jueves, 21 de mayo de 2009

Marxismo y teoría revolucionaria: comunismo, partido, proletariado.

Pese a la lectura “esteticista” que ha predominado con fuerza (la Internacional Situacionista como “última vanguardia”, como grupo artístico, como arquitectura/urbanismo unitario, como padrinos del “punk” y/o baluartes de la contracultura, etc.), la I.S. fue en realidad una de las expresiones más eficaces y serias de “partido comunista” en el siglo XX. Para poder entender eso, lamentablemente, es todavía necesario insistir en una serie de aclaraciones terminológicas y de sentido. Pues la lucha contra la ideología se da muy fuertemente en el ámbito de las palabras, y en esa época -uno de los momentos más reaccionarios del siglo XX-, era difícil usar varias palabras fundamentales en su sentido originario.

3 ejemplos:

Comunismo: Para Marx, y la IS, el comunismo no es un aparato de estado, tampoco un mini-estado o “partido político” o “comité central” de representantes oficiales de la clase, sino que “el movimiento real que suprime las condiciones existentes”. En otro sentido –complementario- “comunismo” es la teoría revolucionaria del proletariado como última clase histórica: aquella que puede realizar la abolición de las separaciones, mediante la abolición del Estado, el mercado, el trabajo y las clases.

Partido: En el siglo XX, “partido” es un Estado en miniatura, y el “partido comunista” una organización burocrática que pretende administrar el capitalismo desde el Estado.

En el siglo XIX, partido es ni más ni menos que cualquier bando organizado, surgido de y definido desde un antagonismo social, desde el conflicto de clase. Hasta Bakunin y después de él otros anarquistas hablaban sin mayor problema de un “partido anarquista”, del “partido proletario”. Por ejemplo, en su panfleto en ruso “Alianza Internacional de la Democracia Socialista”, Bakunin distinguía dos partidos principales, el de la reacción y el de la revolución social, y entre los socialistas hacía a su vez una nueva distinción: “el partido de los socialistas pacíficos o burgueses (que en rigor pertenecen al partido de la reacción), y el partido de los revolucionarios sociales. Estos últimos se subdividen a su vez en socialistas estatales revolucionarios, y en anarco-socialistas revolucionarios, enemigos de todo Estado y de todo principio estatal” (Bakunin, 1978, p. 33).

La posición de Marx sobre el partido se vislumbra claramente de estas partes de su carta a Freiligrath del 29 de febrero de 1860: “Después de que, a partir de mi petición, la Liga fue disuelta en noviembre de 1852, no he pertenecido (ni pertenezco) a ninguna organización secreta o pública; por tanto el partido, en ese sentido absolutamente efímero, para mí ha dejado de existir desde hace ocho años. (…) La Liga (…) no fue más que un episodio en la historia del partido, que nace espontáneamente del suelo de la sociedad moderna (…) Al hablar de partido, doy a este término su sentido eminentemente histórico”. El camarada Rubel, en “El partido proletario en Marx” (1961, de donde hemos tomado la cita anterior) propone la distinción entre partido en sentido “sociológico” (o institucional) y en sentido “ético”. La definición de “comunista” en Marx calza con este segundo sentido: “Nuestro mandato de representación del partido proletario, lo sostenemos nosotros mismos, pero es refrendado por el odio exclusivo y general que nos han dedicado todas las fracciones del viejo mundo y todos los partidos” (Marx a Engels, 18 de mayo de 1859, citado por Rubel, 1961).

Proletariado: Mientras el grueso del marxismo regurgitaba viejas fórmulas con convicción cuasi-religiosa, las que incluían la idealización del proletariado industrial masculino como sujeto revolucionario –con el subsiguiente llanto y lamentaciones cuando les parecía que éste dejaba de existir-, y el “neomarxismo” a su vez proclamaba la muerte del proletariado y centraba sus esperanzas en los estudiantes o el campesinado del “Tercer Mundo”, la IS saltaba por encima de ambas opciones, pues entendía que la vieja lucha de clases se manifestaba de nuevas formas, y el proletariado también debía ser entendido de una manera dinámica.

Usando estas palabras correctamente, se comprende bien a Tronti cuando dice que “la clase obrera no puede hacerse partido dentro de la sociedad capitalista sin impedir a ésta la continuación de su funcionamiento. Cuando ésta funciona, ese no es el partido obrero”.

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La concepción no sólo dinámica sino que negativa del proletariado es otro de los aportes más consistentes de la IS. Dinámica pues lo concibe como un producto histórico flexible de un modo e producción que también lo es. Negativa pues lo esencial no viene dado por tal o cual función “económica” sino por su capacidad de desarrollar un antagonismo que rechaza la totalidad del capitalismo.

Curiosamente, alguien con tan poca fama de revolucionario proletario como Adorno, destacaba este dinamismo cuando a principios de los 40 defendía la necesidad de “contemplar el concepto de clase mismo tan de cerca que se lo fije y modifique a la vez”:

Que se lo fije, “porque su fundamento, la división de la sociedad en explotadores y explotados, no sólo pervive sin menoscabo alguno, sino que gana en violencia y solidez”.

Y que se lo modifique, “porque los oprimidos, hoy, de acuerdo con la predicción de la Teoría, la inmensa mayoría de los seres humanos, no se pueden experimentar a sí mismos como clase” (Theodor Adorno, Reflexiones sobre la teoría de las clases, 1942).


Los situacionistas sabían, como Adorno, que “objetivamente” el proletariado no ha hecho sino crecer, al contrario de lo que afirmaban los sociólogos modernistas y otros especialistas alienados obsesionados con las “clases medias” y la “sociedad de consumo”. Pero no se conforman con el diagnóstico pesimista (tan asociado a los frankfurtorianos y al grueso del marxismo y “postmarxismo” de academia) de que ya no es posible que estas masas de gente se experimenten “subjetivamente” como clase: apuestan a que la fuerza negativa del nuevo proletariado se manifestará otra vez, al tomar consciencia de la “pérdida de poder sobre la vida”, al rechazar las representaciones y su “fuerza exteriorizada”, y al salir de nuevo al escenario histórico de la lucha de clases debía ser capaz de articular una contestación total del capitalismo. Ese nuevo asalto se produjo, en el período 1967/1977 (aunque es el año 1968 ha quedado instalado más fuerte en el imaginario) y dejó heridos de muerte al estalinismo y otras representaciones alienadas de la clase, dando inicio a un período de agitaciones y autonomía obrera que se verificaron a nivel mundial, aunque para los periodistas y sociólogos oficiales dicho período sea visto exclusivamente como una revuelta cultural, estudiantil y tercermundista, como representaciones espectaculares de la revolución.

Posteriormente, con lo que se suele denominar como “crisis ecológica”, la consciencia de clase del proletariado como la clase que expresa los intereses de toda la humanidad, se hace aún una cuestión más urgente y universal. Para Debord (1971), el optimismo científico propio del siglo XIX se había desmoronado en tres puntos: “En primer lugar, la pretensión de garantizar la revolución como solución feliz de los conflictos existentes (la ilusión hegeliano-izquierdista y marxista; la menos compartida por la intelectualidad burguesa, pero la más rica y, después de todo, la menos ilusoria); segundo, la visión coherente del universo y aun simplemente de la materia; y tercero, el sentimiento eufórico y lineal del desarrollo de las fuerzas productivas. Si llegamos a dominar el primer punto, habremos resuelto el tercero; más adelante sabremos hacer del segundo nuestro asunto y nuestro juego”. Por eso, la consigna “¡Revolución o muerte!” ya no sólo es “la expresión lírica de la conciencia rebelde, sino la última palabra del pensamiento científico de nuestro siglo”. Pues “no hay que curar los síntomas, sino la enfermedad misma”.

