martes, 30 de octubre de 2007

Guy Debord: La Sociedad del Espectáculo

Publicamos aquí unos fragmentos de la obra “fundamental” del principal teórico del Situacionismo, publicada en 1967. Tanto este libro como otros escritos de esa corriente son fácilmente localizables en internet. Recomendamos su lectura completa. No se trata de estar de acuerdo con todo lo que los situacionistas formularon. Pero lo que “extraña” son muchas de las críticas que tradicionalmente se le han hecho, pues en lugar de analizar su obra, lo descalifican de manera simplista y ramplona con adjetivos del tipo “postmoderno”. No sabemos si muchas de esas críticas han surgido incluso de no-lectores, pero sí es evidente que provienen de aquellas ideologías que Debord criticó aceradamente en su obra.

… El proyecto de Marx es el de una historia consciente. Lo cuantitativo que surge en el desarrollo ciego de las fuerzas productivas simplemente económicas debe cambiarse por la apropiación histórica cualitativa. La crítica de la economía política es el primer acto de este fin de la prehistoria: “De todos los instrumentos de producción, el de mayor poder productivo es la clase revolucionaria misma”…

… Lo que ata estrechamente la teoría de Marx al pensamiento científico es la comprensión racional de las fuerzas que se ejercen realmente en la sociedad. Sin embargo es fundamentalmente un más allá del pensamiento científico, donde éste está conservado en tanto que superado: se trata de una comprensión de la lucha, y en modo alguno de la ley. “Conocemos una sola ciencia: la ciencia de la historia”, dice La ideología alemana…

… Las dos únicas clases que corresponden efectivamente a la teoría de Marx, las dos clases puras hacia las cuales conduce todo el análisis de El Capital, la burguesía y el proletariado, son igualmente las dos únicas clases revolucionarias de la historia, pero en condiciones diferentes: la revolución burguesa está hecha; la revolución proletaria es un proyecto nacido sobre la base de la revolución precedente, pero difiriendo de ella cualitativamente. Descuidando la originalidad del papel histórico de la burguesía se enmascara la originalidad concreta de este proyecto proletario que no puede esperar nada si no es llevando sus propios colores y conociendo “la inmensidad de sus tareas”. La burguesía ha llegado al poder porque es la clase de la economía en desarrollo. El proletariado sólo puede tener él mismo el poder transformándose en la clase de la conciencia. La maduración de las fuerzas productivas no puede garantizar un poder tal, ni siquiera por el desvío de la desposesión acrecentada que entraña. La toma jacobina del Estado no puede ser su instrumento. Ninguna ideología puede servirle para disfrazar los fines parciales bajo fines generales, porque no puede conservar ninguna realidad parcial que sea efectivamente suya…

… Es en la lucha histórica misma donde es necesario realizar la fusión de conocimiento y de acción, de tal forma que cada uno de estos términos sitúe en el otro la garantía de su verdad. La constitución de la clase proletaria en sujeto es la organización de las luchas revolucionarias y la organización de la sociedad en el momento revolucionario: es allí donde deben existir las condiciones prácticas de la conciencia, en las cuales la teoría de la praxis se confirma convirtiéndose en teoría práctica…

… El soviet no fue un descubrimiento de la teoría. Y la más alta verdad teórica de la Asociación Internacional de los Trabajadores era su propia existencia en la práctica…

