(Extracto del ensayo "El anarquismo", de Daniel Guerin)
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No obstante, en la esfera de mayor importancia para ellos,vale decir, en la económica, los anarquistas españoles, presionados por las masas, se mostraron más intransigentes y las concesiones que se vieron obligados a hacer fueron mucho más limitadas. En buena medida, la autogestión agrícola e industrial tomó vuelo por sus propios medios. Pero, a medida que se fortalecía el Estado y se acentuaba el carácter totalitario de la guerra, tornábase más aguda la contradicción entre aquella república burguesa beligerante y ese experimento de comunismo o, más generalmente, de colectivismo libertario que se llevaba adelante paralelamente. Por último, la autogestión tuvo que batirse prácticamente en retirada, sacrificada en el altar del “antifascismo”.
Nos detendremos un poco sobre esta experiencia, la cual, afirma Peirats, no ha sido aún objeto de estudio metódico, tarea por cierto engorrosa ya que la autogestión presenta infinidadde variantes, según el lugar y el momento de que se trate. Creemos conveniente dedicarle especial atención, pues es relativamente poco conocida. Hasta en el campo republicano se la ignoró casi por completo e incluso se la desacreditó. La guerra civil la hundió en la sombra del olvido y aún hoy la reemplaza en los recuerdos de la humanidad. El filme Morir en Madrid no menciona siquiera dicha experiencia, y, sin embargo, ella es quizás el legado más positivo del anarquismo español.
Al producirse la Revolución del 19 de julio de 1936, fulminante respuesta popular al pronunciamiento franquista, los grandes industriales y hacendados se apresuraron a abandonar sus posesiones para refugiarse en el extranjero. Los obreros y campesinostomaron a su cargo aquellos bienes sin dueño. Los trabajadores agrícolas decidieron continuar cultivando el suelo por sus propios medios y, espontáneamente, se asociaron en “colectividades”. El 5 de septiembre se reunió en Cataluña un congreso regional de campesinos, convocado por la CNT, en el que se resolvió colectivizar la tierra bajo el control y la dirección de los sindicatos. Las grandes haciendas y los bienes de los fascistas serían socializados. En cuanto a los pequeños propietarios, podían escoger libremente entre continuar en el régimen de propiedad individual o entrar en el de propiedad colectiva. Estas iniciativas sólo recibieron consagración legal más tarde, el 7 de octubre de 1936, cuando el gobierno republicano central confiscó sin previo pago de indemnización los bienes de las “personas comprometidas en la rebelión fascista”. Fue ésta una medida incompleta desde el punto de vista legal, pues sólo sancionaba una pequeña parte de las apropiaciones ya realizadas espontáneamente por el pueblo: los campesinos habían efectuado las expropiaciones indiscriminadamente, sin tomar en cuenta si el propietario había participado o no en el golpe militar.
En los países subdesarrollados, donde faltan los medios técnicos necesarios para el cultivo en gran escala, el campesino pobre se siente más atraído por la propiedad privada, de la cual nunca gozó, que por la agricultura socializada. Pero en España, la educación libertaria y la tradición colectivista compensaron la insuficiencia de los medios técnicos y contrarrestaron las tendencias individualistas de los campesinos empujándolos, de buenas a primeras, hacia el socialismo. Los campesinos pobres optaron por ese camino, en tanto que los más acomodados se aferraron al individualismo, como sucedió en Cataluña. La gran mayoría (90 por ciento) de los trabajadores de la tierra prefirieron, desde el principio, entrar en las colectividades. Con ello se selló la alianza de los campesinos con los obreros urbanos, quienes, por la naturaleza de su trabajo, eran partidarios de la socialización de los medios de producción.
Al parecer, la conciencia social estaba aún más desarrollada en el campo que en la ciudad.
Las colectividades agrícolas comenzaron a regirse según una doble gestión: económica y local a la vez. Ambas funciones estaban netamente delimitadas, pero, en casi todos los casos, las asumían o las dirigían los sindicatos.