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"En este desarrollo complejo y terrible que ha arrastrado la época de las luchas de clases hacia nuevas condiciones el proletariado de los países industriales ha perdido completamente la afirmación de su perspectiva autónoma y, en último análisis, sus ilusiones, pero no su ser. No ha sido suprimido. Mora irreductiblemente existiendo en la alienación intensificada del capitalismo moderno: es la inmensa mayoría de trabajadores que han perdido todo el poder sobre el empleo de sus vidas y que, los que lo saben, se redefinen como proletariado, el negativo del obrero en esta sociedad. Este proletariado es reforzado objetivamente por el movimiento de desaparición del campesinado así como por la extensión de la lógica del trabajo en la fábrica que se aplica a gran parte de los "servicios" y de las profesiones intelectuales. Este proletariado se halla todavía subjetivamente alejado de su conciencia práctica de clase, no sólo entre los empleados sino también entre los obreros que todavía no han descubierto más que la impotencia y la mistificación de la vieja política. Sin embargo, cuando el proletariado descubre que su propia fuerza exteriorizada contribuye al fortalecimiento permanente de la sociedad capitalista, ya no solamente bajo la forma de su trabajo, sino también bajo la forma de los sindicatos, los partidos o el poder estatal que él había construido para emanciparse, descubre también por la experiencia histórica concreta que él es la clase totalmente enemiga de toda exteriorización fijada y de toda especialización del poder"
(Debord, Tesis 114 de La Sociedad del Espectáculo).

(Fragmentos de un texto en elaboración. Julio Cortés).

domingo, 10 de mayo de 2009

Dominique Moisi: Estamos ante una rebelión de las masas

En occidente, la furia ya no está limitada a fuerzas anticapitalistas y de antiglobalización extremas. Existe profundo malestar por la inequidad.

La crisis económica actual está uniendo al mundo democrático en la ira tanto como en el miedo? En Francia, frente al cierre de muchas fábricas, una ola de toma de rehenes ejecutivos está sacudiendo las salas de directorio y a la policía en todo el país. En Estados Unidos, las grandes compensaciones que obtienen los ejecutivos de manos de empresas que reciben miles de millones de dólares en rescates con dinero de los contribuyentes -en especial, la gigantesca aseguradora AIG- han enfurecido a la opinión pública. De la misma manera, en Gran Bretaña, un público cada vez más inquisitivo y crítico hoy está aglutinando a banqueros y miembros del Parlamento en un clima común de sospecha.

¿La actual crisis está creando o revelando una creciente división entre gobernantes y gobernados? La furia popular es una de las consecuencias más predecibles, y ciertamente inevitables, de la actual crisis financiera y económica. El factor de unión detrás de esta creciente furia es el rechazo de la desigualdad tanto real como percibida -la desigualdad tanto en el trato como en las condiciones económicas.

Parece obvio que una mayor desigualdad económica en Estados Unidos y, de hecho, en toda la OCDE, ha cebado la percepción de injusticia y de creciente furia. En Estados Unidos, a medida que remontó vuelo el sector financiero, la base industrial se contrajo marcadamente. Resulta evidente que en todo el mundo occidental, particularmente en los últimos 20 años, a quienes estaban en la cima de la escala salarial les ha ido mucho mejor que a aquellos en el medio o en la parte inferior. Mientras los ricos se enriquecían, los pobres no se empobrecían, pero la brecha entre ricos y pobres se expandió significativamente.

La actual crisis puede haber erosionado seriamente la riqueza de muchos de los muy ricos, destruyendo sus activos de una manera sin precedentes. Pero el miedo, si no la desesperación, de los pobres y de los no tan pobres ha aumentado de forma tremenda. Por supuesto, las desigualdades entre los países son una cosa, y las desigualdades dentro de los países, otra muy diferente. Pero hoy los dos procesos se están produciendo simultáneamente y a un ritmo acelerado.

La furia ya no está limitada a fuerzas anticapitalistas y de antiglobalizació n extremas. Un profundo sentimiento de injusticia se está propagando en grandes segmentos de la sociedad. Esta sensación de injusticia es contenida sólo en parte por consideraciones políticas en Estados Unidos, gracias al "factor Obama", un fenómeno raro que se puede describir como el restablecimiento de la confianza en los líderes políticos propios.

Pero cuanto más se desconfíe de la política, mayor será la furia que se manifieste, especialmente si el país está impregnado de una tradición y cultura "revolucionaria" romántica. Es el caso de Francia, donde contrariamente a lo que pensaba el historiador François Furet en el colapso del comunismo hace 20 años, la Revolución Francesa ni terminó ni es un capítulo cerrado de la historia.

http://www.kaosenlared.net/noticia/estamos-ante-rebelion-masas

Fabien Perrier: Cinco años después, los países del Este pagan cara su entrada en la Unión Europea

Obligados a adaptarse a marchas forzadas a los parámetros liberales, la crisis les azota de lleno...

Diez nuevos países, ocho de la Europa del Este, se integraron en la Unión Europea (UE) el 1º de mayo de 2004. Obligados a adaptarse a marchas forzadas a los parámetros liberales, la crisis les azota de lleno.

El 1º de mayo de 2004, lágrimas de felicidad humedecían las mejillas de numerosos europeos: ¡ver diez Estados miembros integrarse en la UE! Para ocho de ellos (1), antiguos países del bloque soviético, ese día marcaba la última etapa de su transición democrática, 15 años después de la caída del muro. De repente, el territorio de la UE aumentaba un 34% y un 26% su población, hasta alcanzar los 500 millones de habitantes. En 2007, Rumania y Bulgaria se unían al grupo de “nuevos miembros”.

Cinco años después, la felicidad ha dejado paso a la amargura. Sin duda, su entrada a la UE representó una garantía democrática: uno de los principios fundadores inscritos en los tratados. Pero si los países han conocido un crecimiento económico más fuerte antes de su entrada, ahora, las situaciones varían de unos a otros.

Así, en la República Checa, el crecimiento del 6% en 2007, ha pasado al 1,7 % en 2009. Más brutal ha sido la caída, en 2008, para Estonia (-3,6%), Letonia (-4,6%), Lituania (3% frente al 9% de 2007). Según el FMI, la recesión se anuncia más marcada en los países bálticos (-10,6% en 2009 y -2,3 en 2010) que en los de la Europa central (-1,3 % en 2009, +0,9 en 2010). En realidad, la adopción a marchas forzadas de los parámetros liberales ha acentuado la fragilidad estructural de los nuevos Estados miembros. Los que ya estaban, antes de hundimiento del bloque de Este, los más avanzados, resisten mejor la crisis.

En temas de empleo, los países bálticos sobrepasaron la tasa del 10 % de paro en febrero de 2009 (14,4 % en Letonia), mientras que Polonia (7,4%) y Rumania (5,8 %) conservaban las tasas estables. Sin embargo, con una fuerte inflación, las diferencias entres las distintas clases sociales han aumentado y el empobrecimiento se extiende. El 16% de los europeos corren el riesgo de pobreza, una tasa que alcanzaría al 20 % en algunos países del Este.

Algunas reivindicaciones se dejan oír. Gisèle Halimi (2) propone la introducción de la “cláusula de la europea más favorable”: se adoptaría la mejor legislación para mejorar realmente las condiciones de las mujeres. ¿Por qué no adoptar sistemáticamente, las mejores legislaciones para todo? Cinco años después de la ampliación, los combates sociales quedan pendientes.