… Los primeros éxitos de la lucha de la Internacional la llevaban a liberarse de las influencias confusas de la ideología dominante que subsistían en ella. Pero la derrota y la represión que pronto halló hicieron pasar al primer plano un conflicto entre dos concepciones de la revolución proletaria que contienen ambas una dimensión autoritaria para la cual la auto-emancipación consciente de la clase es abandonada. En efecto, la querella que llegó a ser irreconciliable entre los marxistas y los bakuninistas era doble, tratando a la vez sobre el poder en la sociedad revolucionaria y sobre la organización presente del movimiento, y al pasar de uno a otro de estos aspectos, la posición de los adversarios se invierte. Bakunin combatía la ilusión de una abolición de las clases por el uso autoritario del poder estatal, previendo la reconstitución de una clase dominante burocrática y la dictadura de los más sabios o de quienes fueran reputados como tales. Marx, que creía que una maduración inseparable de las contradicciones económicas y de la educación democrática de los obreros reduciría el papel de un Estado proletario a una simple fase de legislación de nuevas relaciones sociales objetivamente impuestas, denunciaba en Bakunin y sus partidarios el autoritarismo de una élite conspirativa que se había colocado deliberadamente por encima de la Internacional y concebía el extravagante designio de imponer a la sociedad la dictadura irresponsable de los más revolucionarios o de quienes se designasen a sí mismos como tales. Bakunin reclutaba efectivamente a sus partidarios sobre una perspectiva tal: “Pilotos invisibles en medio de la tempestad popular, nosotros debemos dirigirla, no por un poder ostensible sino por la dictadura colectiva de todos los aliados. Dictadura sin banda, sin título, sin derecho oficial, y tanto más poderosa cuanto que no tendrá ninguna de las apariencias del poder.” Así se enfrentaron dos ideologías de la revolución obrera conteniendo cada una una crítica parcialmente verdadera, pero perdiendo la unidad del pensamiento de la historia e instituyéndose ellas mismas en autoridades ideológicas. Organizaciones poderosas, como la social-democracia alemana y la Federación Anarquista Ibérica sirvieron fielmente a una u otra de estas ideologías; y en todas partes el resultado ha sido enormemente diferente del que se deseaba…

… El “marxismo ortodoxo” de la II Internacional es la ideología científica de la revolución socialista que identifica toda su verdad con el proceso objetivo en la economía y con el progreso de un reconocimiento de esta necesidad en la clase obrera educada por la organización. Esta ideología reencuentra la confianza en la demostración pedagógica que había caracterizado el socialismo utópico, pero ajustada a una referencia contemplativa hacia el curso de la historia…

… Los que han ignorado que el pensamiento unitario de la historia, para Marx y para el proletariado revolucionario no se distinguía en nada de una actitud práctica a adoptar debían ser normalmente víctimas de la práctica que simultáneamente habían adoptado.

La ideología de la organización social-demócrata se ponía en manos de los profesores que educaban a la clase obrera, y la forma de organización adoptada era la forma adecuada a este aprendizaje pasivo. La participación de los socialistas de la II Internacional en las luchas políticas y económicas era efectivamente concreta, pero profundamente no-crítica. Estaba dirigida, en nombre de la ilusión revolucionaria, según una práctica manifiestamente reformista. Así la ideología revolucionaria debía ser destruida por el éxito mismo de quienes la sostenían. La separación de los diputados y los periodistas en el movimiento arrastraba hacia el modo de vida burgués a los que ya habían sido reclutados de entre los intelectuales burgueses. La burocracia sindical constituía en agentes comerciales de la fuerza de trabajo, para venderla como mercancía a su justo precio, a aquellos mismos que eran reclutados a partir de las luchas de los obreros industriales y escogidos entre ellos. Para que la actividad de todos ellos conservara algo de revolucionaria hubiera hecho falta que el capitalismo se encontrara oportunamente incapaz de soportar económicamente este reformismo cuya agitación legalista toleraba políticamente. Su ciencia garantizaba tal incompatibilidad; y la historia la desmentía en todo momento.

