Reproducimos a continuación el texto de una conferencia dictada por Walden Bello en la Conferencia sobre la Crisis Global organizada el pasado 21 de marzo en Berlín por el Partido de la Izquierda alemán, partido del que Bello es miembro honorario.
Semana tras semana, asistimos a la contracción de la economía global a un ritmo peor que el pronosticado por el más agorero de los economistas. Es claro: no nos hallamos en una recesión común y corriente, sino que estamos aproados a una depresión global que podría durar muchos años.
Lo que haré hoy aquí es, primero, discutir brevemente los orígenes y la dinámica de esta crisis; y segundo, explorar las posibilidades de una estrategia para la izquierda global capaz de responder a la presente crisis en el contexto de los desafíos procedentes tanto del centro capitalista tecnocrático como de la derecha capitalista populista..
La crisis fundamental es de sobreacumulación
La teoría económica ortodoxa dejó hace mucho de ser útil para comprender la crisis. La teoría económica no-ortodoxa, en cambio, puede ahora arrojar potentísimos vislumbres de las causas y de la dinámica de la actual crisis. Desde una perspectiva progresista, lo que estamos observando es la intensificación de una de las crisis centrales –o “contradicciones”— del capitalismo global: la crisis de sobreproducción, también conocida como crisis de sobreacumulación o de sobrecapacidad. Se trata de la tendencia del capitalismo a generar, en el contexto de una aguda competición intercapitalista, una tremenda capacidad productiva, la cual rebasa holgadamente la capacidad de consumo de la población debido a las desigualdades de ingreso que limitan el poder adquisitivo popular. Lo que trae consigo una erosión de la rentabilidad y conduce a una espiral económica bajista.
Para entender el presente colapso, tenemos que retrotraernos a la llamada Edad de Oro del capitalismo contemporáneo, el período entre 1945 y 1975. Fue un período de rápido crecimiento, tanto en las economías centrales como en las economías subdesarrolladas: un crecimiento disparado, en parte, por la masiva reconstrucción de Europa y del Este asiático luego de la devastación de la II Guerra Mundial, y en parte también por los nuevos dispositivos y los nuevos instrumentos resultantes de un histórico compromiso de clase entre el capital y el trabajo que se institucionalizó bajo el nuevo Estado keynesiano.
Pero ese período de elevado crecimiento llegó a su fin a mediados de los 70, cuando las economías centrales fueron presa de la estanflación, es decir de la coexistencia de bajo crecimiento y elevada inflación, una amalgama supuestamente imposible para la teoría económica neoclásica.
La estanflación, sin embargo, no era sino el síntoma de una causa más profunda: la reconstrucción de Alemania y de Japón, y el rápido crecimiento de economías en vías de industrialización, como Brasil, Taiwán y Corea del Sur, vino a añadir un tremendo volumen de nueva capacidad productiva e incrementó la presión competitiva global, mientras que, en cambio, las desigualdades dentro de los países y entre países limitaban el crecimiento del poder adquisitivo y de la demanda, erosionando así la rentabilidad. Eso se agravó con los drásticos incrementos del precio del petróleo experimentados en los 70.
La expresión más dañina de la crisis de sobreproducción fue la recesión global de comienzos de los 80, que fue la más grave que se abatió sobre la economía internacional desde los tiempos de la Gran Depresión, es decir, antes de la crisis presente.
El capitalismo ensayó tres vías de escape para zafarse de la sobreproducción: la reestructuración neoliberal, la globalización y la financiarización.
Primera vía de escape: la reestructuración neoliberal
La reestructuración neoliberal cobró la forma del reaganismo y del thatcherismo en el Norte y del Ajuste Estructural en el Sur. Objetivo: revigorizar la acumulación de capital, y eso de dos maneras: 1) la remoción de las restricciones estatales al crecimiento, al uso y a los flujos de capital y riqueza; y 2) la redistribución del ingreso de los pobres y de las clases medias hacia los ricos, en la idea de que eso daría incentivos a los ricos para invertir y relanzar el crecimiento económico.