(1) Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, República checa, Eslovaquia, Hungría, Eslovenia, las dos islas mediterráneas Malta y Chipre se adhirieron también el mismo día a la UE. El 28 de abril de 2009, Albania ha presentado oficialmente su candidatura a la UE.

(2) Para leer: “No os resignéis nunca” Ediciones Plon

http://www.humanite-en-espanol.com/

domingo, 3 de mayo de 2009

Marxismo y teoría revolucionaria: el punto de vista de la totalidad (*)

Si bien la influencia de Marx en la Internacional Situacionista es fuerte, directa y permanente (y nunca se cansaron de publicar recomendaciones como la siguiente:

“IMBÉCILES: PODÉIS DEJAR DE SERLO ¡LEED A MARX!"),

su relación con el “marxismo” es más compleja, y pasa de un primer momento en que podríamos decir que se reivindica un “marxismo revolucionario” (1) a una posición mucho más crítica del marxismo propiamente tal (considerado como una deformación de Marx).

Al respecto, resulta muy elocuente el hecho de que al responder un cuestionario publicado en el número 9 de la revista Internationale Situationniste, la pregunta sobre si los situacionistas son marxistas es respondida de la siguiente forma:

“Tanto como Marx cuando dice: ‘yo no soy marxista’” (2).

Decíamos que el lugar donde más ordenada y sistemáticamente se expone la posición situacionista en relación al marxismo es en el ya mencionado texto de Debord sobre “El proletariado como sujeto y como representación”, que es el capítulo más largo de La sociedad del espectáculo. En él, Debord realiza una especie de “balance” de las luchas de clases del movimiento obrero clásico. El lugar de Marx en esta historia es analizado cuidadosamente. En su generación, tal como muestran también los casos de Bakunin y Stirner, entre otros, en los inicios del desarrollo de este “pensamiento de la historia”, la teoría comunista bebió de la fuente filosófica de Hegel, en el momento en que casi por fuerza se llegaba a una confrontación crítica con ese oscuro maestro, pensador (y justificador) de las revoluciones burguesas del siglo XVII y XVIII (procesos en que lucharon juntos, la burguesía progresista y los trabajadores, en contra del Antiguo Régimen, con resultados desconcertantes, y de cuyos “momentos de verdad” el proletariado es –ahora- el único heredero legítimo). Una de las pocas citas reconocidas en el libro de Debord (pues en la IS se defendía la creación colectiva y el uso libre de las fuentes literarias) es la siguiente: “Del mismo modo como filosofía de la revolución burguesa no expresa todo el proceso de esta revolución, sino solamente su concusión última. En este sentido, ésta no es una filosofía de la revolución, sino de la restauración (Karl Korsch, Tesis sobre Hegel y la revolución)".

Según Debord (en este aspecto, bastante hegeliano y lukacsiano en su “marxismo”), “el carácter inseparable de la teoría de Marx y del método hegeliano es a su vez inseparable del carácter revolucionario de esta teoría, es decir, de su verdad”. Esta primera relación es precisamente la que “ha sido generalmente ignorada o mal comprendida, o incluso denunciada como el punto débil de lo que devenía engañosamente en una doctrina marxista” (Tesis 79).

“El aspecto determinista-científico en el pensamiento de Marx fue precisamente la brecha por la cual penetró el proceso de ‘ideologización’, todavía vivo él, y en mayor medida en la herencia teórica legada al movimiento obrero. La llegada del sujeto de la historia es retrasada todavía para más tarde, y es la ciencia histórica por excelencia, la economía, quien tiende cada vez en mayor medida a garantizar la necesidad de su propia negación futura. Pero con ello se rechaza fuera del campo de la visión teórica la práctica revolucionaria que es la única verdad de esta negación (…)“Toda su vida Marx ha mantenido el punto de vista unitario de su teoría, pero la exposición de su teoría fue planteada sobre el terreno del pensamiento dominante precisándose bajo la forma de críticas de disciplinas particulares, principalmente la crítica a la ciencia fundamental de la sociedad burguesa, la economía política. Esta mutilación, ulteriormente aceptada como definitiva, es la que ha constituido el ‘marxismo’”. (Tesis 84. El subrayado es mío).

Al igual que los camaradas de Socialisme ou Barbarie hacia 1965, Debord y la IS ven que la degeneración del marxismo se produce mediante un proceso de ideologización, donde el componente revolucionario queda totalmente aplastado bajo el aspecto positivista-científico de esta teoría. Este talón de Aquiles “cientificista” por donde penetró la ideología era tal vez inevitable si se toma en cuenta el contexto, la cosmovisión productivista que dominaba toda esa época: “el defecto de la teoría de Marx es naturalmente el defecto de la lucha revolucionaria del proletariado de su época”.

Pero si bien hay una conexión estrecha entre Marx y el pensamiento científico de su época, el pensamiento de Marx se situa “más allá” de la ciencia: no sólo comprensión racional de las fuerzas que operan en el mundo, sino su transformación activa, inacabada. Su proyecto, el de una historia consciente, requiere “una comprensión de la lucha, y en modo alguno de la ley” (Tesis 81).

Por esto, en la teoría marxiana, tanto la toma de partido por el proletariado (“la clase revolucionaria misma”), como el punto de vista de la totalidad constituyeron - también desde el comienzo- el antídoto vital contra las tendencias a la mecanización, fragmentación y positivización, que en la constitución del marxismo oficial resultaron vencedoras.

En esta lectura, el propio Marx difícilmente podría ser considerado como “fundador” del “marxismo”, o de una “doctrina marxista”, y en caso de serlo, lo sería más bien en contra de su propia voluntad, y dejándonos algunos ejemplos –y advertencias- en vez de reglas (3). Si es cierto que la mejor discípula de Marx hasta ahora fue Rosa Luxemburgo, podemos apreciar que efectivamente, en ella el aspecto “político” y el “metodológico” son inseparables, y definen en cierta forma lo que tiene el “marxismo” -o como sea que queramos llamar a aquella teoría proletaria, autónoma, unitaria, y orientada a la práctica-, de único y valioso, su aporte teórico y práctico como tradición emancipatoria. Lukács lo explica cuando se refiere en enero de 1921 al marxismo de Rosa:

“No es la preponderancia de los motivos económicos en la explicación de la historia lo que distingue de manera decisiva al marxismo de la ciencia burguesa, sino el punto de vista de la totalidad”. “El punto de vista de la totalidad no determina solamente al objeto, también determina al sujeto del conocimiento. La ciencia burguesa –de manera consciente o inconsciente, ingenua o sublimada- considera siempre los fenómenos sociales desde el punto de vista del individuo. Y el punto de vista del individuo no puede llevar a ninguna totalidad; todo lo más puede llevar a aspectos de un dominio parcial, las más de las veces a algo solamente fragmentario: a ‘hechos’ sin vinculación recíproca o a leyes parciales abstractas”. Según Lukács, al comentar “La acumulación del capital” –la obra principal de Rosa Luxemburgo-, no es casual, como dice ella, que la trivialización del marxismo se expresara en Bernstein en un sentido científico burgués, como tampoco es por azar que éste acusara a Marx de “blanquista”: “No es un azar, porque desde el momento en que se abandona el punto de vista de la totalidad, punto de partida y término, condición y exigencia del método dialéctico, desde el instante en que la revolución ya no se considera como momento del proceso, sino como acto aislado, separado de la evolución de conjunto, lo que hay de revolucionario en Marx tiene que aparecer necesariamente como una recaída en el período primitivo del movimiento obrero, en el blanquismo. Y al derrumbarse el principio de la revolución, como consecuencia de la dominación categorial de la totalidad, todo el sistema del marxismo se derrumba” (Lukács, Rosa Luxemburgo, marxista, en Historia y Consciencia de Clase).