Esta contradicción que Bernstein, al ser el socialdemócrata más alejado de la ideología política y el más francamente adherido a la metodología de la ciencia burguesa, tuvo la honestidad de querer mostrar - y el movimiento reformista de los obreros ingleses lo había mostrado también al prescindir de la ideología revolucionaria - no debía sin embargo ser demostrada de modo terminante más que por el propio desarrollo histórico. Bernstein, por otra parte lleno de ilusiones, había negado que una crisis de la producción capitalista viniera milagrosamente a empujar hacia delante a los socialistas que no querían heredar la revolución más que por esta consagración legítima. El momento de profundos trastornos sociales que surgió con la primera guerra mundial, aunque fue fértil en toma de conciencia, demostró por dos veces que la jerarquía social-demócrata no había educado revolucionariamente a los obreros alemanes, ni los había convertido en teóricos: la primera cuando la gran mayoría del partido se unió a la guerra imperialista, la segunda cuando, en el fracaso, aplastó a los revolucionarios espartaquistas. El ex-obrero Ebert creía todavía en el pecado, puesto que confesaba odiar la revolución “como al pecado”. Y este mismo dirigente se mostró buen precursor de la representación socialista que debía poco después oponerse como enemigo absoluto al proletariado de Rusia y de otros países, al formular el programa exacto de esta nueva alienación: “El socialismo quiere decir trabajar mucho”…

… En este desarrollo complejo y terrible que ha arrastrado la época de las luchas de clases hacia nuevas condiciones el proletariado de los países industriales ha perdido completamente la afirmación de su perspectiva autónoma y, en último análisis, sus ilusiones, pero no su ser. No ha sido suprimido. Mora irreductiblemente existiendo en la alienación intensificada del capitalismo moderno: es la inmensa mayoría de trabajadores que han perdido todo el poder sobre el empleo de sus vidas y que, los que lo saben, se redefinen como proletariado, el negativo del obrero en esta sociedad. Este proletariado es reforzado objetivamente por el movimiento de desaparición del campesinado así como por la extensión de la lógica del trabajo en la fábrica que se aplica a gran parte de los “servicios” y de las profesiones intelectuales. Este proletariado se halla todavía subjetivamente alejado de su conciencia práctica de clase, no sólo entre los empleados sino también entre los obreros que todavía no han descubierto más que la impotencia y la mistificación de la vieja política. Sin embargo, cuando el proletariado descubre que su propia fuerza exteriorizada contribuye al fortalecimiento permanente de la sociedad capitalista, ya no solamente bajo la forma de su trabajo, sino también bajo la forma de los sindicatos, los partidos o el poder estatal que él había construido para emanciparse, descubre también por la experiencia histórica concreta que él es la clase totalmente enemiga de toda exteriorización fijada y de toda especialización del poder. Es portador de la revolución que no puede dejar nada fuera de sí misma, la exigencia de la dominación permanente del presente sobre el pasado y la crítica total de la separación; y es aquí donde debe encontrar la forma adecuada en la acción. Ninguna mejora cuantitativa de su miseria, ninguna ilusión de integración jerárquica son un remedio durable contra su insatisfacción, porque el proletariado no puede reconocerse verídicamente en una injusticia particular que haya sufrido ni tampoco en la reparación de una injusticia particular, ni de un gran número de injusticias, sino solamente en la absoluta injusticia de ser arrojado al margen de la vida.

De los nuevos signos de negación, incomprendidos y falsificados por la organización espectacular, que se multiplican en los países más avanzados económicamente, se puede ya sacar la conclusión de que una nueva época ha comenzado: tras la primera tentativa de subversión obrera ahora es la abundancia capitalista la que ha fracasado. Cuando las luchas antisindicales de los obreros occidentales son reprimidas en primer lugar por los propios sindicatos y cuando las revueltas actuales de la juventud lanzan una primera contestación informe, que implica de modo inmediato el rechazo de la antigua política especializada, de arte y de la vida cotidiana, están aquí presentes las dos caras de una lucha espontánea que comienza bajo el aspecto criminal. Son los signos precursores del segundo asalto proletario contra la sociedad de clases. Cuando los hijos perdidos de este ejército todavía inmóvil reaparecen sobre este terreno, devenido otro y permaneciendo él mismo, siguen a un nuevo “general Ludd” que, esta vez, los lanza a la destrucción de las máquinas del consumo permitido.

