Publicamos a continuación otro fragmento del libro Imperio, de Hardt y Negri. Tras su lectura, probablemente extrañen ciertas críticas frecuentes en los medios bolcheviques. Esas críticas acusan a estos autores de renunciar a la consideración del proletariado como sujeto revolucionario e incluso como clase social. Hemos dejado sólo dos notas, eliminando las bibliográficas. Las negritas son nuestras.
Debemos reconocer que el sujeto del trabajo y la rebelión han cambiado profundamente. La composición del proletariado se ha transformado, y con ello debe cambiar también nuestra comprensión del mismo. En términos conceptuales, entendemos al PROLETARIADO como una amplia categoría que incluye a todos aquellos cuyo trabajo está directa o indirectamente explotado por el capitalismo y sujeto a las normas de producción y reproducción del mismo[1]. En la era previa la categoría del proletariado se centraba, y por momentos estaba efectivamente subsumida, en la clase trabajadora industrial, cuya figura paradigmática era el trabajador varón de la fábrica masiva. A esa clase trabajadora industrial se le asignaba con frecuencia el papel principal por sobre otras figuras del trabajo (tales como el trabajo campesino y el trabajo reproductivo), tanto en los análisis económicos como en los movimientos políticos. Hoy en día esa clase casi ha desaparecido de la vista. No ha dejado de existir, pero ha sido desplazada de su posición privilegiada en la economía capitalista y su posición hegemónica en la composición de clase del proletariado. El proletariado ya no es lo que era, pero esto no significa que se haya desvanecido. Significa, por el contrario, que nos enfrentamos otra vez con el objetivo analítico de comprender la nueva composición del proletariado como una clase.
El hecho que bajo la categoría de proletariado entendemos a todos aquellos explotados por y sujetos a la dominación capitalista no indica que el proletariado es una unidad homogénea o indiferenciada. Está, por el contrario, cortada en varias direcciones por diferencias y estratificaciones. Algunos trabajos son asalariados, otros no; algunos trabajos están limitados dentro de las paredes de la fábrica, otros están dispersos por todo el ilimitado terreno social; algunos trabajos se limitan a ocho horas diarias y cuarenta horas semanales, otros se expanden hasta ocupar todo el tiempo de la vida; a algunos trabajos se le asigna un valor mínimo, a otros se los exalta hasta el pináculo de la economía capitalista. Argumentaremos (en la Sección 3.4.) que entre las diversas figuras de la producción hoy activas, la figura de la fuerza de trabajo inmaterial (involucrada en la comunicación, cooperación, y la producción y reproducción de afectos) ocupa una posición crecientemente central tanto en el esquema de la producción capitalista como en la composición del proletariado. Nuestro objetivo es señalar aquí que todas estas diversas formas de trabajo están sujetas de igual modo a la disciplina capitalista y a las relaciones capitalistas de producción. Es este hecho de estar dentro del capital y sostener al capital lo que define al proletariado como clase.
Necesitamos observar más concretamente la forma de las luchas con las cuales el nuevo proletariado expresa sus deseos y necesidades. En el último medio siglo, y en particular en las dos décadas que transcurrieron entre 1968 y la caída del Muro de Berlín, la reestructuración y expansión global de la producción capitalista ha sido acompañada por una transformación de las luchas proletarias. Como hemos dicho, la figura de un ciclo internacional de luchas basadas en la comunicación y traducción de los deseos comunes del trabajo en rebeliones, parece no existir más. El hecho que el ciclo como forma específica del agrupamiento de las luchas se haya desvanecido, sin embargo, no nos coloca simplemente ante el abismo. Por el contrario, podemos reconocer poderosos eventos en la escena mundial que revelan la traza del rechazo de la multitud a la explotación y el signo de un nuevo tipo de solidaridad proletaria y militancia.
Consideremos las luchas más radicales y poderosas de los últimos veinte años del siglo veinte: los hechos de la Plaza de Tiananmen en 1989, la Intifada contra la autoridad del Estado de Israel, la rebelión de mayo de 1992 en Los Ángeles, el alzamiento de Chiapas que comenzó en 1994, la serie de huelgas que paralizaron a Francia en diciembre de 1995 y las que inmovilizaron a Corea del Sur en 1996. Cada una de estas luchas fue específica y basada en asuntos regionales inmediatos, de modo tal que no pueden ser de ninguna manera unidas entre sí como una cadena de rebeliones expandiéndose globalmente. Ninguno de estos eventos inspiró un ciclo de luchas, porque los deseos y necesidades que expresaban no podían ser traducidos en contextos diferentes. En otras palabras, los revolucionarios (potenciales) en otras partes del mundo no escucharon los eventos de Beijing, Nablus, Los Ángeles, Chiapas, París o Seúl, reconociéndolos de inmediato como sus propias luchas. Más aún, estas luchas no sólo fallaron en comunicarse a otros contextos, sino que también les faltó una comunicación local, por lo cual a menudo tuvieron una duración muy breve en su lugar de origen, encendiéndose como un destello fugaz. Esta es ciertamente una de las paradojas políticas más centrales y urgente de nuestro tiempo: en nuestra celebrada era de las comunicaciones, las luchas se han vuelto casi incomunicables.