El problema con esa fórmula era que con la redistribución del ingreso hacia los ricos lo que haces es yugular los ingresos de los pobres y de las clases medias, reduciendo así la demanda, sin necesariamente inducir a los ricos a invertir más en producción. Lo cierto es que podría ser más rentable invertir en especulación. Además, y aun teniendo éxito, esa estrategia, a largo plazo, no haría sino agravar el problema básico, puesto que la inversión en producción habría de traer consigo volúmenes todavía mayores de capacidad productiva instalada.
Ello es que la reestructuración neoliberal, que se generalizó en el Norte y en el Sur en los 80 y 90, tuvo un paupérrimo registro en materia de crecimiento: el promedio del crecimiento global en los 90 fue del 1,1%, y de 1,4% en los 80. En cambio, cuando imperaban las políticas de intervención pública fue muy superior: en los 60 fue del 3,5% y en los 70, del 2,4%. La reestructuración neoliberal no podía superar el estancamiento.
Segunda vía de escape: la globalización
La segunda vía de escape que ensayó el capital global para contrarrestar el estancamiento fue la “acumulación extensiva” o globalización, es decir, la rápida integración de áreas semicapitalistas, no-capitalistas o precapitalistas en la economía global de mercado. Rosa Luxemburgo, que no sólo fue una gran dirigente política de la izquierda radical, sino también una gran economista, observó hace mucho tiempo en su gran clásico La acumulación de capital que ese fenómeno resultaba necesario para levantar la tasa de beneficio en las economías metropolitanas.
¿Cómo? Pues ganando acceso a trabajo barato, ganando nuevos y prácticamente ilimitados mercados, ganando nuevas fuentes de productos agrícolas baratos y de materias primas baratas, y dando origen a nuevas áreas de inversión en infraestructura. La integración se consigue a través de la liberalización del comercio, removiendo obstáculos a la movilidad del capital global y aboliendo fronteras para la inversión extranjera.
China es, ni que decir tiene, el ejemplo más destacado de un área no-capitalista integrada en la economía global a lo largo de los pasados 25 años.
A mediados de la primera década del siglo XXI, entre un 40 y un 50 por ciento de los beneficios de las corporaciones estadounidenses procedían de sus operaciones y ventas en el extranjero, especialmente en China.
El problema con esta forma de escapar al estancamiento es que exacerba el problema de la sobreproducción, porque lo que hace es añadir capacidad productiva. Un imponente volumen de capacidad manufacturera es lo que ha venido a añadirse en China en los últimos 25 años, lo que ha tenido un efecto depresor sobre precios y beneficios. No es por casualidad que, desde 1997, los beneficios de las corporaciones estadounidenses dejaran de crecer. De acuerdo con una estimación, la tasa de beneficios de las 500 primeras corporaciones de la lista de Fortune pasó de un 7,15% en 1960-69 a un 5,30% en 1980-90, luego a un 2,29% en 1990-99 y a un 1,32% en 2000-2002. A fines de los 90, con un exceso de capacidad industrial en prácticamente todas las industrias, el hiato entre capacidad productiva y ventas era ya el más grande desde los tiempos de la Gran Depresión. Vistas así las cosas, desde la perspectiva de la sobreproducción, la globalización no ha sido, contrariamente a lo sostenido por muchos de sus apologetas y por muchos de sus críticos, una etapa superior del capitalismo, sino un esfuerzo a la desesperada para salir del pantano de la sobreproducción. La globalización no tuvo elemento alguno de progreso.
Tercera vía de escape: la financiarización
Dados los limitados beneficios arrojados por la reestructuración neoliberal y la globalización en punto a contrarrestar el impacto depresivo de la sobreproducción, la tercera vía de escape –la financiarización— resultaba crucial para mantener y elevar la rentabilidad y las tasas de beneficio.
Con unas inversiones industriales y agrícolas que arrojaban magros beneficios por causa de la sobreproducción, andaban en circulación ingentes volúmenes de fondos excedentes, o se invertían y reinvertían en el sector financiero. Es decir: el sector financiero giraba sobre sí mismo.
Resultante de ello fue un incremento de la bifurcación entre una economía financiera hiperactiva y una economía real estancada. Como observara una ejecutivo financiero en las páginas del Financial Times, “en estos últimos años, hemos asistido a una creciente desconexión entre las economías real y financiera. La economía ha crecido (…) pero de ninguna manera como la economía financiera, hasta que estalló”. Lo que no nos dijo este observador fue que la desconexión entre la economía real y la financiera no se dio por casualidad; que la economía financiera estalló precisamente porque terminó abriéndose camino el estancamiento generado por la sobreproducción de la economía real.