“La forma política por fin descubierta bajo la cual la emancipación económica del trabajo podría realizarse” ha tomado en este siglo una nítida figura en los Consejos obreros revolucionarios, concentrando en ellos todas las funciones de decisión y ejecución, y federándose por medio de delegados responsables ante la base y revocables en todo momento. Su existencia efectiva no ha sido hasta ahora más que un breve esbozo, enseguida combatido y vencido por las diferentes fuerzas de defensa de la sociedad de clases, entre las cuales a menudo hay que contar su propia falsa conciencia. Pannekoek insistía justamente sobre el hecho de que la elección de un poder de los Consejos obreros “plantea problemas” más que aporta una solución. Pero es precisamente en este poder donde los problemas de la revolución del proletariado pueden tener su verdadera solución. Es el lugar donde las condiciones objetivas de la conciencia histórica se reúnen; donde se da la realización de la comunicación directa activa, donde terminan la especialización, la jerarquía y la separación, donde las condiciones existentes han sido transformadas “en condiciones de unidad”. Aquí el sujeto proletario puede emerger de su lucha contra la contemplación: su conciencia equivale a la organización práctica que ella se ha dado, porque esta misma conciencia es inseparable de la intervención coherente en la historia.

En el poder de los Consejos, que debe suplantar internacionalmente a cualquier otro poder, el movimiento proletario es su propio producto, y este producto es el productor mismo. Él mismo es su propio fin. Sólo ahí la negación espectacular de la vida es negada a su vez.

La aparición de los Consejos fue la más alta realidad del movimiento proletario en el primer cuarto de siglo, realidad que pasó inadvertida o disfrazada porque desaparecía con el resto del movimiento que el conjunto de la experiencia histórica de entonces desmentía y eliminaba. En el nuevo momento de la crítica proletaria, este resultado vuelve como el único punto invicto del movimiento vencido. La conciencia histórica que sabe que tiene en sí misma su único medio de existencia puede reconocerlo ahora no ya en la periferia de lo que refluye sino en el centro de lo que aumenta.

Una organización revolucionaria existente ante el poder de los Consejos - deberá encontrar su propia forma luchando - sabe ya por todas estas razones históricas que no representa a la clase. Debe reconocerse a sí misma solamente como una separación radical del mundo de la separación.

La organización revolucionaria es la expresión coherente de la teoría de la praxis entrando en comunicación no-unilateral con las luchas prácticas y transformándose en teoría práctica. Su propia práctica es la generalización de la comunicación y la coherencia en estas luchas. En el momento revolucionario de la disolución de la separación social, esta organización debe reconocer su propia disolución en tanto que organización separada.

La organización revolucionaria no puede ser más que la crítica unitaria de la sociedad, es decir, una crítica que no pacta con ninguna forma de poder separado, en ningún lugar del mundo, y una crítica pronunciada globalmente contra todos los aspectos de la vida social alienada. En la lucha de la organización revolucionaria contra la sociedad de clases, las armas no son otra cosa que la esencia de los propios combatientes: la organización revolucionaria no puede reproducir en sí misma las condiciones de escisión y de jerarquía de la sociedad dominante. Debe luchar permanentemente contra su deformación en el espectáculo reinante. El único límite de la participación en la democracia total de la organización revolucionaria es el reconocimiento y la autoapropiación efectiva, por todos sus miembros, de la coherencia de su crítica, coherencia que debe probarse en la teoría crítica propiamente dicha y en la relación entre ésta y la actividad práctica.

Mientras la realización cada vez más instalada de la alienación capitalista a todos los niveles hace cada vez más difícil a los trabajadores reconocer y nombrar su propia miseria, los pone en la alternativa de rechazar la totalidad de su miseria o nada, la organización revolucionaria ha debido aprender que no puede ya combatir la alienación bajo formas alienadas.