Esta paradoja de incomunicabilidad vuelve extremadamente difícil comprender y expresar el nuevo poder derivado de las luchas emergentes. Debemos ser capaces de reconocer que lo que las luchas han perdido en extensión, duración y comunicabilidad lo han ganado en intensidad. Debemos ser capaces de reconocer que aunque estas luchas apuntan a sus propias circunstancias locales e inmediatas, todas ellas se abocan a problemas de relevancia supranacional, problemas propios de la nueva figura de la regulación imperial capitalista. En Los Ángeles, por ejemplo, los motines fueron alimentados por antagonismos raciales locales y patrones de exclusión económica y social que son, en muchos aspectos, particulares de ese territorio (post-) urbano, pero los hechos fueron también catapultados inmediatamente a un nivel general en la medida que expresaban un rechazo del régimen de control social post-Fordista. Como la Intifada en ciertos aspectos, los tumultos de Los Ángeles demostraron cómo la declinación del régimen contractual Fordista y de los mecanismos de mediación social han vuelto tan precario el manejo de los territorios metropolitanos y poblaciones racial y socialmente diversos. Los saqueos de mercaderías y los incendios de propiedades no fueron simples metáforas sino la condición real de movilidad y volatilidad de las mediaciones sociales post-Fordistas. También en Chiapas la insurrección se basó primariamente en asuntos locales: problemas de exclusión y falta de representación, específicos de la sociedad mexicana y el Estado mexicano, que habían sido, en un grado limitado, comunes a las jerarquías raciales de la mayor parte de América latina. Sin embargo, la rebelión Zapatista fue también, de inmediato, una lucha contra el régimen social impuesto por el NAFTA, y, más generalmente, contra la exclusión y subordinación sistemáticas dentro de la construcción regional del mercado mundial. Finalmente, como en Seúl, las huelgas masivas en París y toda Francia a fines de 1995 fueron apuntadas a cuestiones laborales específicamente locales y nacionales (tales como pensiones, salarios y desempleo), pero muy pronto se reconoció a la lucha como una clara respuesta a la nueva construcción económica y social de Europa. Las huelgas francesas se hicieron, por sobre todo, por una nueva noción de lo público, una construcción nueva de espacio público contra los mecanismos neoliberales de privatizaciones que acompañaron en casi todas partes al proyecto de globalización capitalista. Tal vez precisamente porque todas estas luchas son incomunicables y, por ello, están bloqueadas para desplazarse horizontalmente en la forma de un ciclo, se ven forzadas a saltar verticalmente y tocar inmediatamente los niveles globales.
Debemos ser capaces de reconocer que ésta no es la aparición de un nuevo ciclo de luchas internacionalistas, sino, por el contrario, la emergencia de una nueva calidad de movimientos sociales. Debemos ser capaces de reconocer, en otras palabras, las características fundamentalmente nuevas que todas estas luchas presentan, pese a su radical diversidad. Primero, cada lucha, aunque firmemente asentada en condiciones locales, salta de inmediato al nivel global y ataca a la constitución imperial en su generalidad. Segundo, todas las luchas destruyen la distinción tradicional entre luchas políticas y económicas. Estas luchas son, a un mismo tiempo, económicas, políticas y culturales – y, por lo tanto, son luchas biopolíticas, luchas sobre la forma de vida. Son luchas constituyentes, creando nuevos espacios públicos y nuevas formas de comunidad.