En cada aldea, la asamblea general de campesinos trabajadores elegía un comité administrativo que se encargaba de dirigir la actividad económica. Salvo el secretario, los miembros del comité seguían cumpliendo sus tareas habituales. Todos los hombres aptos, entre los dieciocho y sesenta años, tenían la obligación de trabajar. Los campesinos se organizaban en grupos de diez o más, encabezados por un delegado, a cada equipo se le asignaba una zona de cultivo o una función, de acuerdo con la edad de sus miembros y la índole del trabajo.Todas las noches, el comité administrativo recibía a los delegados de los distintos grupos. En cuanto a la parte de administración local, la comuna convocaba frecuentemente una asamblea vecinal general en la que se rendían cuentas de lo hecho.
Todo era de propiedad común, con excepción de las ropas,los muebles, las economías personales, los animales domésticos las parcelas de jardín y las aves de corral destinadas al consumo familiar. Los artesanos, los peluqueros, los zapateros, etc.,estaban a su vez agrupados en colectividades. Las ovejas de la comunidad se dividían en rebaños de varios cientos de cabezas, que eran confiados a pastores y distribuidos metódicamente en las montañas.
En lo que atañe al modo de repartir los productos, se probaron diversos sistemas, unos nacidos del colectivismo, otros del comunismo más o menos integral y otros, aun, de la combinación de ambas. Por lo general, se fijaba la remuneración en función de las necesidades de los miembros del grupo familiar. Cada jefe de familia recibía, a modo de jornal, un bono expresado en pesetas, el cual podía cambiarse por artículos de consumo en las tiendas comunales, instaladas casi siempre en la iglesia o sus dependencias. El saldo no consumido se anotaba en pesetas en el haber de una cuenta de reserva individual, y el interesado podía solicitar una parte limitada de dicho saldo para gastos personales. El alquiler, la electricidad, la atención médica, los productos medicinales, la ayuda a los ancianos, etc., eran gratuitos, lo mismo que la escuela, que a menudo funcionaba en un viejo convento y era obligatoria para los niños menores de catorce años, a quienes no se permitía realizar trabajos manuales.
La adhesión a la colectividad era totalmente voluntaria; así lo exigía la preocupación fundamental de los anarquistas: el respeto por la libertad. No se ejercía presión alguna sobre los pequeños propietarios, quienes, al mantenerse apartados de la comunidad por propia determinación y pretender bastarse a símismos, no podían esperar que ésta les prestara servicios o ayuda. No obstante, les estaba permitido participar, siempre por libre decisión, en los trabajos de la comuna y enviar sus productos a los almacenes comunales. Se los admitía en las asambleas generales y gozaban de ciertos beneficios colectivos. Sólo se les impedía poseer más tierra de la que podían cultivar; y se les imponía una única condición: que su persona o sus bienes no perturbaran en nada el orden socialista. Aquí y allá, se reunieron las tierras socializadas en grandes predios mediante el intercambio voluntario de parcelas con campesinos que no integraban la comunidad. En la mayor parte de las aldeas socializadas, fue disminuyendo paulatinamente el número de campesinos o comerciantes no adheridos a la colectividad. Al sentirse aislados, preferían unirse a ella.
Con todo, parece que las unidades que aplicaban el principio colectivista de la remuneración por día de trabajo resistieron mejor que aquellas, menos numerosas, en las cuales se quiso aplicar antes de tiempo el comunismo integral desdeñando el egoísmo todavía arraigado en la naturaleza humana, sobre todo en las mujeres. En ciertos pueblos, donde se había suprimido la moneda de intercambio y se consumía la producción propia, es decir, donde existía una economía cerrada, se hicieron sentir los inconvenientes de tal autarquía paralizante; además, el individualismo no tardó en volver a tomar la delantera y provocó la desmembración de la comunidad al retirarse ciertos pequeños propietarios que habían entrado en ella sin estar maduros, sin una verdadera mentalidad comunista.