Un indicador de la archirrentabilidad del sector financiero es que mientras los beneficios del sector manufacturero llegaron a representar el 1% del PIB de los EEUU, los del sector financiero llegaron a representar el 2%. Otro es el hecho de que el 40% del total de los beneficios de las corporaciones estadounidenses financieras y no financieras llegó a quedar a disposición del sector financiero, aun cuando éste sólo representaba el 5% del PIB de los EEUU (y aun este último porcentaje está probablemente sobrestimado).
El problema de invertir en operaciones del sector financiero es que monta tanto como exprimir valor de valor ya creado. Puede crear beneficio, desde luego, pero no crea valor nuevo: sólo la industria, la agricultura, el comercio y los servicios crean valor nuevo. Puesto que el beneficio no se basa en valor creado, las operaciones de inversión terminan siendo harto volátiles, y los precios de las acciones, de las obligaciones y de otras formas de inversión pueden llegar a desviarse radicalmente de su valor real. (Por ejemplo: las acciones de empresas de innovación en Internet pueden llegar a alcanzar precios astronómicos, empujadas únicamente por estimaciones financieras que provocan alzas en espiral).
Los beneficios, así pues, dependen de la oportunidad de empezar cobrando ventaja con unos precios al alza despegados del valor del producto, para luego vender antes de que la realidad fuerce una “corrección” que los retrotraerá drásticamente a los valores reales. La radical subida de los precios de un activo, mucho más allá de los valores reales, es lo que se llama formación de una burbuja.
Al depender la rentabilidad de golpes de fortuna especulativos, no resulta sorprendente que el sector financiero vaya de burbuja en burbuja, de una manía especulativa a otra.
Puesto que está activado por la manía especulativa, el capitalismo financieramente activado ha experimentado ya cerca de 100 crisis financieras desde que los mercados de capitales fueron desregulados y liberalizados en los 80, siendo la crisis más grave, antes de la presente, la crisis financiera asiática de 1997.
La dinámica de la implosión subprime
No entraré en detalle en la dinámica de la actual crisis, originada en el colapso del mercado inmobiliario estadounidense, fenómeno conocido también como “implosión subprime”. Algunas dimensiones clave de esa implosión (como el estímulo que Alan Grrenspan proporcionó a la burbuja financiera al recortar en junio de 2003 los tipos de interés hasta un 1% —los más bajos en 45 años— y mantenerlos a ese nivel durante todo un año, a fin de contrarrestar los efectos recesivos del estallido de la burbuja tecnológica de comienzos de los 90) ya se mencionaron ayer. Permitidme tocar, ya sea someramente, dos o tres puntos más.
La crisis hipotecaria subprime no fue un caso de oferta que rebasa la demanda real. La “demanda” había sido, y por mucho, urdida por la manía especulativa de promotores y financieros que querían sacar grandes beneficios de su acceso a la moneda extranjera (el grueso de ella, de origen asiático y chino) que inundó los EEUU en la pasada década. Se vendieron agresivamente gigantescos paquetes hipotecarios a millones de personas que normalmente no habrían podido permitírselo ofreciendo tasas de interés “insultantemente” bajas, que luego habrían de reajustarse a fin de aumentar las cuotas de pago de los flamantes nuevos propietarios de vivienda.
¿Cómo llegaron a convertirse en un problema tan gigantesco unas hipotecas problemáticas? Es que esos activos estaban “securizados”, esto es, convertidos en unos productos o mercancías espectrales llamados “obligaciones de deuda colateralizada” (CDO, por sus siglas en inglés), las cuales permitían especular con la posibilidad de que los créditos hipotecarios no fueran devueltos. Esos activos fueron entonces empaquetados junto a otros activos y comerciados por los originadores de las hipotecas, que trabajaban con distintos tipos de intermediarios tan conscientes del riesgo, que se quitaban de encima el producto a toda velocidad ofreciéndolo a otros bancos e inversores institucionales. A su vez, esas instituciones traspasaron esos títulos a otros bancos e institutos financieros foráneos.