La revolución proletaria se halla enteramente supeditada a esta necesidad de que, por primera vez, la teoría como inteligencia de la práctica humana sea reconocida y vivida por las masas. Exige que los obreros lleguen a ser dialécticos e inscriban su pensamiento en la práctica; así pide a los hombres sin cualificar mucho más de lo que la revolución burguesa exigía a los hombres cualificados en quienes delegó su puesta en práctica: pues la conciencia ideológica parcial edificada por una parte de la clase burguesa tenía su base en esta parte central de la vida social, la economía, sobre la que esta clase tenía ya el poder. El desarrollo mismo de la sociedad de clases hasta la organización espectacular de la no-vida lleva al proyecto revolucionario a ser visiblemente lo que ya era esencialmente.

La teoría revolucionaria es ahora enemiga de toda ideología revolucionaria y sabe que lo es.

viernes, 26 de octubre de 2007

Engels: Sobre el Estado

Reproducimos aquí unos fragmentos del final de la obra de Federico Engels, El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado (1884). Hubo un tiempo, no tan lejano, en que este libro era leído, comentado e incluso analizado. Al menos entre historiadores, antropólogos y estudiosos de la política en general. Incluso en ciertos círculos proletarios y militantes. Pero parece que ya no es así. De lo contrario, no se explican ciertas formulaciones y apuestas políticas de la “izquierda” actual.

Este libro de Engels no es sólo un tratado político. Al igual que su compañero de trabajos, Engels analizó los conocimientos (limitados) que, en aquella época, se tenían sobre “la historia de las civilizaciones”. Su aportación, al igual que la de Morgan (a partir de cuyos análisis se escribió esta obra), supuso un gran avance para la ciencia de entonces. Pero también para la comprensión de las desigualdades sociales, del papel en la sociedad de la institución familiar[1] y, especialmente, de la naturaleza y funciones del Estado. Por eso divulgamos aquí estos fragmentos.

Quizás, cuando hoy se defienden con tanto ahínco los "ideales republicanos", o se aplauden las nacionalizaciones, o se debate sobre “el socialismo del siglo XXI”, no estaría de más volver nuestra mirada sobre las palabras del colaborador y amigo de Marx. Aunque sólo sea por aquello de no repetir errores que ya fueron criticados suficientemente (y no sólo por este autor). O al menos para no decir sandeces, vanagloriándose de descubrir la pólvora.

Desde aquí queremos animaros a la lectura completa del libro. Es fácilmente accesible en internet. Descubriréis multitud de informaciones y análisis muy valiosos hoy día. Los destacados en negrita son nuestros.

“Frente a la antigua organización gentilicia, el Estado se caracteriza en primer lugar por la agrupación de sus súbditos según "divisiones territoriales" ... Esta organización de los súbditos del Estado conforme al territorio es común a todos los Estados. Por eso nos parece natural; pero en anteriores capítulos hemos visto cuán porfiadas y largas luchas fueron menester antes de que en Atenas y en Roma pudiera sustituir a la antigua organización gentilicia.

El segundo rasgo característico es la institución de una "fuerza pública", que ya no es el pueblo armado. Esta fuerza pública especial hácese necesaria porque desde la división de la sociedad en clases es ya imposible una organización armada espontánea de la población ... El ejército popular de la democracia ateniense era una fuerza pública aristocrática contra los esclavos, a quienes mantenía sumisos; mas, para tener a raya a los ciudadanos, se hizo necesaria también una policía, como hemos dicho anteriormente. Esta fuerza pública existe en todo Estado; y no está formada sólo por hombres armados, sino también por aditamentos materiales, las cárceles y las instituciones coercitivas de todo género, que la sociedad gentilicia no conocía. Puede ser muy poco importante, o hasta casi nula, en las sociedades donde aún no se han desarrollado los antagonismos de clase y en territorios lejanos, como sucedió en ciertos lugares y épocas en los Estados Unidos de América. Pero se fortalece a medida que los antagonismos de clase se exacerban dentro del Estado y a medida que se hacen más grandes y más poblados los Estados colindantes. Y si no, examínese nuestra Europa actual, donde la lucha de clases y la rivalidad en las conquistas han hecho crecer tanto la fuerza pública, que amenaza con devorar a la sociedad entera y aun al Estado mismo.