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No obstante, en la esfera de mayor importancia para ellos,vale decir, en la económica, los anarquistas españoles, presionados por las masas, se mostraron más intransigentes y las concesiones que se vieron obligados a hacer fueron mucho más limitadas. En buena medida, la autogestión agrícola e industrial tomó vuelo por sus propios medios. Pero, a medida que se fortalecía el Estado y se acentuaba el carácter totalitario de la guerra, tornábase más aguda la contradicción entre aquella república burguesa beligerante y ese experimento de comunismo o, más generalmente, de colectivismo libertario que se llevaba adelante paralelamente. Por último, la autogestión tuvo que batirse prácticamente en retirada, sacrificada en el altar del “antifascismo”.
Nos detendremos un poco sobre esta experiencia, la cual, afirma Peirats, no ha sido aún objeto de estudio metódico, tarea por cierto engorrosa ya que la autogestión presenta infinidadde variantes, según el lugar y el momento de que se trate. Creemos conveniente dedicarle especial atención, pues es relativamente poco conocida. Hasta en el campo republicano se la ignoró casi por completo e incluso se la desacreditó. La guerra civil la hundió en la sombra del olvido y aún hoy la reemplaza en los recuerdos de la humanidad. El filme Morir en Madrid no menciona siquiera dicha experiencia, y, sin embargo, ella es quizás el legado más positivo del anarquismo español.
Al producirse la Revolución del 19 de julio de 1936, fulminante respuesta popular al pronunciamiento franquista, los grandes industriales y hacendados se apresuraron a abandonar sus posesiones para refugiarse en el extranjero. Los obreros y campesinostomaron a su cargo aquellos bienes sin dueño. Los trabajadores agrícolas decidieron continuar cultivando el suelo por sus propios medios y, espontáneamente, se asociaron en “colectividades”. El 5 de septiembre se reunió en Cataluña un congreso regional de campesinos, convocado por la CNT, en el que se resolvió colectivizar la tierra bajo el control y la dirección de los sindicatos. Las grandes haciendas y los bienes de los fascistas serían socializados. En cuanto a los pequeños propietarios, podían escoger libremente entre continuar en el régimen de propiedad individual o entrar en el de propiedad colectiva. Estas iniciativas sólo recibieron consagración legal más tarde, el 7 de octubre de 1936, cuando el gobierno republicano central confiscó sin previo pago de indemnización los bienes de las “personas comprometidas en la rebelión fascista”. Fue ésta una medida incompleta desde el punto de vista legal, pues sólo sancionaba una pequeña parte de las apropiaciones ya realizadas espontáneamente por el pueblo: los campesinos habían efectuado las expropiaciones indiscriminadamente, sin tomar en cuenta si el propietario había participado o no en el golpe militar.
En los países subdesarrollados, donde faltan los medios técnicos necesarios para el cultivo en gran escala, el campesino pobre se siente más atraído por la propiedad privada, de la cual nunca gozó, que por la agricultura socializada. Pero en España, la educación libertaria y la tradición colectivista compensaron la insuficiencia de los medios técnicos y contrarrestaron las tendencias individualistas de los campesinos empujándolos, de buenas a primeras, hacia el socialismo. Los campesinos pobres optaron por ese camino, en tanto que los más acomodados se aferraron al individualismo, como sucedió en Cataluña. La gran mayoría (90 por ciento) de los trabajadores de la tierra prefirieron, desde el principio, entrar en las colectividades. Con ello se selló la alianza de los campesinos con los obreros urbanos, quienes, por la naturaleza de su trabajo, eran partidarios de la socialización de los medios de producción.
Al parecer, la conciencia social estaba aún más desarrollada en el campo que en la ciudad.
Las colectividades agrícolas comenzaron a regirse según una doble gestión: económica y local a la vez. Ambas funciones estaban netamente delimitadas, pero, en casi todos los casos, las asumían o las dirigían los sindicatos.