La idea era vender al punto, hacerse con el dinero y lograr un buen y tranquilo beneficio, dejando el riesgo para los incautos que estaban al final de la cadena: para los centenares de miles de instituciones y de inversores individuales que compraban los títulos vinculados a hipotecas. A eso se le llamó “dispersión del riesgo”, y se veía como buena cosa, porque aligeraba los balances contables de las instituciones financieras, permitiéndoles embarcarse en ulteriores actividades de préstamo.
Cuando se elevaron los tipos de interés de los préstamos subprime, de las hipotecas variables y de otros préstamos inmobiliarios, se terminó la partida. Hay cerca de cuatro millones de hipotecas subprime que entrarán probablemente en situación de impago en los próximos dos años, y cinco millones de impagos, en los próximos años, a causa de los tipos hipotecarios variables. Pero títulos cuyo valor total asciende a no menos de 2 billones de dólares han sido ya inyectados, cual si de letales virus se tratara, en el sistema financiero global. El gigantesco sistema circulatorio del capitalismo global ha sido fatalmente infectado. Y, como en una plaga, no sabemos quiénes ni cuántos están fatalmente infectados hasta que vayan emergiendo, porque el conjunto del sistema financiero ha llegado a ser superlativamente opaco a causa de la falta de regulación.
Colapso de la economía real
Nos hallamos ahora en una coyuntura en la que, en vez de cumplir con su tarea primordial de prestar para facilitar la actividad productiva, los bancos se aferran a su tesorería, o compran entidades rivales a fin de robustecer la propia base financiera. No puede sorprender: con el sistema circulatorio del capitalismo global infectado, era sólo cuestión de tiempo hasta que la economía real se contagiara como lo ha hecho, y a una velocidad aterradora, en estas últimas semanas. Woolworth, todo un emblema de la venta al por menor, ha quebrado en Gran Bretaña, la industria automovilística en EEUU está en cuidados intensivos, los beneficios de BMW se han desplomado cerca de un 90%, y hasta la poderosa Toyota ha experimentado un declive sin precedentes en sus beneficios. Con una demanda en caída libre de los consumidores norteamericanos, China y el Este asiático han visto hacinarse sus productos en los muelles de descarga, lo que ha traído consigo una aguda contracción de sus economías y despidos masivos.
La globalización ha hecho que economías que ligaron sus destinos en la época de auge, caigan ahora también de consuno a una velocidad sin precedentes: y no se vislumbra el final.
Permitidme ahora una pausa para declarar la razón de que haya entrado con cierto detalle en las causas y en la dinámica de la crisis: es que he querido destacar el hecho de que lo que hemos visto desarrollarse ante nuestros ojos hasta ahora no es una crisis de la variante neoliberal del capitalismo, sino la crisis del capitalismo.
La respuesta capitalista: socialdemocracia global
Con el colapso de la globalización y con el mercado desregulado yéndose al garete, la metafísica neoliberal con que se adornó el capitalismo contemporáneo ha quedado totalmente desacreditada, por bien que –la cosa no ofrece duda— se siga batiendo todavía en algunas acciones de retaguardia.
Yo creo que, entre las filas del establishment, han cundido realmente el pánico y la confusión, y les embarga el sentimiento de que las cosas irán todavía a peor antes de empezar a mejorar. Se percatan de que las viejas instituciones neoliberales, como el FMI, la OMC y el G-20 resultan irrelevantes, aun si los métodos keynesianos de gasto con déficit e inyección de liquidez en el mercado pudieran llegar a tener efectos muy limitados. Cada vez más, los intelectuales más inteligentes del establishment comienzan a percatarse de que no estamos sino al comienzo de una caída libre global, de que no sabemos realmente cuándo tocaremos fondo y ni de si, cuando lo toquemos, la economía global permanecerá mucho tiempo allí. La mejor imagen de la economía real que se me ocurre a mí es la de un submarino alemán de la II Guerra Mundial que, tocado en pleno Atlántico por las descargas de algún destructor británico, se va rápidamente a pique en dirección al fondo oceánico y, alcanzado el fondo, nadie sabe cómo logrará la tripulación reflotar el submarino. ¿Ocurrirá como en la clásica película de Wolfgang Petersen (Das Boot), y conseguirán las penosas maniobras de la tripulación inyectar aire comprimido bastante en los tanques de lastre como para regresar a superficie? ¿O seguirá el submarino indefinidamente en zonas abisales? ¿Funcionarán hoy los métodos keynesianos de reflotamiento? Los pensadores más críticos del capitalismo, como Martin Wolf o Paul Krugman, no apuestan por ello.