Para sostener en pie esa fuerza pública, se necesitan contribuciones por parte de los ciudadanos del Estado: los "impuestos". La sociedad gentilicia nunca tuvo idea de ellos, pero nosotros los conocemos bastante bien. Con los progresos de la civilización, incluso los impuestos llegan a ser poco; el Estado libra letras sobre el futuro, contrata empréstitos, contrae "deudas de Estado". También de esto puede hablarnos, por propia experiencia, la vieja Europa.

Dueños de la fuerza pública y del derecho de recaudar los impuestos, los funcionarios, como órganos de la sociedad, aparecen ahora situados por encima de ésta. El respeto que se tributaba libre y voluntariamente a los órganos de la constitución gentilicia ya no les basta, incluso si pudieran ganarlo; vehículos de un Poder que se ha hecho extraño a la sociedad, necesitan hacerse respetar por medio de las leyes de excepción, merced a las cuales gozan de una aureola y de una inviolabilidad particulares. El más despreciable polizonte del Estado civilizado tiene más «autoridad» que todos los órganos del poder de la sociedad gentilicia reunidos; pero el príncipe más poderoso, el más grande hombre público o guerrero de la civilización, puede envidiar al más modesto jefe gentil el respeto espontáneo y universal que se le profesaba. El uno se movía dentro de la sociedad; el otro se ve forzado a pretender representar algo que está fuera y por encima de ella.

Como el Estado nació de la necesidad de refrenar los antagonismos de clase, y como, al mismo tiempo, nació en medio del conflicto de esas clases, es, por regla general, el Estado de la clase más poderosa, de la clase económicamente dominante, que, con ayuda de él, se convierte también en la clase políticamente dominante, adquiriendo con ello nuevos medios para la represión y la explotación de la clase oprimida. Así, el Estado antiguo era, ante todo, el Estado de los esclavistas para tener sometidos a los esclavos; el Estado feudal era el órgano de que se valía la nobleza para tener sujetos a los campesinos siervos, y el moderno Estado representativo es el instrumento de que se sirve el capital para explotar el trabajo asalariado. Sin embargo, por excepción, hay períodos en que las clases en lucha están tan equilibradas, que el poder del Estado, como mediador aparente, adquiere cierta independencia momentánea respecto a una y otra. En este caso se halla la monarquía absoluta de los siglos XVII y XVIII, que mantenía a nivel la balanza entre la nobleza y la burguesía; y en este caso estuvieron el bonapartismo del Primer Imperio francés, y sobre todo el del Segundo, valiéndose de los proletarios contra la clase media, y de ésta contra aquéllos. La más reciente producción de esta especie, donde opresores y oprimidos aparecen igualmente ridículos, es el nuevo imperio alemán de la nación bismarckiana: aquí se contrapesa a capitalistas y trabajadores unos con otros, y se les extrae el jugo sin distinción en provecho de los junkers prusianos de provincias, venidos a menos.