*: Este texto de Julio Cortés M. es un fragmento de un escrito en preparación sobre Marxismo y teoría revolucionaria, que analiza la posición de la Internacional Situacionista en dicha materia, y sus vínculos con las posturas de Lukacs, Korsch y Castoriadis entre otros revolucionarios del siglo XX.

NOTAS:

1 Incluso en un momento más “maduro” de la acción situacionista, el movimiento de las ocupaciones en Mayo de 1968 en Francia, en los telegramas enviados por situacionistas y “enragés” a los Partidos “Comunistas” chino y ruso, junto con la amenaza de un inminente movimiento de consejos obreros que barrería con esas burocracias, se incluye la consigna de “¡Larga vida al marxismo revolucionario!”. No obstante, la redacción del comunicado tal vez deba ser atribuida a algún miembro del núcleo de simpatizantes de la IS conocido como “enragés”.
2 Se trata del “cuestionario” publicado en el número 9 de la revista Internationale Situationniste (1964). Muy interesante resulta también la respuesta sobre el “tamaño” de la organización: -¿Cuantos sois? –Algunos más que el núcleo inicial de la guerrilla de Sierra Maestra pero con menos armas. Algunos menos que los delegados que estuvieron en Londres en 1864 para fundar la AIT, pero con un programa más coherente…”.
3 En esto Debord se diferencia del Lukács de Historia y consciencia de clase, en que el punto de vista de la totalidad es precisamente lo que diferencia al “marxismo ortodoxo” de todo lo demás (idealismo, materialismo y marxismo vulgares…). “Esta concepción dialéctica de la totalidad, que se aleja en apariencia de la realidad inmediata y que construye esa realidad de una manera en apariencia ‘no científica’, es, de hecho, el único método que puede captar y reproducir la realidad en el plano del pensamiento. La totalidad concreta es, pues, la categoría auténtica de la realidad”. Para Lukács, es ese método lo que define al marxismo ortodoxo, que “implica la convicción científica de que con el marxismo dialéctico se ha encontrado el método de investigación justo, de que este método sólo puede desarrollarse, perfeccionarse; porque todas las tentativas de superarlo o de mejorarlo tuvieron y no pueden dejar de tener otro efecto que hacerlo superficial, banal, ecléctico”. Para Lukàcs, entonces, el marxismo ortodoxo no significa “una adhesión sin crítica a los resultados de la investigación de Marx, no significa un acto de ‘fe’ en tal o cual tesis”. El marxista ortodoxo podría tranquilamente seguir siéndolo aunque rechazara totalmente algunas tesis de Marx a la luz de nuevos resultados de la investigación (Lukács, “Qué es marxismo ortodoxo”, en Historia y consciencia de clase). Curiosamente, esta definición de marxismo ortodoxo podría calzar con lo que desde otro punto de vista es definido como “revisionismo”. Veamos, por ejemplo, la definición suministrada en el Diccionario del Militante Obrero, elaborado en los medios obreros autónomos de Cataluña a inicios de los años 70: “Hoy se llama “revisionista” a todo aquel marxista que no acepta la teoría de Marx en bloque. Así, el revisionista sería el antitético del dogmático. Se usa impropiamente como sinónimo de reformista” . El propio Marx no tuvo problemas en “revisarse” a sí mismo de vez en cuando, tal como lo demuestra, por ejemplo, el Prólogo escrito junto a Engels para una edición alemana del Manifiesto Comunista en 1872: “Este programa ha quedado a trozos anticuado por efecto del inmenso desarrollo experimentado por la gran industria en los últimos 25 años, con los consiguientes progresos ocurridos en cuanto a la organización política de la clase obrera, y por el efecto de las experiencias prácticas de la revolución de febrero en primer término, y sobre todo de la Comuna de París, donde el proletariado, por vez primera, tuvo el poder político en sus manos por espacio de dos meses. La Comuna ha demostrado, principalmente que la clase obrera no puede limitarse a tomar posesión de la máquina del Estado en bloque, poniéndola en marcha para sus propios fines”.

Walden Bello: La crisis capitalista y la respuesta política de la izquierda


Global Focus on the South, 23 abril 2009
Traducción para www.sinpermiso.info: Amaranta Süss


Reproducimos a continuación el texto de una conferencia dictada por Walden Bello en la Conferencia sobre la Crisis Global organizada el pasado 21 de marzo en Berlín por el Partido de la Izquierda alemán, partido del que Bello es miembro honorario.

Semana tras semana, asistimos a la contracción de la economía global a un ritmo peor que el pronosticado por el más agorero de los economistas. Es claro: no nos hallamos en una recesión común y corriente, sino que estamos aproados a una depresión global que podría durar muchos años.

Lo que haré hoy aquí es, primero, discutir brevemente los orígenes y la dinámica de esta crisis; y segundo, explorar las posibilidades de una estrategia para la izquierda global capaz de responder a la presente crisis en el contexto de los desafíos procedentes tanto del centro capitalista tecnocrático como de la derecha capitalista populista..

La crisis fundamental es de sobreacumulación

La teoría económica ortodoxa dejó hace mucho de ser útil para comprender la crisis. La teoría económica no-ortodoxa, en cambio, puede ahora arrojar potentísimos vislumbres de las causas y de la dinámica de la actual crisis. Desde una perspectiva progresista, lo que estamos observando es la intensificación de una de las crisis centrales –o “contradicciones”— del capitalismo global: la crisis de sobreproducción, también conocida como crisis de sobreacumulación o de sobrecapacidad. Se trata de la tendencia del capitalismo a generar, en el contexto de una aguda competición intercapitalista, una tremenda capacidad productiva, la cual rebasa holgadamente la capacidad de consumo de la población debido a las desigualdades de ingreso que limitan el poder adquisitivo popular. Lo que trae consigo una erosión de la rentabilidad y conduce a una espiral económica bajista.

Para entender el presente colapso, tenemos que retrotraernos a la llamada Edad de Oro del capitalismo contemporáneo, el período entre 1945 y 1975. Fue un período de rápido crecimiento, tanto en las economías centrales como en las economías subdesarrolladas: un crecimiento disparado, en parte, por la masiva reconstrucción de Europa y del Este asiático luego de la devastación de la II Guerra Mundial, y en parte también por los nuevos dispositivos y los nuevos instrumentos resultantes de un histórico compromiso de clase entre el capital y el trabajo que se institucionalizó bajo el nuevo Estado keynesiano.

Pero ese período de elevado crecimiento llegó a su fin a mediados de los 70, cuando las economías centrales fueron presa de la estanflación, es decir de la coexistencia de bajo crecimiento y elevada inflación, una amalgama supuestamente imposible para la teoría económica neoclásica.

La estanflación, sin embargo, no era sino el síntoma de una causa más profunda: la reconstrucción de Alemania y de Japón, y el rápido crecimiento de economías en vías de industrialización, como Brasil, Taiwán y Corea del Sur, vino a añadir un tremendo volumen de nueva capacidad productiva e incrementó la presión competitiva global, mientras que, en cambio, las desigualdades dentro de los países y entre países limitaban el crecimiento del poder adquisitivo y de la demanda, erosionando así la rentabilidad. Eso se agravó con los drásticos incrementos del precio del petróleo experimentados en los 70.