Has dos cosas de las que podemos estar seguros. La primera: los enfoques neoliberales han quedado totalmente desacreditados. Y la segunda: los tercos hechos de base, y no cualesquiera restricciones ideológicas, son los que impondrán con su dictado lo que hayan de hacer quienes se empeñen en salvar el sistema. Así pues, liberémonos ya nosotros para empezar de la idea, según la cual los principios neoliberales constituirán las líneas rojas infranqueables de su política venidera.
Permitidme ser un poco más concreto. Yo creo que las acciones de la nueva administración Obama en Washington constituyen una ruptura con el neoliberalismo. Una cuestión importante, huelga decirlo, cuán decisiva y definitiva será esa ruptura con el neoliberalismo. Pero otras cuestiones van a la médula del capitalismo mismo. ¿Se recurrirá a la propiedad pública, a la intervención pública y al control público simplemente con el propósito de estabilizar el capitalismo, para luego devolver el control a las elites granempresariales? ¿Estamos en puertas de una segunda oleada de capitalismo keynesiano, en el que el Estado y las elites granempresariales se asocian con el mundo del trabajo en una política de fomento de la industria, del crecimiento y de los salarios altos, esta vez con una dimensión verde? ¿O seremos testigos del comienzo de un proceso de desplazamientos fundamentales en la propiedad y en el control de la economía en una dirección más popular? Es verdad que hay límites para las reformas en el sistema de capitalismo global, pero en ningún otro momento en el pasado medio siglo han parecido esos límites más fluidos y porosos que ahora.
En este momento, el gasto masivo en estímulos a niveles record –un anatema para los neoliberales— se ha convertido en práctica generalizada, siendo las únicas divergencias entre las elites del Norte en torno al monto que deben tener esos gastos para lograr reflotar el submarino. En eso, Obama se ha revelado el superkeynesiano. También está en curso la nacionalización de los bancos –otra práctica condenada por el neoliberalismo—, y las cuestiones que dividen a las élites se refieren al grado de agresividad que debe tener el gobierno al ejercer el control sobre las participaciones mayoritarias de las acciones y a si devolverá los bancos a la gestión privada una vez pasada la crisis.
Al contrario de lo que se mantuvo aquí ayer en algunas intervenciones, la reprivatización no es un hecho predeterminado. Son los hechos de base los que determinarán la respuesta a todas estas cuestiones, pues la tarea que tienen entre manos los gestores de la crisis del capitalismo no es la de hacer que las soluciones adoptadas estén en línea con una doctrina de todo punto desacreditada, sino la de salvar el capitalismo.
Más allá del gasto con déficit y de la nacionalización, yo creo que, en el seno del establishment, prosperará un debate sobre si conviene seguir la senda de lo que yo llamo “socialdemocracia global”, o SDG, para responder a la desesperada necesidad dual que tiene el capitalismo tanto de estabilización como de legitimidad.
Aun antes de que se desarrollara plenamente la crisis financiera, los partidarios de la SDG habían ido ya tomando posiciones a favor de la misma como alternativa a la globalización neoliberal, avisados como estaban de las tensiones y los agobios generados por ésta. Una personalidad vinculada a eso es el primer ministro británico Gordon Brown, quien encabezó la respuesta europea inicial al desplome financiero a través de la nacionalización parcial de los bancos. Visto generalmente como el padrino de la campaña “Hagamos que la pobreza sea historia” en el Reino Unido, Brown, siendo todavía ministro de hacienda británico, propuso lo que llamó un “capitalismo de alianza” entre el mercado y las instituciones estatales, capaz de reproducir a escala global lo que, según él, hizo Franklin Roosevelt para una economía nacional: “asegurar los beneficios del mercado domando sus excesos”. Tiene que ser un sistema, continuaba Brown, que “se haga con todos los beneficios de los mercados globales y los flujos de capitales, minimice el riesgo de crisis, maximice las oportunidades de todos y sostenga a los más vulnerables: se trata, en una palabra, de restaurar en la economía internacional los fines públicos y los ideales elevados”.