Además, en la mayor parte de los Estados históricos los derechos concedidos a los ciudadanos se gradúan con arreglo a su fortuna, y con ello se declara expresamente que el Estado es un organismo para proteger a la clase que posee contra la desposeída. Así sucedía ya en Atenas y en Roma, donde la clasificación era por la cuantía de los bienes de fortuna. Lo mismo sucede en el Estado feudal de la Edad Media, donde el poder político se distribuyó según la propiedad territorial. Y así lo observamos en el censo electoral de los Estados representativos modernos. Sin embargo, este reconocimiento político de la diferencia de fortunas no es nada esencial. Por el contrario, denota un grado inferior en el desarrollo del Estado. La forma más elevada del Estado, la república democrática, que en nuestras condiciones sociales modernas se va haciendo una necesidad cada vez más ineludible, y que es la única forma de Estado bajo la cual puede darse la batalla última y definitiva entre el proletariado y la burguesía, no reconoce oficialmente diferencias de fortuna. En ella la riqueza ejerce su poder indirectamente, pero por ello mismo de un modo más seguro. De una parte, bajo la forma de corrupción directa de los funcionarios, de lo cual es América un modelo clásico, y, de otra parte, bajo la forma de alianza entre el gobierno y la Bolsa. Esta alianza se realiza con tanta mayor facilidad, cuanto más crecen las deudas del Estado y más van concentrando en sus manos las sociedades por acciones, no sólo el transporte, sino también la producción misma, haciendo de la Bolsa su centro. Fuera de América, la nueva república francesa es un patente ejemplo de ello, y la buena vieja Suiza también ha hecho su aportación en este terreno. Pero que la república democrática no es imprescindible para esa unión fraternal entre la Bolsa y el gobierno, lo prueba, además de Inglaterra, el nuevo imperio alemán, donde no puede decirse a quién ha elevado más arriba el sufragio universal, si a Bismarck o a Bleichröder. Y, por último, la clase poseedora impera de un modo directo por medio del sufragio universal. Mientras la clase oprimida --en nuestro caso el proletariado-- no está madura para libertarse ella misma, su mayoría reconoce el orden social de hoy como el único posible, y políticamente forma la cola de la clase capitalista, su extrema izquierda. Pero a medida que va madurando para emanciparse ella misma, se constituye como un partido independiente, elige sus propios representantes y no los de los capitalistas. El sufragio universal es, de esta suerte, el índice de la madurez de la clase obrera. No puede llegar ni llegará nunca a más en el Estado actual, pero esto es bastante. El día en que el termómetro del sufragio universal marque para los trabajadores el punto de ebullición, ellos sabrán, lo mismo que los capitalistas, qué deben hacer.

Por tanto, el Estado no ha existido eternamente. Ha habido sociedades que se las arreglaron sin él, que no tuvieron la menor noción del Estado ni de su poder. Al llegar a cierta fase del desarrollo económico, que estaba ligada necesariamente a la división de la sociedad en clases, esta división hizo del Estado una necesidad. Ahora nos aproximamos con rapidez a una fase de desarrollo de la producción en que la existencia de estas clases no sólo deja de ser una necesidad, sino que se convierte positivamente en un obstáculo para la producción. Las clases desaparecerán de un modo tan inevitable como surgieron en su día. Con la desaparición de las clases desaparecerá inevitablemente el Estado. La sociedad, reorganizando de un modo nuevo la producción sobre la base de una asociación libre de productores iguales, enviará toda la máquina del Estado al lugar que entonces le ha de corresponder: al museo de antigüedades, junto a la rueca y al hacha de bronce.

Por todo lo que hemos dicho, la civilización es, pues, el estadio de desarrollo de la sociedad en que la división del trabajo, el cambio entre individuos que de ella deriva, y la producción mercantil que abarca a una y otro, alcanzan su pleno desarrollo y ocasionan una revolución en toda la sociedad anterior.

En todos los estadios anteriores de la sociedad, la producción era esencialmente colectiva y el consumo se efectuaba también bajo un régimen de reparto directo de los productos, en el seno de pequeñas o grandes colectividades comunistas. Esa producción colectiva se realizaba dentro de los más estrechos límites, pero llevaba aparejado el dominio de los productores sobre el proceso de la producción y sobre su producto. Estos sabían qué era del producto: lo consumían, no salía de sus manos. Y mientras la producción se efectuó sobre esta base, no pudo sobreponerse a los productores, ni hacer surgir frente a ellos el espectro de poderes extraños, cual sucede regular e inevitablemente en la civilización.