La expresión más dañina de la crisis de sobreproducción fue la recesión global de comienzos de los 80, que fue la más grave que se abatió sobre la economía internacional desde los tiempos de la Gran Depresión, es decir, antes de la crisis presente.

El capitalismo ensayó tres vías de escape para zafarse de la sobreproducción: la reestructuración neoliberal, la globalización y la financiarización.

Primera vía de escape: la reestructuración neoliberal

La reestructuración neoliberal cobró la forma del reaganismo y del thatcherismo en el Norte y del Ajuste Estructural en el Sur. Objetivo: revigorizar la acumulación de capital, y eso de dos maneras: 1) la remoción de las restricciones estatales al crecimiento, al uso y a los flujos de capital y riqueza; y 2) la redistribución del ingreso de los pobres y de las clases medias hacia los ricos, en la idea de que eso daría incentivos a los ricos para invertir y relanzar el crecimiento económico.

El problema con esa fórmula era que con la redistribución del ingreso hacia los ricos lo que haces es yugular los ingresos de los pobres y de las clases medias, reduciendo así la demanda, sin necesariamente inducir a los ricos a invertir más en producción. Lo cierto es que podría ser más rentable invertir en especulación. Además, y aun teniendo éxito, esa estrategia, a largo plazo, no haría sino agravar el problema básico, puesto que la inversión en producción habría de traer consigo volúmenes todavía mayores de capacidad productiva instalada.

Ello es que la reestructuración neoliberal, que se generalizó en el Norte y en el Sur en los 80 y 90, tuvo un paupérrimo registro en materia de crecimiento: el promedio del crecimiento global en los 90 fue del 1,1%, y de 1,4% en los 80. En cambio, cuando imperaban las políticas de intervención pública fue muy superior: en los 60 fue del 3,5% y en los 70, del 2,4%. La reestructuración neoliberal no podía superar el estancamiento.

Segunda vía de escape: la globalización

La segunda vía de escape que ensayó el capital global para contrarrestar el estancamiento fue la “acumulación extensiva” o globalización, es decir, la rápida integración de áreas semicapitalistas, no-capitalistas o precapitalistas en la economía global de mercado. Rosa Luxemburgo, que no sólo fue una gran dirigente política de la izquierda radical, sino también una gran economista, observó hace mucho tiempo en su gran clásico La acumulación de capital que ese fenómeno resultaba necesario para levantar la tasa de beneficio en las economías metropolitanas.

¿Cómo? Pues ganando acceso a trabajo barato, ganando nuevos y prácticamente ilimitados mercados, ganando nuevas fuentes de productos agrícolas baratos y de materias primas baratas, y dando origen a nuevas áreas de inversión en infraestructura. La integración se consigue a través de la liberalización del comercio, removiendo obstáculos a la movilidad del capital global y aboliendo fronteras para la inversión extranjera.

China es, ni que decir tiene, el ejemplo más destacado de un área no-capitalista integrada en la economía global a lo largo de los pasados 25 años.

A mediados de la primera década del siglo XXI, entre un 40 y un 50 por ciento de los beneficios de las corporaciones estadounidenses procedían de sus operaciones y ventas en el extranjero, especialmente en China.

El problema con esta forma de escapar al estancamiento es que exacerba el problema de la sobreproducción, porque lo que hace es añadir capacidad productiva. Un imponente volumen de capacidad manufacturera es lo que ha venido a añadirse en China en los últimos 25 años, lo que ha tenido un efecto depresor sobre precios y beneficios. No es por casualidad que, desde 1997, los beneficios de las corporaciones estadounidenses dejaran de crecer. De acuerdo con una estimación, la tasa de beneficios de las 500 primeras corporaciones de la lista de Fortune pasó de un 7,15% en 1960-69 a un 5,30% en 1980-90, luego a un 2,29% en 1990-99 y a un 1,32% en 2000-2002. A fines de los 90, con un exceso de capacidad industrial en prácticamente todas las industrias, el hiato entre capacidad productiva y ventas era ya el más grande desde los tiempos de la Gran Depresión. Vistas así las cosas, desde la perspectiva de la sobreproducción, la globalización no ha sido, contrariamente a lo sostenido por muchos de sus apologetas y por muchos de sus críticos, una etapa superior del capitalismo, sino un esfuerzo a la desesperada para salir del pantano de la sobreproducción. La globalización no tuvo elemento alguno de progreso.

Tercera vía de escape: la financiarización

Dados los limitados beneficios arrojados por la reestructuración neoliberal y la globalización en punto a contrarrestar el impacto depresivo de la sobreproducción, la tercera vía de escape –la financiarización— resultaba crucial para mantener y elevar la rentabilidad y las tasas de beneficio.

Con unas inversiones industriales y agrícolas que arrojaban magros beneficios por causa de la sobreproducción, andaban en circulación ingentes volúmenes de fondos excedentes, o se invertían y reinvertían en el sector financiero. Es decir: el sector financiero giraba sobre sí mismo.

Resultante de ello fue un incremento de la bifurcación entre una economía financiera hiperactiva y una economía real estancada. Como observara una ejecutivo financiero en las páginas del Financial Times, “en estos últimos años, hemos asistido a una creciente desconexión entre las economías real y financiera. La economía ha crecido (…) pero de ninguna manera como la economía financiera, hasta que estalló”. Lo que no nos dijo este observador fue que la desconexión entre la economía real y la financiera no se dio por casualidad; que la economía financiera estalló precisamente porque terminó abriéndose camino el estancamiento generado por la sobreproducción de la economía real.

Un indicador de la archirrentabilidad del sector financiero es que mientras los beneficios del sector manufacturero llegaron a representar el 1% del PIB de los EEUU, los del sector financiero llegaron a representar el 2%. Otro es el hecho de que el 40% del total de los beneficios de las corporaciones estadounidenses financieras y no financieras llegó a quedar a disposición del sector financiero, aun cuando éste sólo representaba el 5% del PIB de los EEUU (y aun este último porcentaje está probablemente sobrestimado).

El problema de invertir en operaciones del sector financiero es que monta tanto como exprimir valor de valor ya creado. Puede crear beneficio, desde luego, pero no crea valor nuevo: sólo la industria, la agricultura, el comercio y los servicios crean valor nuevo. Puesto que el beneficio no se basa en valor creado, las operaciones de inversión terminan siendo harto volátiles, y los precios de las acciones, de las obligaciones y de otras formas de inversión pueden llegar a desviarse radicalmente de su valor real. (Por ejemplo: las acciones de empresas de innovación en Internet pueden llegar a alcanzar precios astronómicos, empujadas únicamente por estimaciones financieras que provocan alzas en espiral).

Los beneficios, así pues, dependen de la oportunidad de empezar cobrando ventaja con unos precios al alza despegados del valor del producto, para luego vender antes de que la realidad fuerce una “corrección” que los retrotraerá drásticamente a los valores reales. La radical subida de los precios de un activo, mucho más allá de los valores reales, es lo que se llama formación de una burbuja.

Al depender la rentabilidad de golpes de fortuna especulativos, no resulta sorprendente que el sector financiero vaya de burbuja en burbuja, de una manía especulativa a otra.

Puesto que está activado por la manía especulativa, el capitalismo financieramente activado ha experimentado ya cerca de 100 crisis financieras desde que los mercados de capitales fueron desregulados y liberalizados en los 80, siendo la crisis más grave, antes de la presente, la crisis financiera asiática de 1997.

