En medio de las clásicas polarizaciones políticas que han fracturado al país, es importante plantear que existen “modelos de democracia” y no un único “canon democrático” claramente asentado como concepto normativo, no sometido a las articulaciones hegemónicas de la política. En el siglo XIX, el liberalismo político y la democracia encontraron una articulación política contingente que se estabilizó gradualmente, dando lugar al “liberalismo democrático”. ¿Pero implica esto que toda democracia es una “democracia liberal”? Si se analiza en profundidad la historia de la idea de la democracia, la respuesta es no. Inversamente, no hay “necesidad histórica” alguna para que todo liberalismo sea democrático. Esto abre un extraordinario campo de estudios e interpretaciones con consecuencias en la acción política, para comprender las tensiones entre liberalismo, democracia y socialismo. En las tradiciones socialistas, fue Lenin el que más insistió en demarcar claramente lo que denominó la “democracia burguesa” de la “democracia proletaria”. Este linaje fue de la tesis de la democracia proletaria a la tristemente célebre “democracia popular” del campo soviético, hasta llegar incluso en el famoso “bloque de cuatro clases” de extracción estalinista (y de aplicación maoísta), para hablar de la “nueva democracia”. La famosa frase de “liberales adocenados” de Lenin quedó sellada tanto para Kautsky como para Bernstein. “Liberal adocenado” es la fórmula elegante que utilizan los seguidores de la revolución bolchevique para descalificar las “desviaciones liberales”, el “oportunismo de derecha”. Desde allí comenzó una larga cadena de descalificaciones a la “revolución pacífica”, a la “legalidad burguesa”, a los “métodos democráticos”, y si no faltara poco, a la “representación política” y al “sufragio universal”. En pocas palabras, para el leninismo consecuente, no hay posibilidad alguna de revoluciones pacíficas, democráticas y electorales hacia el socialismo, y quedarían canceladas la vía chilena o venezolana (o el eurocomunismo), ya que la contrarrevolución violenta bloquearía el tránsito revolucionario y el “pacifismo” impediría construir una dictadura del proletariado (la violencia revolucionaria o contrarrevolucionaria son las parteras de la historia). Sin embargo, fue Rosa Luxemburgo quién le colocó el cascabel al gato a la revolución rusa en sus encrucijadas democráticas, y analizó como el desvarío autoritario se apoderó desde la cuna de la dirigencia bolchevique. No quiere decir esto que Luxemburgo subestimara el papel de la violencia política (fue victima de ella, por cierto), sino que alertó sobre cómo la acción política bolchevique ponía en riesgo el vínculo indisoluble entre democracia y socialismo. La semilla autoritaria venía directamente inscrita en los intentos de dirección y control político de la democracia de consejos (Soviets) ¿Es posible controlar desde un centro de dirección política, desde un núcleo de decisión política, la democracia de consejos? Allí comenzó el verdadero drama de la revolución bolchevique. Y es que desde finales del siglo XIX, el movimiento socialista europeo se aglutinaba alrededor de la “socialdemocracia revolucionaria”: un término realmente extraviado de la memoria socialista, que es el auténtico legado político de la revolución teórica inconclusa de Marx; e incluso, de la primera codificación marxista en manos de Engels. Escuchemos bien: “socialdemocracia revolucionaria”, o lo que es lo mismo, movimiento político donde quedan articuladas indisolublemente la revolución democrática y la revolución socialista. Nada que ver entonces con la revisión reformista de la socialdemocracia, fruto de Bernstein, por una parte, y de los graves errores del partido socialdemócrata alemán de incorporarse a la llamada Primera Guerra. Pero tampoco, nada que ver con la revisión jacobina-blanquista de Lenin del legado de Marx y Engels sobre la democracia. La indigencia teórica ha llevado a descuidar las importantes contribuciones de Arthur Rosenberg y de Lelio Basso para analizar en profundidad las articulaciones históricas indisolubles entre la democracia de multitudes y el socialismo revolucionario en la obra abierta de Marx. El culto extremo a las tesis leninistas en las izquierdas revolucionarias, las incapacitaron para encontrar, lo que Adam Shaff ha denominado las trans-literalizaciones abusivas de Lenin sobre los textos de Marx y Engels cuando escribió “El Estado y la Revolución”: evangelio político de una supuesta “teoría del estado y la revolución marxista”. Lamentablemente, hay malas noticias para los burócratas de partido-aparato, el leninismo no es ni la continuación-profundización de Marx ni la aplicación creadora de los principios teóricos de Marx a la situación concreta de Rusia. Entre Marx y Lenin hay significativos cortocircuitos teóricos y políticos. Es plausible comprender las razones por las que una cultura de aparato ha pretendido silenciar estos cortocircuitos. Mas preocupados por las funciones prácticas de la doctrina en la consolidación de la enajenación política y del cemento ideológico en el partido-aparato, han creado toda una mitología marxista-leninista que no tiene justificación teórica ni histórica alguna. Por eso, no sería extraño a Marx plantear aquella frase: “Yo no soy marxista”… y mucho menos “Marxista-Leninista”. En fin, contra el dogmatismo de izquierda: Marx, Socialismo y democracia radical.
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