, se manifiestan como una necesidad natural. Leyes análogas rigen las eventualidades de la producción mercantil y del cambio de las mercancías; frente al productor y al comerciante aislados, surgen como factores extraños y desconocidos, cuya naturaleza es preciso desentrañar y estudiar con suma meticulosidad. Estas leyes económicas de la producción mercantil se modifican según los diversos grados de desarrollo de esta forma de producir; pero, en general, todo el período de la civilización está regido por ellas. Hoy, el producto domina aún al productor; hoy, toda la producción social está aún regulada, no conforme a un plan elaborado en común, sino por leyes ciegas que se imponen con la violencia de los elementos, en último término, en las tempestades de las crisis comerciales periódicas.

Hemos visto cómo en un estadio bastante temprano del desarrollo de la producción, la fuerza de trabajo del hombre llega a ser apta para suministrar un producto mucho más cuantioso de lo que exige el sustento de los productores, y cómo este estadio de desarrollo es, en lo esencial, el mismo donde nacen la división del trabajo y el cambio entre individuos. No tardó mucho en ser descubierta la gran «verdad» de que el hombre también podía servir de mercancía, de que la fuerza de trabajo del hombre podía llegar a ser un objeto de cambio y de consumo si se hacía del hombre un esclavo. Apenas comenzaron los hombres a practicar el cambio, ellos mismos se vieron cambiados. La voz activa se convirtió en voz pasiva, independientemente de la voluntad de los hombres.

Con la esclavitud, que alcanzó su desarrollo máximo bajo la civilización, realizóse la primera gran escisión de la sociedad en una clase explotadora y una clase explotada. Esta escisión se ha sostenido durante todo el período civilizado. La esclavitud es la primera forma de la explotación, la forma propia del mundo antiguo; le suceden la servidumbre, en la Edad Media, y el trabajo asalariado en los tiempos modernos. Estas son las tres grandes formas del avasallamiento, que caracterizan las tres grandes épocas de la civilización; ésta va siempre acompañada de la esclavitud, franca al principio, más o menos disfrazada después.

El estadio de la producción de mercancías, con el que comienza la civilización, se distingue desde el punto de vista económico por la introducción: 1) de la moneda metálica, y con ella del capital en dinero, del interés y de la usura; 2) de los mercaderes, como clase intermediaria entre los productores; 3) de la propiedad privada de la tierra y de la hipoteca, y 4) del trabajo de los esclavos como forma dominante de la producción. La forma de familia que corresponde a la civilización y vence definitivamente con ella es la monogamia, la supremacía del hombre sobre la mujer, y la familia individual como unidad económica de la sociedad. La fuerza cohesiva de la sociedad civilizada la constituye el Estado, que, en todos los períodos típicos, es exclusivamente el Estado de la clase dominante y, en todos los casos, una máquina esencialmente destinada a reprimir a la clase oprimida y explotada. También es característico de la civilización, por una parte, fijar la oposición entre la ciudad y el campo como base de toda la división del trabajo social; y, por otra parte, introducir los testamentos, por medio de los cuales el propietario puede disponer de sus bienes aun después de su muerte …

Con este régimen como base, la civilización ha realizado cosas de las que distaba muchísimo de ser capaz la antigua sociedad gentilicia. Pero las ha llevado a cabo poniendo en movimiento los impulsos y pasiones más viles de los hombres y a costa de sus mejores disposiciones. La codicia vulgar ha sido la fuerza motriz de la civilización desde sus primeros días hasta hoy, su único objetivo determinante es la riqueza, otra vez la riqueza y siempre la riqueza, pero no la de la sociedad, sino la de tal o cual miserable individuo. Si a pesar de eso han correspondido a la civilización el desarrollo creciente de la ciencia y reiterados períodos del más opulento esplendor del arte, sólo ha acontecido así porque sin ello hubieran sido imposibles, en toda su plenitud, las actuales realizaciones en la acumulación de riquezas.