La dinámica de la implosión subprime

No entraré en detalle en la dinámica de la actual crisis, originada en el colapso del mercado inmobiliario estadounidense, fenómeno conocido también como “implosión subprime”. Algunas dimensiones clave de esa implosión (como el estímulo que Alan Grrenspan proporcionó a la burbuja financiera al recortar en junio de 2003 los tipos de interés hasta un 1% —los más bajos en 45 años— y mantenerlos a ese nivel durante todo un año, a fin de contrarrestar los efectos recesivos del estallido de la burbuja tecnológica de comienzos de los 90) ya se mencionaron ayer. Permitidme tocar, ya sea someramente, dos o tres puntos más.

La crisis hipotecaria subprime no fue un caso de oferta que rebasa la demanda real. La “demanda” había sido, y por mucho, urdida por la manía especulativa de promotores y financieros que querían sacar grandes beneficios de su acceso a la moneda extranjera (el grueso de ella, de origen asiático y chino) que inundó los EEUU en la pasada década. Se vendieron agresivamente gigantescos paquetes hipotecarios a millones de personas que normalmente no habrían podido permitírselo ofreciendo tasas de interés “insultantemente” bajas, que luego habrían de reajustarse a fin de aumentar las cuotas de pago de los flamantes nuevos propietarios de vivienda.

¿Cómo llegaron a convertirse en un problema tan gigantesco unas hipotecas problemáticas? Es que esos activos estaban “securizados”, esto es, convertidos en unos productos o mercancías espectrales llamados “obligaciones de deuda colateralizada” (CDO, por sus siglas en inglés), las cuales permitían especular con la posibilidad de que los créditos hipotecarios no fueran devueltos. Esos activos fueron entonces empaquetados junto a otros activos y comerciados por los originadores de las hipotecas, que trabajaban con distintos tipos de intermediarios tan conscientes del riesgo, que se quitaban de encima el producto a toda velocidad ofreciéndolo a otros bancos e inversores institucionales. A su vez, esas instituciones traspasaron esos títulos a otros bancos e institutos financieros foráneos.

La idea era vender al punto, hacerse con el dinero y lograr un buen y tranquilo beneficio, dejando el riesgo para los incautos que estaban al final de la cadena: para los centenares de miles de instituciones y de inversores individuales que compraban los títulos vinculados a hipotecas. A eso se le llamó “dispersión del riesgo”, y se veía como buena cosa, porque aligeraba los balances contables de las instituciones financieras, permitiéndoles embarcarse en ulteriores actividades de préstamo.

Cuando se elevaron los tipos de interés de los préstamos subprime, de las hipotecas variables y de otros préstamos inmobiliarios, se terminó la partida. Hay cerca de cuatro millones de hipotecas subprime que entrarán probablemente en situación de impago en los próximos dos años, y cinco millones de impagos, en los próximos años, a causa de los tipos hipotecarios variables. Pero títulos cuyo valor total asciende a no menos de 2 billones de dólares han sido ya inyectados, cual si de letales virus se tratara, en el sistema financiero global. El gigantesco sistema circulatorio del capitalismo global ha sido fatalmente infectado. Y, como en una plaga, no sabemos quiénes ni cuántos están fatalmente infectados hasta que vayan emergiendo, porque el conjunto del sistema financiero ha llegado a ser superlativamente opaco a causa de la falta de regulación.

Colapso de la economía real

Nos hallamos ahora en una coyuntura en la que, en vez de cumplir con su tarea primordial de prestar para facilitar la actividad productiva, los bancos se aferran a su tesorería, o compran entidades rivales a fin de robustecer la propia base financiera. No puede sorprender: con el sistema circulatorio del capitalismo global infectado, era sólo cuestión de tiempo hasta que la economía real se contagiara como lo ha hecho, y a una velocidad aterradora, en estas últimas semanas. Woolworth, todo un emblema de la venta al por menor, ha quebrado en Gran Bretaña, la industria automovilística en EEUU está en cuidados intensivos, los beneficios de BMW se han desplomado cerca de un 90%, y hasta la poderosa Toyota ha experimentado un declive sin precedentes en sus beneficios. Con una demanda en caída libre de los consumidores norteamericanos, China y el Este asiático han visto hacinarse sus productos en los muelles de descarga, lo que ha traído consigo una aguda contracción de sus economías y despidos masivos.

La globalización ha hecho que economías que ligaron sus destinos en la época de auge, caigan ahora también de consuno a una velocidad sin precedentes: y no se vislumbra el final.

Permitidme ahora una pausa para declarar la razón de que haya entrado con cierto detalle en las causas y en la dinámica de la crisis: es que he querido destacar el hecho de que lo que hemos visto desarrollarse ante nuestros ojos hasta ahora no es una crisis de la variante neoliberal del capitalismo, sino la crisis del capitalismo.

La respuesta capitalista: socialdemocracia global

Con el colapso de la globalización y con el mercado desregulado yéndose al garete, la metafísica neoliberal con que se adornó el capitalismo contemporáneo ha quedado totalmente desacreditada, por bien que –la cosa no ofrece duda— se siga batiendo todavía en algunas acciones de retaguardia.

Yo creo que, entre las filas del establishment, han cundido realmente el pánico y la confusión, y les embarga el sentimiento de que las cosas irán todavía a peor antes de empezar a mejorar. Se percatan de que las viejas instituciones neoliberales, como el FMI, la OMC y el G-20 resultan irrelevantes, aun si los métodos keynesianos de gasto con déficit e inyección de liquidez en el mercado pudieran llegar a tener efectos muy limitados. Cada vez más, los intelectuales más inteligentes del establishment comienzan a percatarse de que no estamos sino al comienzo de una caída libre global, de que no sabemos realmente cuándo tocaremos fondo y ni de si, cuando lo toquemos, la economía global permanecerá mucho tiempo allí. La mejor imagen de la economía real que se me ocurre a mí es la de un submarino alemán de la II Guerra Mundial que, tocado en pleno Atlántico por las descargas de algún destructor británico, se va rápidamente a pique en dirección al fondo oceánico y, alcanzado el fondo, nadie sabe cómo logrará la tripulación reflotar el submarino. ¿Ocurrirá como en la clásica película de Wolfgang Petersen (Das Boot), y conseguirán las penosas maniobras de la tripulación inyectar aire comprimido bastante en los tanques de lastre como para regresar a superficie? ¿O seguirá el submarino indefinidamente en zonas abisales? ¿Funcionarán hoy los métodos keynesianos de reflotamiento? Los pensadores más críticos del capitalismo, como Martin Wolf o Paul Krugman, no apuestan por ello.

Has dos cosas de las que podemos estar seguros. La primera: los enfoques neoliberales han quedado totalmente desacreditados. Y la segunda: los tercos hechos de base, y no cualesquiera restricciones ideológicas, son los que impondrán con su dictado lo que hayan de hacer quienes se empeñen en salvar el sistema. Así pues, liberémonos ya nosotros para empezar de la idea, según la cual los principios neoliberales constituirán las líneas rojas infranqueables de su política venidera.

Permitidme ser un poco más concreto. Yo creo que las acciones de la nueva administración Obama en Washington constituyen una ruptura con el neoliberalismo. Una cuestión importante, huelga decirlo, cuán decisiva y definitiva será esa ruptura con el neoliberalismo. Pero otras cuestiones van a la médula del capitalismo mismo. ¿Se recurrirá a la propiedad pública, a la intervención pública y al control público simplemente con el propósito de estabilizar el capitalismo, para luego devolver el control a las elites granempresariales? ¿Estamos en puertas de una segunda oleada de capitalismo keynesiano, en el que el Estado y las elites granempresariales se asocian con el mundo del trabajo en una política de fomento de la industria, del crecimiento y de los salarios altos, esta vez con una dimensión verde? ¿O seremos testigos del comienzo de un proceso de desplazamientos fundamentales en la propiedad y en el control de la economía en una dirección más popular? Es verdad que hay límites para las reformas en el sistema de capitalismo global, pero en ningún otro momento en el pasado medio siglo han parecido esos límites más fluidos y porosos que ahora.