En cada aldea, la asamblea general de campesinos trabajadores elegía un comité administrativo que se encargaba de dirigir la actividad económica. Salvo el secretario, los miembros del comité seguían cumpliendo sus tareas habituales. Todos los hombres aptos, entre los dieciocho y sesenta años, tenían la obligación de trabajar. Los campesinos se organizaban en grupos de diez o más, encabezados por un delegado, a cada equipo se le asignaba una zona de cultivo o una función, de acuerdo con la edad de sus miembros y la índole del trabajo.Todas las noches, el comité administrativo recibía a los delegados de los distintos grupos. En cuanto a la parte de administración local, la comuna convocaba frecuentemente una asamblea vecinal general en la que se rendían cuentas de lo hecho.
Todo era de propiedad común, con excepción de las ropas,los muebles, las economías personales, los animales domésticos las parcelas de jardín y las aves de corral destinadas al consumo familiar. Los artesanos, los peluqueros, los zapateros, etc.,estaban a su vez agrupados en colectividades. Las ovejas de la comunidad se dividían en rebaños de varios cientos de cabezas, que eran confiados a pastores y distribuidos metódicamente en las montañas.
En lo que atañe al modo de repartir los productos, se probaron diversos sistemas, unos nacidos del colectivismo, otros del comunismo más o menos integral y otros, aun, de la combinación de ambas. Por lo general, se fijaba la remuneración en función de las necesidades de los miembros del grupo familiar. Cada jefe de familia recibía, a modo de jornal, un bono expresado en pesetas, el cual podía cambiarse por artículos de consumo en las tiendas comunales, instaladas casi siempre en la iglesia o sus dependencias. El saldo no consumido se anotaba en pesetas en el haber de una cuenta de reserva individual, y el interesado podía solicitar una parte limitada de dicho saldo para gastos personales. El alquiler, la electricidad, la atención médica, los productos medicinales, la ayuda a los ancianos, etc., eran gratuitos, lo mismo que la escuela, que a menudo funcionaba en un viejo convento y era obligatoria para los niños menores de catorce años, a quienes no se permitía realizar trabajos manuales.
La adhesión a la colectividad era totalmente voluntaria; así lo exigía la preocupación fundamental de los anarquistas: el respeto por la libertad. No se ejercía presión alguna sobre los pequeños propietarios, quienes, al mantenerse apartados de la comunidad por propia determinación y pretender bastarse a símismos, no podían esperar que ésta les prestara servicios o ayuda. No obstante, les estaba permitido participar, siempre por libre decisión, en los trabajos de la comuna y enviar sus productos a los almacenes comunales. Se los admitía en las asambleas generales y gozaban de ciertos beneficios colectivos. Sólo se les impedía poseer más tierra de la que podían cultivar; y se les imponía una única condición: que su persona o sus bienes no perturbaran en nada el orden socialista. Aquí y allá, se reunieron las tierras socializadas en grandes predios mediante el intercambio voluntario de parcelas con campesinos que no integraban la comunidad. En la mayor parte de las aldeas socializadas, fue disminuyendo paulatinamente el número de campesinos o comerciantes no adheridos a la colectividad. Al sentirse aislados, preferían unirse a ella.
Con todo, parece que las unidades que aplicaban el principio colectivista de la remuneración por día de trabajo resistieron mejor que aquellas, menos numerosas, en las cuales se quiso aplicar antes de tiempo el comunismo integral desdeñando el egoísmo todavía arraigado en la naturaleza humana, sobre todo en las mujeres. En ciertos pueblos, donde se había suprimido la moneda de intercambio y se consumía la producción propia, es decir, donde existía una economía cerrada, se hicieron sentir los inconvenientes de tal autarquía paralizante; además, el individualismo no tardó en volver a tomar la delantera y provocó la desmembración de la comunidad al retirarse ciertos pequeños propietarios que habían entrado en ella sin estar maduros, sin una verdadera mentalidad comunista.
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