Siendo la base de la civilización la explotación de una clase por otra, su desarrollo se opera en una constante contradicción. Cada progreso de la producción es al mismo tiempo un retroceso en la situación de la clase oprimida, es decir, de la inmensa mayoría. Cada beneficio para unos es por necesidad un perjuicio para otros; cada grado de emancipación conseguido por una clase es un nuevo elemento de opresión para la otra. La prueba más elocuente de esto nos la da la introducción de la maquinaria, cuyos efectos conoce hoy el mundo entero. Y si, como hemos visto, entre los bárbaros apenas puede establecerse la diferencia entre los derechos y los deberes, la civilización señala entre ellos una diferencia y un contraste que saltan a la vista del hombre menos inteligente, en el sentido de que da casi todos los derechos a una clase y casi todos los deberes a la otra.

Pero eso no debe ser. Lo que es bueno para la clase dominante, debe ser bueno para la sociedad con la cual se identifica aquélla. Por ello, cuanto más progresa la civilización, más obligada se cree a cubrir con el manto de la caridad los males que ha engendrado fatalmente, a pintarlos de color de rosa o a negarlos. En una palabra, introduce una hipocresía convencional que no conocían las primitivas formas de la sociedad ni aun los primeros grados de la civilización, y que llega a su cima en la declaración: la explotación de la clase oprimida es ejercida por la clase explotadora exclusiva y únicamente en beneficio de la clase explotada; y si esta última no lo reconoce así y hasta se muestra rebelde, esto constituye por su parte la más negra ingratitud hacia sus bienhechores, los explotadores[2].

Y, para concluir, véase el juicio que acerca de la civilización emite Morgan:

«Los hermanos se harán la guerra y se convertirán en asesinos unos de otros; hijos de hermanas romperán sus lazos de estirpe».

«Desde el advenimiento de la civilización ha llegado a ser tan enorme el acrecentamiento de la riqueza, tan diversas las formas de este acrecentamiento, tan extensa su aplicación y tan hábil su administración en beneficio de los propietarios, que esa riqueza se ha constituido en una fuerza irreductible opuesta al pueblo. La inteligencia humana se ve impotente y desconcertada ante su propia creación. Pero, sin embargo, llegará un tiempo en que la razón humana sea suficientemente fuerte para dominar a la riqueza, en que fije las relaciones del Estado con la propiedad que éste protege y los límites de los derechos de los propietarios. Los intereses de la sociedad son absolutamente superiores a los intereses individuales, y unos y otros deben concertarse en una relación justa y armónica. La simple caza de la riqueza no es el destino final de la humanidad, a lo menos si el progreso ha de ser la ley del porvenir como lo ha sido la del pasado. El tiempo transcurrido desde el advenimiento de la civilización no es más que una fracción ínfima de la existencia pasada de la humanidad, una fracción ínfima de las épocas por venir. La disolución de la sociedad se yergue amenazadora ante nosotros, como el término de una carrera histórica cuya única meta es la riqueza, porque semejante carrera encierra los elementos de su propia ruina. La democracia en la administración, la fraternidad en la sociedad, la igualdad de derechos y la instrucción general, inaugurarán la próxima etapa superior de la sociedad, para la cual laboran constantemente la experiencia, la razón y la ciencia. Será un renacimiento de la libertad, la igualdad y la fraternidad de las antiguas gens, pero bajo una forma superior». (Morgan, "La Sociedad Antigua", pág. 552.)"

[1] Sobre la cuestión de la familia burguesa y de la explotación a la que en su seno se ve sometida la mujer rescataremos algunos fragmentos en una próxima ocasión.
[2] Tuve intenciones de valerme de la brillante crítica de la civilización que se encuentra esparcida en las obras de Carlos Fourier, para exponerla paralelamente a la de Morgan y a la mía propia. Por desgracia, no he tenido tiempo para eso. Haré notar sencillamente que Fourier consideraba ya la monogamia y la propiedad sobre la tierra como las instituciones más características de la civilización, a la cual llama una guerra de los ricos contra los pobres. También se encuentra ya en él la profunda comprensión de que en todas las sociedades defectuosas y llenas de antagonismos, las familias individuales ("les familles incohérentes) son unidades económicas.