En este momento, el gasto masivo en estímulos a niveles record –un anatema para los neoliberales— se ha convertido en práctica generalizada, siendo las únicas divergencias entre las elites del Norte en torno al monto que deben tener esos gastos para lograr reflotar el submarino. En eso, Obama se ha revelado el superkeynesiano. También está en curso la nacionalización de los bancos –otra práctica condenada por el neoliberalismo—, y las cuestiones que dividen a las élites se refieren al grado de agresividad que debe tener el gobierno al ejercer el control sobre las participaciones mayoritarias de las acciones y a si devolverá los bancos a la gestión privada una vez pasada la crisis.

Al contrario de lo que se mantuvo aquí ayer en algunas intervenciones, la reprivatización no es un hecho predeterminado. Son los hechos de base los que determinarán la respuesta a todas estas cuestiones, pues la tarea que tienen entre manos los gestores de la crisis del capitalismo no es la de hacer que las soluciones adoptadas estén en línea con una doctrina de todo punto desacreditada, sino la de salvar el capitalismo.

Más allá del gasto con déficit y de la nacionalización, yo creo que, en el seno del establishment, prosperará un debate sobre si conviene seguir la senda de lo que yo llamo “socialdemocracia global”, o SDG, para responder a la desesperada necesidad dual que tiene el capitalismo tanto de estabilización como de legitimidad.

Aun antes de que se desarrollara plenamente la crisis financiera, los partidarios de la SDG habían ido ya tomando posiciones a favor de la misma como alternativa a la globalización neoliberal, avisados como estaban de las tensiones y los agobios generados por ésta. Una personalidad vinculada a eso es el primer ministro británico Gordon Brown, quien encabezó la respuesta europea inicial al desplome financiero a través de la nacionalización parcial de los bancos. Visto generalmente como el padrino de la campaña “Hagamos que la pobreza sea historia” en el Reino Unido, Brown, siendo todavía ministro de hacienda británico, propuso lo que llamó un “capitalismo de alianza” entre el mercado y las instituciones estatales, capaz de reproducir a escala global lo que, según él, hizo Franklin Roosevelt para una economía nacional: “asegurar los beneficios del mercado domando sus excesos”. Tiene que ser un sistema, continuaba Brown, que “se haga con todos los beneficios de los mercados globales y los flujos de capitales, minimice el riesgo de crisis, maximice las oportunidades de todos y sostenga a los más vulnerables: se trata, en una palabra, de restaurar en la economía internacional los fines públicos y los ideales elevados”.

En la articulación del discurso socialdemócrata global se ha sumado a Brown un grupo diverso compuesto, entre otros, por el economista Jeffrey Sachs, George Soros, el antiguo Secretario General de la ONU, Kofi Annan, el sociólogo David Held, el Premio Nobel Joseph Stiglitz, y hasta Bill Gates. Hay, evidentemente, diferencias de matiz en las posiciones de estas gentes, pero el impulso de sus perspectivas es el mismo: implantar un orden social y articular un sólido consenso a favor del capitalismo global.

Entre las posiciones clave promovidas por los partidarios de la SDG están las siguientes:

  1. La globalización es esencialmente beneficiosa para el mundo; los neoliberales no han sabido ni gestionarla ni venderla a la opinión pública.
  2. Es urgente salvar a la globalización de los neoliberales, porque la globalización es reversible y hasta puede que se halle ya en proceso de franca retrogresión.
  3. El crecimiento no tiene por qué ir acompañado de una creciente desigualdad.
  4. Hay que evitar el unilateralismo, preservando al propio tiempo, aun si fundamentalmente reformadas, las instituciones y los acuerdos multilaterales.
  5. La integración social global, la reducción de las desigualdades tanto dentro de los países como entre los países, tiene que acompañar a la integración en el Mercado global.
  6. La deuda global de los países en vías de desarrollo tiene que ser cancelada o drásticamente reducida, a fin de que los ahorros de ellos resultantes puedan emplearse para estimular las economías locales, contribuyendo así a la reflación global.
  7. La pobreza y la degradación medioambiental han llegado a al punto de gravedad, que se hace preciso poner por obra un programa de ayudas masivas al estilo del “Plan Marshall” del Norte para el Sur en el marco de los Objetivos de Desarrollo del Milenio.
  8. Hay que impulsar una “segunda revolución verde”, especialmente en África, mediante el uso generalizado de semillas genéticamente modificadas.
  9. Hay que dedicar ingentes recursos a encarrilar la economía global por una senda más sostenible medioambientalmente, desempeñando los gobiernos un papel rector (“keynesianismo verde” o “capitalismo verde”).

Los límites de la socialdemocracia global

No se ha prestado demasiada atención a la socialdemocracia global, tal vez porque, como los generales franceses al romper la II Guerra Mundial, muchos progresistas siguen combatiendo en la guerra anterior, es decir, contra el neoliberalismo. Se precisa urgentemente de una crítica, y no sólo porque la SDG es el más probable candidato a suceder al neoliberalismo; más decisivo es el hecho de que, aunque la SDG tiene varios elementos positivos, tiene, como la vieja socialdemocracia de impronta keynesiana, muchos rasgos problemáticos.

Se puede comenzar la crítica destacando cuatro problemas centrales en la perspectiva de la SDG.

Primero: la SDG comparte con el neoliberalismo el sesgo favorable a la globalización, diferenciándose aquí sólo por su promesa de ser capaz de promoverla mejor que los neoliberales. Globalización significa para ellos una rápida integración de la producción y de los mercados, pero con una regulación eficaz, según lo planteó el Director General de Finanzas de la UE, Jan Koopman, que se dice keynesiano. Eso monta, sin embargo, tanto como decir que basta añadir la dimensión de la regulación, junto con la de la “integración social global”, para que un proceso esencialmente destructivo y desvertebrador, social y ecológicamente hablando, resulte digerible y aceptable. La SDG parte del supuesto de que las gentes desean realmente formar parte de una economía global funcionalmente integrada en la que hayan desaparecido las barreras que distinguen lo nacional de lo internacional. ¿No será, al contrario, que, hartas como están las gentes de los comportamientos erráticos de la economía internacional, lo que preferirían es más bien formar parte de economías sujetas a control local? Y ocurre, en efecto, que la actual deriva bajista de las economías interconectadas viene a confirmar con hechos harto contundentes la validez de las críticas centrales del movimiento antiglobalizador al proceso de globalización.

Segundo: la SDG comparte la preferencia del neoliberalismo por los mercados como mecanismo principal de producción, distribución y consumo, diferenciándose sobre todo por predicar la acción del Estado en punto a corregir los fallos del mercado. El tipo de globalización que necesita el mundo, de acuerdo con Jeffery Sachs en The End of Poverty, implicaría “engancharse al carro (…) de la notoria potencia del comercio y la inversión, reconociendo y enfrentándose a sus limitaciones mediante una acción colectiva compensatoria”. Eso es muy otra cosa que decir que la ciudadanía y la sociedad civil son quienes deben tomar las decisiones económicas clave, siendo el mercado, como la burocracia estatal, un mero mecanismo de realización de decisiones democráticamente tomadas.