Debemos ser capaces de reconocer todo esto, pero no es tan fácil. Tenemos que admitir, de hecho, que aún al intentar individualizar la novedad real de estas situaciones, nos asalta la molesta impresión que estas luchas ya son viejas, desactualizadas y anacrónicas. Las luchas de la Plaza Tiananmen hablan un lenguaje de democracia que parece fuera de moda; las guitarras, las vinchas, las tiendas y los estribillos parecen un eco lejano de Berkeley en la década de 1960. Los motines de Los Ángeles, también, parecen una réplica del terremoto de conflictos raciales que sacudió a los Estados Unidos en los ’60. Las huelgas de París y Seúl parecen volvernos atrás, a la era de los trabajadores fabriles, como si fueran el último suspiro de una clase trabajadora agonizante. Todas estas luchas, que presentan, realmente, elementos nuevos, aparecen desde el principio como viejas y desactualizadas – precisamente porque no pueden comunicarse, porque sus lenguajes no pueden ser traducidos. Las luchas no se comunican pese a ser hipermediatizadas, en televisión, en Internet y en cualquier otro medio imaginable. Otra vez, nos enfrentamos a la paradoja de la incomunicabilidad. Podemos, ciertamente, reconocer obstáculos reales que bloquean la comunicación de las luchas. Uno de ellos es la ausencia de reconocimiento del enemigo común contra el cual se dirigen las luchas. Beijing, Los Ángeles, Nablus, Chiapas, París, Seúl: estas situaciones parecen totalmente particulares, pero de hecho todas ellas atacan al orden global del Imperio y buscan una alternativa real. Por ello, la clarificación de la naturaleza del enemigo común es una tarea política esencial. Un segundo obstáculo, que es realmente corolario del primero, es la ausencia de un lenguaje común de las luchas, que pueda “traducir” el lenguaje particular de cada uno a un lenguaje cosmopolita. Las luchas en otras partes del mundo, e incluso nuestras propias luchas, parecen estar escritas en un incomprensible lenguaje extranjero. Esto también apunta a una tarea política importante: construir un nuevo lenguaje común que facilite la comunicación, tal como los lenguajes del anti-imperialismo y del internacionalismo proletario lo hicieron para las luchas de la era anterior. Tal vez ésta deba ser un nuevo tipo de comunicación que funcione no sobre la base de similitudes sino sobre las diferencias: una comunicación de singularidades.
El reconocimiento de un enemigo común y la invención de un lenguaje común de las luchas son ciertamente objetivos políticos importantes, y avanzaremos sobre ellos todo lo que podamos en este libro, pero nuestra intuición nos dice que esta línea de análisis falla en aprehender el potencial real que presentan las nuevas luchas. Nuestra intuición nos dice, en otras palabras, que el modelo de articulación horizontal de luchas en un ciclo ya no es adecuado para reconocer el modo en que las luchas contemporáneas alcanzan significación global. Dicho modelo, de hecho nos ciega a su nuevo potencial total.
Marx intentó entender la continuidad del ciclo de luchas proletarias que emergían en la Europa del siglo diecinueve en términos de un topo y sus túneles subterráneos. El topo de Marx saldría a la superficie en épocas de conflicto de clases abierto, y luego regresaría bajo tierra – no para hibernar pasivamente sino para cavar sus túneles, moviéndose con los tiempos, empujando hacia delante con la historia, de modo que cuando el tiempo fuese el adecuado (1830, 1848, 1870), saldría a la superficie nuevamente. “¡Bien escarbado, viejo topo!”. Pues bien, sospechamos que el viejo topo de Marx ha muerto finalmente. Nos parece que en el pasaje contemporáneo hacia el Imperio, los túneles estructurados del topo han sido reemplazados por las infinitas ondulaciones de la serpiente. Las profundidades del mundo moderno y sus pasadizos subterráneos se han vuelto superficiales en la posmodernidad. Las luchas de hoy se deslizan silenciosamente a través de los paisajes superficiales imperiales. Tal vez la incomunicabilidad de las luchas, la falta de túneles comunicativos bien estructurados, es de hecho una fuerza y no una debilidad – una fuerza porque todos los movimientos son inmediatamente subversivos en sí mismos y no esperan ninguna clase de ayuda externa o extensión para garantizar su efectividad. Tal vez, cuanto más extiende el capital sus redes globales de producción y control, más poderoso se vuelve cualquier punto singular de rebelión. Enfocando simplemente sus propios poderes, concentrando sus energías en un resorte tenso y compacto, estas luchas serpentinas golpean directamente a las articulaciones más elevadas del orden imperial. El Imperio presenta un mundo superficial, cuyo centro virtual puede ser alcanzado inmediatamente desde cualquier otro punto de la superficie. Si estos puntos van a constituir algo parecido a un nuevo ciclo de luchas, va a ser un ciclo definido no por la extensión comunicativa de las luchas sino por su emergencia singular, por la intensidad que las caracteriza, una a una. En suma, esta nueva fase se define por el hecho que estas luchas no se unen horizontalmente, sino porque cada una salta verticalmente, directo al centro virtual del Imperio.