En la articulación del discurso socialdemócrata global se ha sumado a Brown un grupo diverso compuesto, entre otros, por el economista Jeffrey Sachs, George Soros, el antiguo Secretario General de la ONU, Kofi Annan, el sociólogo David Held, el Premio Nobel Joseph Stiglitz, y hasta Bill Gates. Hay, evidentemente, diferencias de matiz en las posiciones de estas gentes, pero el impulso de sus perspectivas es el mismo: implantar un orden social y articular un sólido consenso a favor del capitalismo global.
Entre las posiciones clave promovidas por los partidarios de la SDG están las siguientes:
- La globalización es esencialmente beneficiosa para el mundo; los neoliberales no han sabido ni gestionarla ni venderla a la opinión pública.
- Es urgente salvar a la globalización de los neoliberales, porque la globalización es reversible y hasta puede que se halle ya en proceso de franca retrogresión.
- El crecimiento no tiene por qué ir acompañado de una creciente desigualdad.
- Hay que evitar el unilateralismo, preservando al propio tiempo, aun si fundamentalmente reformadas, las instituciones y los acuerdos multilaterales.
- La integración social global, la reducción de las desigualdades tanto dentro de los países como entre los países, tiene que acompañar a la integración en el Mercado global.
- La deuda global de los países en vías de desarrollo tiene que ser cancelada o drásticamente reducida, a fin de que los ahorros de ellos resultantes puedan emplearse para estimular las economías locales, contribuyendo así a la reflación global.
- La pobreza y la degradación medioambiental han llegado a al punto de gravedad, que se hace preciso poner por obra un programa de ayudas masivas al estilo del “Plan Marshall” del Norte para el Sur en el marco de los Objetivos de Desarrollo del Milenio.
- Hay que impulsar una “segunda revolución verde”, especialmente en África, mediante el uso generalizado de semillas genéticamente modificadas.
- Hay que dedicar ingentes recursos a encarrilar la economía global por una senda más sostenible medioambientalmente, desempeñando los gobiernos un papel rector (“keynesianismo verde” o “capitalismo verde”).
Los límites de la socialdemocracia global
No se ha prestado demasiada atención a la socialdemocracia global, tal vez porque, como los generales franceses al romper la II Guerra Mundial, muchos progresistas siguen combatiendo en la guerra anterior, es decir, contra el neoliberalismo. Se precisa urgentemente de una crítica, y no sólo porque la SDG es el más probable candidato a suceder al neoliberalismo; más decisivo es el hecho de que, aunque la SDG tiene varios elementos positivos, tiene, como la vieja socialdemocracia de impronta keynesiana, muchos rasgos problemáticos.
Se puede comenzar la crítica destacando cuatro problemas centrales en la perspectiva de la SDG.
Primero: la SDG comparte con el neoliberalismo el sesgo favorable a la globalización, diferenciándose aquí sólo por su promesa de ser capaz de promoverla mejor que los neoliberales. Globalización significa para ellos una rápida integración de la producción y de los mercados, pero con una regulación eficaz, según lo planteó el Director General de Finanzas de la UE, Jan Koopman, que se dice keynesiano. Eso monta, sin embargo, tanto como decir que basta añadir la dimensión de la regulación, junto con la de la “integración social global”, para que un proceso esencialmente destructivo y desvertebrador, social y ecológicamente hablando, resulte digerible y aceptable. La SDG parte del supuesto de que las gentes desean realmente formar parte de una economía global funcionalmente integrada en la que hayan desaparecido las barreras que distinguen lo nacional de lo internacional. ¿No será, al contrario, que, hartas como están las gentes de los comportamientos erráticos de la economía internacional, lo que preferirían es más bien formar parte de economías sujetas a control local? Y ocurre, en efecto, que la actual deriva bajista de las economías interconectadas viene a confirmar con hechos harto contundentes la validez de las críticas centrales del movimiento antiglobalizador al proceso de globalización.