Tercero: la SDG es un proyecto tecnocrático, con expertos sirviendo menús y lanzando reformas sociales desde su poltrona, no un proyecto participativo en el que las iniciativas discurran de abajo arriba.

Cuarto: la SDG, aunque crítica con el neoliberalismo, acepta el marco del capitalismo monopolista, que refuerza en lo fundamental el control privado concentrado de los medios de producción, deriva beneficio de la extracción explotadora de valor excedente generado por el trabajo, va de crisis en crisis por causa de sus tendencias a la sobreproducción y, encima, en su búsqueda de rentabilidad, tiende a poner al medio ambiente al límite de sus capacidades. Como ocurriera con el keynesianismo en el marco nacional, la SDG busca en el marco global un nuevo compromiso de clase que venga acompañado de nuevos métodos para contener o minimizar la tendencia del capitalismo a la crisis. Así como la vieja socialdemocracia y el New Deal estabilizaron el capitalismo nacional, la función histórica de la socialdemocracia global sería la de allanar las hirsutas contradicciones del capitalismo global y relegitimarlo tras la era de crisis y caos dejada en herencia por el neoliberalismo.

De de la cruz a la fecha, la SDG lidia con cuestiones de gestión social. La izquierda, en cambio, tiene que lidiar con cuestiones de emancipación social. La SDG se atiene a la gestión tecnocrática; la izquierda, a la democracia participativa desde la raíz, desde las mismas empresas. La SDG busca reconfigurar el capitalismo monopolista, como hiciera en su día el viejo keynesianismo, pero esta vez a escala global. La izquierda, obligada a plantearse el problema de las relaciones de propiedad, tiene que buscar la creación de un sistema postcapitalista. La SDG quiere perfeccionar la globalización. La izquierda quiere la desglobalización. La SDG ve el futuro en el capitalismo verde. La izquierda ve la descapitalistización como condición previa a cualquier organización social planetaria ecológicamente benigna.

Como el presidente brasileño Lula, el presidente Obama tiene el talento retórico para tender puentes entre diferentes discursos. En lo tocante a economía, es una tabula rasa. Como Roosevelt, no se ata a fórmulas del ancien régime. Como Lula y como Roosevelt, es un pragmático cuyo criterio básico es el éxito en la gestión social. Como tal, está en una posición única para encabezar esa ambiciosa empresa reformista. Nuestra tarea no puede únicamente consistir en dar apoyo a los aspectos positivos del programa de la SDG que promuevan el bienestar popular y oponernos a los que lleven a la re-estabilización del capitalismo. También tenemos que ser capaces, y eso es todavía más importante, de diferenciar, mientras dure el proceso, nuestro proyecto del de la SDG y ganar apoyos para nuestra visión y para nuestro programa estratégicos.

El desafío procedente de la derecha

Sin embargo, la opción a la que nos enfrentamos en el periodo que se avecina no pasa por elegir entre la Izquierda y la Socialdemocracia Global. ¡Sería una elección harto sencilla! Porque lo cierto es que podría comenzar a articularse una respuesta que fuera anti-neoliberal en materia económica, al menos retóricamente, populista en materia social, pero excluyente en sus políticas, es decir, evocadora de solidaridades de tribu, no de pueblo. Ya hemos empezado a ver algo de eso en la actitud del presidente francés Sarkozy. Tras declarar que “el capitalismo de laissez-faire ha muerto”, creó un fondo de inversión estratégico de 20 mil millones de euros para promover la innovación tecnológica, mantener las industrias más avanzadas en manos francesas y conservar puestos de trabajo. “El día que dejemos de construir trenes, aviones, automóviles y barcos, ¿qué quedará de la economía francesa?”, se preguntó retóricamente hace unos días. “Recuerdos. Yo no quiero hacer de Francia una mera reserva turística”. Este tipo de política industrial agresiva, tendente a reagrupar a los sectores clave de la clase capitalista francesa y a ganar ascendiente sobre la clase obrera blanca tradicional del país, puede muy bien ir de la mano con las políticas excluyentes y anti-inmigratorias con que ha venido asociándose al presidente francés.

El populismo conservador de Sarkozy es relativamente templado. Los hay más radicales aguardando en los márgenes, como el movimiento antimusulmán de Gerd Wilders en Holanda, al que se augura un 28% de escaños en las próximas elecciones parlamentarias merced a una oportuna amalgama de solidaridad comunal, teoría económica populista y liderazgo autoritario. Por doquiera en el mundo desarrollado hay movimientos de este tipo, y lo que a mí me preocupa es que la crisis en curso pueda abrirles el camino para lograr alcanzar una masa crítica.

Porque las cosas irán a peor, a mucho peor, antes de comenzar a ir mejor, y la crisis global no es algo que pueda gestionarse tecnocráticamente, como si se tratara del aterrizaje suave realizado hace unas semanas por el piloto de US Airways en el río Hudson en Nueva York. Si la Socialdemocracia Global fracasa en su intento de revigorizar el capitalismo y la Izquierda es incapaz de articularse con una visión programática fundada en la igualdad, la justicia y la democracia participativa que resulte atractiva para el pueblo en un período de crisis grave y duradera, entonces otras fuerzas se aprestarán a llenar el vacío, como ocurrió en los años 30 del siglo pasado. Si hay algo que Rosa Luxemburgo, Gramsci y Lenin pueden enseñarnos hoy es que no bastan la buena voluntad, los valores y la visión; que, al final, es decisiva la política, entendida como una visión de poder, como una estrategia efectiva de construcción de coaliciones y como astutas y flexibles tácticas de formación de una masa crítica para ganar poder, como una actividad con dimensiones parlamentarias y extraparlamentarias. La naturaleza tiene horror al vacío, y nosotros tenemos que estar dispuestos a llenar el vacío. O perderemos. Y eso no podemos permitírnoslo ahora.

La izquierda tiene que despertar

Para resumir. Mientras los progresistas estaban inmersos en una guerra total contra el neliberalismo, el pensamiento reformista iba calando en los círculos del establishment. Ese pensamiento se está convirtiendo ahora en política, y la izquierda tiene que trabajar el doble para hacer lo propio. No es solo cosa de pasar de la crítica a la prescripción. Se trata de rebasar las limitaciones de la imaginación política de la izquierda impuestas por la agresividad del desafío neoliberal en los 80, que vino a combinarse con el colapso de los regímenes socialistas burocráticos a comienzos de los 90. La izquierda debería atreverse a aspirar de nuevo a paradigmas de organización social que tendieran sin recato a la igualdad y al control democrático participativo tanto de la economía nacional como de la economía mundial: porque esas son condiciones necesarias de la emancipación individual y colectiva y –hay que añadirlo— de la estabilización ecológica.

Esa es una perspectiva por la que deberíamos poder combatir, no simplemente librando una batalla por la consciencia del gente, sino también por su corazón y su alma. Y aquí la lucha es, por un lado, contra los esquemas capitalistas tecnocráticos de reestabilización capitalista de la socialdemocracia global y, por el otro, contra los esquemas con base de masas de la reestabilización capitalista del populismo nacionalista y fundamentalista. Las ideas no bastan, y lo que será decisivo es el modo de traducir nuestras ideas y nuestros valores y nuestra visión a una estrategia y a unas tácticas con vocación ganadora que puedan triunfar democráticamente. Tenemos que salir del economicismo al que quedó reducida la izquierda global en la era neoliberal: la política tiene que volver a tomar el mando.

Walden Bello es presidente de la Freedom from Debt Coalition, investigador principal del Focus on the Global South y profesor de economía política en la Universidad de Filipinas. En Europa, es miembro honorario del partido alemán Die Linke.