Desde el punto de vista de la tradición revolucionaria, uno puede objetar que todos los éxitos tácticos de las acciones revolucionarias de los siglos diecinueve y veinte se caracterizaron precisamente por su capacidad para destruir el eslabón más débil de la cadena imperialista, que ése es el ABC de la dialéctica revolucionaria y que hoy día la situación no pareciera ser muy promisoria. Es verdad que las luchas serpentinas que presenciamos hoy no proveen ninguna táctica revolucionaria clara o quizá son completamente incomprensibles desde el punto de vista de la táctica.
Pero tal vez, enfrentados como estamos a una serie de movimientos sociales intensamente subversivos que atacan los más altos niveles de la organización imperial, ya no sea útil insistir en la vieja distinción entre estrategia y táctica. En la constitución del Imperio ya no hay un “afuera” del poder y, por ello, ya no hay eslabones débiles – si por eslabones débiles queremos decir un punto externo en el cual las articulaciones del poder global son vulnerables[2]. Para lograr importancia, cada lucha debe atacar al corazón del Imperio, a su fortaleza. Este hecho, sin embargo, no prioriza ninguna región geográfica, como si sólo los movimientos sociales de Washington, Ginebra o Tokio pudieran atacar al corazón del Imperio. Por el contrario, la construcción del Imperio, y la globalización de las relaciones económicas y culturales, significan que el centro virtual del Imperio puede ser atacado desde cualquier punto. Las preocupaciones tácticas de la vieja escuela revolucionaria son completamente irrecuperables; la única estrategia disponible para las luchas es aquella de un contrapoder constituyente que emerge desde el interior del Imperio.
Aquellos que tienen dificultades en aceptar la novedad y el potencial revolucionario de esta situación desde la propia perspectiva de las luchas, podrán reconocerlo con mayor facilidad desde la perspectiva del poder imperial, que se ve limitado a reaccionar ante estas luchas. Aún cuando estas luchas se vuelvan sitios efectivamente cerrados a la comunicación, son, al mismo tiempo, el foco maníaco de atención crítica del Imperio. Hay lecciones educacionales en las clases de administración y las cámaras de gobierno – lecciones que demandan instrumentos represivos. La lección principal es que dichos eventos no pueden repetirse si se continúan los procesos de globalización capitalista. Sin embargo, estas luchas tienen su propio peso, su propia intensidad específica y, además, son inmanentes a los procedimientos y desarrollos del poder imperial. Invisten y sostienen los mismos procesos de globalización. El poder imperial susurra los nombres de las luchas para atraerlas a la pasividad, para construir una imagen mistificada de ellas, pero, lo que es más importante, para descubrir cuáles procesos de globalización son posibles y cuales no. De este modo contradictorio y paradójico, los procesos imperiales de globalización asumen estos eventos, reconociéndolos tanto como límites y oportunidades para recalibrar los propios instrumentos del Imperio. Los procesos de globalización no existirían o llegarían a detenerse si no fueran continuamente frustrados y conducidos por las explosiones de la multitud, que llegan de inmediato a los niveles más altos del poder imperial.
[1] Esta noción del proletariado puede ser entendida en los propios términos de Marx como la personificación de una categoría estrictamente económica, es decir, el sujeto del trabajo bajo el capital. Cuando redefinimos el concepto mismo del trabajo y extendemos el rango de actividades comprendidas dentro de él (como hemos hecho en otras partes y continuaremos haciendo en este libro), la distinción tradicional entre lo económico y lo cultural se rompe. Aún en las formulaciones más economicistas de Marx, sin embargo, el proletariado debe ser entendido apropiadamente como una categoría política. Ver Michael Hardt y Antonio Negri, Labor of Dionysus (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1994), pp. 3-21; y Antonio Negri, “Twenty Theses of Marx”, en Saree Makdisi, Cesare Casarino y Rebecca Karl, eds., Marxismo beyond Marxism (New York: Routledge, 1996), pp. 149-180.
[2] En oposición a las teorías del “eslabón más débil”, que no sólo fue el núcleo de las tácticas de la Tercera Internacional sino también extensamente adoptado por la tradición anti-imperialista en conjunto, el movimiento operaismo italiano de los ’60 y los ’70 propuso una teoría del “eslabón más fuerte”. Para la tesis teórica fundamental, ver: Mario Tronti, Operai e capitale (Turín: Einaudi, 1966), en especial pp. 89-95.