Segundo: la SDG comparte la preferencia del neoliberalismo por los mercados como mecanismo principal de producción, distribución y consumo, diferenciándose sobre todo por predicar la acción del Estado en punto a corregir los fallos del mercado. El tipo de globalización que necesita el mundo, de acuerdo con Jeffery Sachs en The End of Poverty, implicaría “engancharse al carro (…) de la notoria potencia del comercio y la inversión, reconociendo y enfrentándose a sus limitaciones mediante una acción colectiva compensatoria”. Eso es muy otra cosa que decir que la ciudadanía y la sociedad civil son quienes deben tomar las decisiones económicas clave, siendo el mercado, como la burocracia estatal, un mero mecanismo de realización de decisiones democráticamente tomadas.
Tercero: la SDG es un proyecto tecnocrático, con expertos sirviendo menús y lanzando reformas sociales desde su poltrona, no un proyecto participativo en el que las iniciativas discurran de abajo arriba.
Cuarto: la SDG, aunque crítica con el neoliberalismo, acepta el marco del capitalismo monopolista, que refuerza en lo fundamental el control privado concentrado de los medios de producción, deriva beneficio de la extracción explotadora de valor excedente generado por el trabajo, va de crisis en crisis por causa de sus tendencias a la sobreproducción y, encima, en su búsqueda de rentabilidad, tiende a poner al medio ambiente al límite de sus capacidades. Como ocurriera con el keynesianismo en el marco nacional, la SDG busca en el marco global un nuevo compromiso de clase que venga acompañado de nuevos métodos para contener o minimizar la tendencia del capitalismo a la crisis. Así como la vieja socialdemocracia y el New Deal estabilizaron el capitalismo nacional, la función histórica de la socialdemocracia global sería la de allanar las hirsutas contradicciones del capitalismo global y relegitimarlo tras la era de crisis y caos dejada en herencia por el neoliberalismo.
De de la cruz a la fecha, la SDG lidia con cuestiones de gestión social. La izquierda, en cambio, tiene que lidiar con cuestiones de emancipación social. La SDG se atiene a la gestión tecnocrática; la izquierda, a la democracia participativa desde la raíz, desde las mismas empresas. La SDG busca reconfigurar el capitalismo monopolista, como hiciera en su día el viejo keynesianismo, pero esta vez a escala global. La izquierda, obligada a plantearse el problema de las relaciones de propiedad, tiene que buscar la creación de un sistema postcapitalista. La SDG quiere perfeccionar la globalización. La izquierda quiere la desglobalización. La SDG ve el futuro en el capitalismo verde. La izquierda ve la descapitalistización como condición previa a cualquier organización social planetaria ecológicamente benigna.
Como el presidente brasileño Lula, el presidente Obama tiene el talento retórico para tender puentes entre diferentes discursos. En lo tocante a economía, es una tabula rasa. Como Roosevelt, no se ata a fórmulas del ancien régime. Como Lula y como Roosevelt, es un pragmático cuyo criterio básico es el éxito en la gestión social. Como tal, está en una posición única para encabezar esa ambiciosa empresa reformista. Nuestra tarea no puede únicamente consistir en dar apoyo a los aspectos positivos del programa de la SDG que promuevan el bienestar popular y oponernos a los que lleven a la re-estabilización del capitalismo. También tenemos que ser capaces, y eso es todavía más importante, de diferenciar, mientras dure el proceso, nuestro proyecto del de la SDG y ganar apoyos para nuestra visión y para nuestro programa estratégicos.
El desafío procedente de la derecha
Sin embargo, la opción a la que nos enfrentamos en el periodo que se avecina no pasa por elegir entre la Izquierda y la Socialdemocracia Global. ¡Sería una elección harto sencilla! Porque lo cierto es que podría comenzar a articularse una respuesta que fuera anti-neoliberal en materia económica, al menos retóricamente, populista en materia social, pero excluyente en sus políticas, es decir, evocadora de solidaridades de tribu, no de pueblo. Ya hemos empezado a ver algo de eso en la actitud del presidente francés Sarkozy. Tras declarar que “el capitalismo de laissez-faire ha muerto”, creó un fondo de inversión estratégico de 20 mil millones de euros para promover la innovación tecnológica, mantener las industrias más avanzadas en manos francesas y conservar puestos de trabajo. “El día que dejemos de construir trenes, aviones, automóviles y barcos, ¿qué quedará de la economía francesa?”, se preguntó retóricamente hace unos días. “Recuerdos. Yo no quiero hacer de Francia una mera reserva turística”. Este tipo de política industrial agresiva, tendente a reagrupar a los sectores clave de la clase capitalista francesa y a ganar ascendiente sobre la clase obrera blanca tradicional del país, puede muy bien ir de la mano con las políticas excluyentes y anti-inmigratorias con que ha venido asociándose al presidente francés.