Debemos reconocer que el sujeto del trabajo y la rebelión han cambiado profundamente. La composición del proletariado se ha transformado, y con ello debe cambiar también nuestra comprensión del mismo. En términos conceptuales, entendemos al PROLETARIADO como una amplia categoría que incluye a todos aquellos cuyo trabajo está directa o indirectamente explotado por el capitalismo y sujeto a las normas de producción y reproducción del mismo[1]. En la era previa la categoría del proletariado se centraba, y por momentos estaba efectivamente subsumida, en la clase trabajadora industrial, cuya figura paradigmática era el trabajador varón de la fábrica masiva. A esa clase trabajadora industrial se le asignaba con frecuencia el papel principal por sobre otras figuras del trabajo (tales como el trabajo campesino y el trabajo reproductivo), tanto en los análisis económicos como en los movimientos políticos. Hoy en día esa clase casi ha desaparecido de la vista. No ha dejado de existir, pero ha sido desplazada de su posición privilegiada en la economía capitalista y su posición hegemónica en la composición de clase del proletariado. El proletariado ya no es lo que era, pero esto no significa que se haya desvanecido. Significa, por el contrario, que nos enfrentamos otra vez con el objetivo analítico de comprender la nueva composición del proletariado como una clase.
El hecho que bajo la categoría de proletariado entendemos a todos aquellos explotados por y sujetos a la dominación capitalista no indica que el proletariado es una unidad homogénea o indiferenciada. Está, por el contrario, cortada en varias direcciones por diferencias y estratificaciones. Algunos trabajos son asalariados, otros no; algunos trabajos están limitados dentro de las paredes de la fábrica, otros están dispersos por todo el ilimitado terreno social; algunos trabajos se limitan a ocho horas diarias y cuarenta horas semanales, otros se expanden hasta ocupar todo el tiempo de la vida; a algunos trabajos se le asigna un valor mínimo, a otros se los exalta hasta el pináculo de la economía capitalista. Argumentaremos (en la Sección 3.4.) que entre las diversas figuras de la producción hoy activas, la figura de la fuerza de trabajo inmaterial (involucrada en la comunicación, cooperación, y la producción y reproducción de afectos) ocupa una posición crecientemente central tanto en el esquema de la producción capitalista como en la composición del proletariado. Nuestro objetivo es señalar aquí que todas estas diversas formas de trabajo están sujetas de igual modo a la disciplina capitalista y a las relaciones capitalistas de producción. Es este hecho de estar dentro del capital y sostener al capital lo que define al proletariado como clase.
Necesitamos observar más concretamente la forma de las luchas con las cuales el nuevo proletariado expresa sus deseos y necesidades. En el último medio siglo, y en particular en las dos décadas que transcurrieron entre 1968 y la caída del Muro de Berlín, la reestructuración y expansión global de la producción capitalista ha sido acompañada por una transformación de las luchas proletarias. Como hemos dicho, la figura de un ciclo internacional de luchas basadas en la comunicación y traducción de los deseos comunes del trabajo en rebeliones, parece no existir más. El hecho que el ciclo como forma específica del agrupamiento de las luchas se haya desvanecido, sin embargo, no nos coloca simplemente ante el abismo. Por el contrario, podemos reconocer poderosos eventos en la escena mundial que revelan la traza del rechazo de la multitud a la explotación y el signo de un nuevo tipo de solidaridad proletaria y militancia.
Consideremos las luchas más radicales y poderosas de los últimos veinte años del siglo veinte: los hechos de la Plaza de Tiananmen en 1989, la Intifada contra la autoridad del Estado de Israel, la rebelión de mayo de 1992 en Los Ángeles, el alzamiento de Chiapas que comenzó en 1994, la serie de huelgas que paralizaron a Francia en diciembre de 1995 y las que inmovilizaron a Corea del Sur en 1996. Cada una de estas luchas fue específica y basada en asuntos regionales inmediatos, de modo tal que no pueden ser de ninguna manera unidas entre sí como una cadena de rebeliones expandiéndose globalmente. Ninguno de estos eventos inspiró un ciclo de luchas, porque los deseos y necesidades que expresaban no podían ser traducidos en contextos diferentes. En otras palabras, los revolucionarios (potenciales) en otras partes del mundo no escucharon los eventos de Beijing, Nablus, Los Ángeles, Chiapas, París o Seúl, reconociéndolos de inmediato como sus propias luchas. Más aún, estas luchas no sólo fallaron en comunicarse a otros contextos, sino que también les faltó una comunicación local, por lo cual a menudo tuvieron una duración muy breve en su lugar de origen, encendiéndose como un destello fugaz. Esta es ciertamente una de las paradojas políticas más centrales y urgente de nuestro tiempo: en nuestra celebrada era de las comunicaciones, las luchas se han vuelto casi incomunicables.