El populismo conservador de Sarkozy es relativamente templado. Los hay más radicales aguardando en los márgenes, como el movimiento antimusulmán de Gerd Wilders en Holanda, al que se augura un 28% de escaños en las próximas elecciones parlamentarias merced a una oportuna amalgama de solidaridad comunal, teoría económica populista y liderazgo autoritario. Por doquiera en el mundo desarrollado hay movimientos de este tipo, y lo que a mí me preocupa es que la crisis en curso pueda abrirles el camino para lograr alcanzar una masa crítica.
Porque las cosas irán a peor, a mucho peor, antes de comenzar a ir mejor, y la crisis global no es algo que pueda gestionarse tecnocráticamente, como si se tratara del aterrizaje suave realizado hace unas semanas por el piloto de US Airways en el río Hudson en Nueva York. Si la Socialdemocracia Global fracasa en su intento de revigorizar el capitalismo y la Izquierda es incapaz de articularse con una visión programática fundada en la igualdad, la justicia y la democracia participativa que resulte atractiva para el pueblo en un período de crisis grave y duradera, entonces otras fuerzas se aprestarán a llenar el vacío, como ocurrió en los años 30 del siglo pasado. Si hay algo que Rosa Luxemburgo, Gramsci y Lenin pueden enseñarnos hoy es que no bastan la buena voluntad, los valores y la visión; que, al final, es decisiva la política, entendida como una visión de poder, como una estrategia efectiva de construcción de coaliciones y como astutas y flexibles tácticas de formación de una masa crítica para ganar poder, como una actividad con dimensiones parlamentarias y extraparlamentarias. La naturaleza tiene horror al vacío, y nosotros tenemos que estar dispuestos a llenar el vacío. O perderemos. Y eso no podemos permitírnoslo ahora.
La izquierda tiene que despertar
Para resumir. Mientras los progresistas estaban inmersos en una guerra total contra el neliberalismo, el pensamiento reformista iba calando en los círculos del establishment. Ese pensamiento se está convirtiendo ahora en política, y la izquierda tiene que trabajar el doble para hacer lo propio. No es solo cosa de pasar de la crítica a la prescripción. Se trata de rebasar las limitaciones de la imaginación política de la izquierda impuestas por la agresividad del desafío neoliberal en los 80, que vino a combinarse con el colapso de los regímenes socialistas burocráticos a comienzos de los 90. La izquierda debería atreverse a aspirar de nuevo a paradigmas de organización social que tendieran sin recato a la igualdad y al control democrático participativo tanto de la economía nacional como de la economía mundial: porque esas son condiciones necesarias de la emancipación individual y colectiva y –hay que añadirlo— de la estabilización ecológica.
Esa es una perspectiva por la que deberíamos poder combatir, no simplemente librando una batalla por la consciencia del gente, sino también por su corazón y su alma. Y aquí la lucha es, por un lado, contra los esquemas capitalistas tecnocráticos de reestabilización capitalista de la socialdemocracia global y, por el otro, contra los esquemas con base de masas de la reestabilización capitalista del populismo nacionalista y fundamentalista. Las ideas no bastan, y lo que será decisivo es el modo de traducir nuestras ideas y nuestros valores y nuestra visión a una estrategia y a unas tácticas con vocación ganadora que puedan triunfar democráticamente. Tenemos que salir del economicismo al que quedó reducida la izquierda global en la era neoliberal: la política tiene que volver a tomar el mando.
Walden Bello es presidente de la Freedom from Debt Coalition, investigador principal del Focus on the Global South y profesor de economía política en la Universidad de Filipinas. En Europa, es miembro honorario del partido alemán Die Linke.
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