Esta paradoja de incomunicabilidad vuelve extremadamente difícil comprender y expresar el nuevo poder derivado de las luchas emergentes. Debemos ser capaces de reconocer que lo que las luchas han perdido en extensión, duración y comunicabilidad lo han ganado en intensidad. Debemos ser capaces de reconocer que aunque estas luchas apuntan a sus propias circunstancias locales e inmediatas, todas ellas se abocan a problemas de relevancia supranacional, problemas propios de la nueva figura de la regulación imperial capitalista. En Los Ángeles, por ejemplo, los motines fueron alimentados por antagonismos raciales locales y patrones de exclusión económica y social que son, en muchos aspectos, particulares de ese territorio (post-) urbano, pero los hechos fueron también catapultados inmediatamente a un nivel general en la medida que expresaban un rechazo del régimen de control social post-Fordista. Como la Intifada en ciertos aspectos, los tumultos de Los Ángeles demostraron cómo la declinación del régimen contractual Fordista y de los mecanismos de mediación social han vuelto tan precario el manejo de los territorios metropolitanos y poblaciones racial y socialmente diversos. Los saqueos de mercaderías y los incendios de propiedades no fueron simples metáforas sino la condición real de movilidad y volatilidad de las mediaciones sociales post-Fordistas. También en Chiapas la insurrección se basó primariamente en asuntos locales: problemas de exclusión y falta de representación, específicos de la sociedad mexicana y el Estado mexicano, que habían sido, en un grado limitado, comunes a las jerarquías raciales de la mayor parte de América latina. Sin embargo, la rebelión Zapatista fue también, de inmediato, una lucha contra el régimen social impuesto por el NAFTA, y, más generalmente, contra la exclusión y subordinación sistemáticas dentro de la construcción regional del mercado mundial. Finalmente, como en Seúl, las huelgas masivas en París y toda Francia a fines de 1995 fueron apuntadas a cuestiones laborales específicamente locales y nacionales (tales como pensiones, salarios y desempleo), pero muy pronto se reconoció a la lucha como una clara respuesta a la nueva construcción económica y social de Europa. Las huelgas francesas se hicieron, por sobre todo, por una nueva noción de lo público, una construcción nueva de espacio público contra los mecanismos neoliberales de privatizaciones que acompañaron en casi todas partes al proyecto de globalización capitalista. Tal vez precisamente porque todas estas luchas son incomunicables y, por ello, están bloqueadas para desplazarse horizontalmente en la forma de un ciclo, se ven forzadas a saltar verticalmente y tocar inmediatamente los niveles globales.
Debemos ser capaces de reconocer que ésta no es la aparición de un nuevo ciclo de luchas internacionalistas, sino, por el contrario, la emergencia de una nueva calidad de movimientos sociales. Debemos ser capaces de reconocer, en otras palabras, las características fundamentalmente nuevas que todas estas luchas presentan, pese a su radical diversidad. Primero, cada lucha, aunque firmemente asentada en condiciones locales, salta de inmediato al nivel global y ataca a la constitución imperial en su generalidad. Segundo, todas las luchas destruyen la distinción tradicional entre luchas políticas y económicas. Estas luchas son, a un mismo tiempo, económicas, políticas y culturales – y, por lo tanto, son luchas biopolíticas, luchas sobre la forma de vida. Son luchas constituyentes, creando nuevos espacios públicos y nuevas formas de comunidad.
Debemos ser capaces de reconocer todo esto, pero no es tan fácil. Tenemos que admitir, de hecho, que aún al intentar individualizar la novedad real de estas situaciones, nos asalta la molesta impresión que estas luchas ya son viejas, desactualizadas y anacrónicas. Las luchas de la Plaza Tiananmen hablan un lenguaje de democracia que parece fuera de moda; las guitarras, las vinchas, las tiendas y los estribillos parecen un eco lejano de Berkeley en la década de 1960. Los motines de Los Ángeles, también, parecen una réplica del terremoto de conflictos raciales que sacudió a los Estados Unidos en los ’60. Las huelgas de París y Seúl parecen volvernos atrás, a la era de los trabajadores fabriles, como si fueran el último suspiro de una clase trabajadora agonizante. Todas estas luchas, que presentan, realmente, elementos nuevos, aparecen desde el principio como viejas y desactualizadas – precisamente porque no pueden comunicarse, porque sus lenguajes no pueden ser traducidos. Las luchas no se comunican pese a ser hipermediatizadas, en televisión, en Internet y en cualquier otro medio imaginable. Otra vez, nos enfrentamos a la paradoja de la incomunicabilidad. Podemos, ciertamente, reconocer obstáculos reales que bloquean la comunicación de las luchas. Uno de ellos es la ausencia de reconocimiento del enemigo común contra el cual se dirigen las luchas. Beijing, Los Ángeles, Nablus, Chiapas, París, Seúl: estas situaciones parecen totalmente particulares, pero de hecho todas ellas atacan al orden global del Imperio y buscan una alternativa real. Por ello, la clarificación de la naturaleza del enemigo común es una tarea política esencial. Un segundo obstáculo, que es realmente corolario del primero, es la ausencia de un lenguaje común de las luchas, que pueda “traducir” el lenguaje particular de cada uno a un lenguaje cosmopolita. Las luchas en otras partes del mundo, e incluso nuestras propias luchas, parecen estar escritas en un incomprensible lenguaje extranjero. Esto también apunta a una tarea política importante: construir un nuevo lenguaje común que facilite la comunicación, tal como los lenguajes del anti-imperialismo y del internacionalismo proletario lo hicieron para las luchas de la era anterior. Tal vez ésta deba ser un nuevo tipo de comunicación que funcione no sobre la base de similitudes sino sobre las diferencias: una comunicación de singularidades.
El reconocimiento de un enemigo común y la invención de un lenguaje común de las luchas son ciertamente objetivos políticos importantes, y avanzaremos sobre ellos todo lo que podamos en este libro, pero nuestra intuición nos dice que esta línea de análisis falla en aprehender el potencial real que presentan las nuevas luchas. Nuestra intuición nos dice, en otras palabras, que el modelo de articulación horizontal de luchas en un ciclo ya no es adecuado para reconocer el modo en que las luchas contemporáneas alcanzan significación global. Dicho modelo, de hecho nos ciega a su nuevo potencial total.
Marx intentó entender la continuidad del ciclo de luchas proletarias que emergían en la Europa del siglo diecinueve en términos de un topo y sus túneles subterráneos. El topo de Marx saldría a la superficie en épocas de conflicto de clases abierto, y luego regresaría bajo tierra – no para hibernar pasivamente sino para cavar sus túneles, moviéndose con los tiempos, empujando hacia delante con la historia, de modo que cuando el tiempo fuese el adecuado (1830, 1848, 1870), saldría a la superficie nuevamente. “¡Bien escarbado, viejo topo!”. Pues bien, sospechamos que el viejo topo de Marx ha muerto finalmente. Nos parece que en el pasaje contemporáneo hacia el Imperio, los túneles estructurados del topo han sido reemplazados por las infinitas ondulaciones de la serpiente. Las profundidades del mundo moderno y sus pasadizos subterráneos se han vuelto superficiales en la posmodernidad. Las luchas de hoy se deslizan silenciosamente a través de los paisajes superficiales imperiales. Tal vez la incomunicabilidad de las luchas, la falta de túneles comunicativos bien estructurados, es de hecho una fuerza y no una debilidad – una fuerza porque todos los movimientos son inmediatamente subversivos en sí mismos y no esperan ninguna clase de ayuda externa o extensión para garantizar su efectividad. Tal vez, cuanto más extiende el capital sus redes globales de producción y control, más poderoso se vuelve cualquier punto singular de rebelión. Enfocando simplemente sus propios poderes, concentrando sus energías en un resorte tenso y compacto, estas luchas serpentinas golpean directamente a las articulaciones más elevadas del orden imperial. El Imperio presenta un mundo superficial, cuyo centro virtual puede ser alcanzado inmediatamente desde cualquier otro punto de la superficie. Si estos puntos van a constituir algo parecido a un nuevo ciclo de luchas, va a ser un ciclo definido no por la extensión comunicativa de las luchas sino por su emergencia singular, por la intensidad que las caracteriza, una a una. En suma, esta nueva fase se define por el hecho que estas luchas no se unen horizontalmente, sino porque cada una salta verticalmente, directo al centro virtual del Imperio.
Desde el punto de vista de la tradición revolucionaria, uno puede objetar que todos los éxitos tácticos de las acciones revolucionarias de los siglos diecinueve y veinte se caracterizaron precisamente por su capacidad para destruir el eslabón más débil de la cadena imperialista, que ése es el ABC de la dialéctica revolucionaria y que hoy día la situación no pareciera ser muy promisoria. Es verdad que las luchas serpentinas que presenciamos hoy no proveen ninguna táctica revolucionaria clara o quizá son completamente incomprensibles desde el punto de vista de la táctica.
Pero tal vez, enfrentados como estamos a una serie de movimientos sociales intensamente subversivos que atacan los más altos niveles de la organización imperial, ya no sea útil insistir en la vieja distinción entre estrategia y táctica. En la constitución del Imperio ya no hay un “afuera” del poder y, por ello, ya no hay eslabones débiles – si por eslabones débiles queremos decir un punto externo en el cual las articulaciones del poder global son vulnerables[2]. Para lograr importancia, cada lucha debe atacar al corazón del Imperio, a su fortaleza. Este hecho, sin embargo, no prioriza ninguna región geográfica, como si sólo los movimientos sociales de Washington, Ginebra o Tokio pudieran atacar al corazón del Imperio. Por el contrario, la construcción del Imperio, y la globalización de las relaciones económicas y culturales, significan que el centro virtual del Imperio puede ser atacado desde cualquier punto. Las preocupaciones tácticas de la vieja escuela revolucionaria son completamente irrecuperables; la única estrategia disponible para las luchas es aquella de un contrapoder constituyente que emerge desde el interior del Imperio.
Aquellos que tienen dificultades en aceptar la novedad y el potencial revolucionario de esta situación desde la propia perspectiva de las luchas, podrán reconocerlo con mayor facilidad desde la perspectiva del poder imperial, que se ve limitado a reaccionar ante estas luchas. Aún cuando estas luchas se vuelvan sitios efectivamente cerrados a la comunicación, son, al mismo tiempo, el foco maníaco de atención crítica del Imperio. Hay lecciones educacionales en las clases de administración y las cámaras de gobierno – lecciones que demandan instrumentos represivos. La lección principal es que dichos eventos no pueden repetirse si se continúan los procesos de globalización capitalista. Sin embargo, estas luchas tienen su propio peso, su propia intensidad específica y, además, son inmanentes a los procedimientos y desarrollos del poder imperial. Invisten y sostienen los mismos procesos de globalización. El poder imperial susurra los nombres de las luchas para atraerlas a la pasividad, para construir una imagen mistificada de ellas, pero, lo que es más importante, para descubrir cuáles procesos de globalización son posibles y cuales no. De este modo contradictorio y paradójico, los procesos imperiales de globalización asumen estos eventos, reconociéndolos tanto como límites y oportunidades para recalibrar los propios instrumentos del Imperio. Los procesos de globalización no existirían o llegarían a detenerse si no fueran continuamente frustrados y conducidos por las explosiones de la multitud, que llegan de inmediato a los niveles más altos del poder imperial.
[1] Esta noción del proletariado puede ser entendida en los propios términos de Marx como la personificación de una categoría estrictamente económica, es decir, el sujeto del trabajo bajo el capital. Cuando redefinimos el concepto mismo del trabajo y extendemos el rango de actividades comprendidas dentro de él (como hemos hecho en otras partes y continuaremos haciendo en este libro), la distinción tradicional entre lo económico y lo cultural se rompe. Aún en las formulaciones más economicistas de Marx, sin embargo, el proletariado debe ser entendido apropiadamente como una categoría política. Ver Michael Hardt y Antonio Negri, Labor of Dionysus (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1994), pp. 3-21; y Antonio Negri, “Twenty Theses of Marx”, en Saree Makdisi, Cesare Casarino y Rebecca Karl, eds., Marxismo beyond Marxism (New York: Routledge, 1996), pp. 149-180.
[2] En oposición a las teorías del “eslabón más débil”, que no sólo fue el núcleo de las tácticas de la Tercera Internacional sino también extensamente adoptado por la tradición anti-imperialista en conjunto, el movimiento operaismo italiano de los ’60 y los ’70 propuso una teoría del “eslabón más fuerte”. Para la tesis teórica fundamental, ver: Mario Tronti, Operai e capitale (Turín: Einaudi, 1966), en especial pp. 89-95.
2 comentarios:
Lo que no queda claro es a que llaman Imperio y Multitud...Lo demas suena bien a primera vista.
Saludos
Son dos conceptos bastante complejos. Y quizás "Multitud" sea más discutible.
Uno de los objetivos de difundir aquí fragmentos es animar a la lectura de las obras, y a su debate. Porque lo que sí parece evidente, es que esta obra (y otras de los autores) es un intento serio de actualizar la teoría, dejando atrás las caracterizaciones que pudieron ser válidas para otras épocas o fases del capitalismo. Pues seguir utilizando conceptos como "imperialismo" o seguir identificando al proletariado con los trabajadores fabriles (como hacen muchas organizaciones de izquierda) es más que probable que ya no sea útil. Si lo que se quiere es entender el mundo para poder cambiarlo.
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