Pero en este modo de producir se introdujo lentamente la división del trabajo, la cual minó la comunidad de producción y de apropiación, erigió en regla predominante la apropiación individual, y de ese modo creó el cambio entre individuos (ya examinamos anteriormente cómo). Poco a poco, la producción mercantil se hizo la forma dominante.

Con la producción mercantil, producción no ya para el consumo personal, sino para el cambio, los productos pasan necesariamente de unas manos a otras. El productor se separa de su producto en el cambio, y ya no sabe qué se hace de él. Tan pronto como el dinero, y con él el mercader, interviene como intermediario entre los productores, se complica más el sistema de cambio y se vuelve todavía más incierto el destino final de los productos. Los mercaderes son muchos y ninguno de ellos sabe lo que hacen los demás. Ahora las mercancías no sólo van de mano en mano, sino de mercado en mercado; los productores han dejado ya de ser dueños de la producción total de las condiciones de su propia vida, y los comerciantes tampoco han llegado a serlo. Los productos y la producción están entregados al azar.

Pero el azar no es más que uno de los polos de una interdependencia, el otro polo de la cual se llama necesidad. En la naturaleza, donde también parece dominar el azar, hace mucho tiempo que hemos demostrado en cada dominio particular la necesidad inmanente y las leyes internas que se afirman en aquel azar. Y lo que es cierto para la naturaleza, también lo es para la sociedad. Cuanto más escapa del control consciente del hombre y se sobrepone a él una actividad social, una serie de procesos sociales, cuando más abandonada parece esa actividad al puro azar, tanto más las leyes propias, inmanentes, de dicho azar, se manifiestan como una necesidad natural. Leyes análogas rigen las eventualidades de la producción mercantil y del cambio de las mercancías; frente al productor y al comerciante aislados, surgen como factores extraños y desconocidos, cuya naturaleza es preciso desentrañar y estudiar con suma meticulosidad. Estas leyes económicas de la producción mercantil se modifican según los diversos grados de desarrollo de esta forma de producir; pero, en general, todo el período de la civilización está regido por ellas. Hoy, el producto domina aún al productor; hoy, toda la producción social está aún regulada, no conforme a un plan elaborado en común, sino por leyes ciegas que se imponen con la violencia de los elementos, en último término, en las tempestades de las crisis comerciales periódicas.

Hemos visto cómo en un estadio bastante temprano del desarrollo de la producción, la fuerza de trabajo del hombre llega a ser apta para suministrar un producto mucho más cuantioso de lo que exige el sustento de los productores, y cómo este estadio de desarrollo es, en lo esencial, el mismo donde nacen la división del trabajo y el cambio entre individuos. No tardó mucho en ser descubierta la gran «verdad» de que el hombre también podía servir de mercancía, de que la fuerza de trabajo del hombre podía llegar a ser un objeto de cambio y de consumo si se hacía del hombre un esclavo. Apenas comenzaron los hombres a practicar el cambio, ellos mismos se vieron cambiados. La voz activa se convirtió en voz pasiva, independientemente de la voluntad de los hombres.

Con la esclavitud, que alcanzó su desarrollo máximo bajo la civilización, realizóse la primera gran escisión de la sociedad en una clase explotadora y una clase explotada. Esta escisión se ha sostenido durante todo el período civilizado. La esclavitud es la primera forma de la explotación, la forma propia del mundo antiguo; le suceden la servidumbre, en la Edad Media, y el trabajo asalariado en los tiempos modernos. Estas son las tres grandes formas del avasallamiento, que caracterizan las tres grandes épocas de la civilización; ésta va siempre acompañada de la esclavitud, franca al principio, más o menos disfrazada después.

El estadio de la producción de mercancías, con el que comienza la civilización, se distingue desde el punto de vista económico por la introducción: 1) de la moneda metálica, y con ella del capital en dinero, del interés y de la usura; 2) de los mercaderes, como clase intermediaria entre los productores; 3) de la propiedad privada de la tierra y de la hipoteca, y 4) del trabajo de los esclavos como forma dominante de la producción. La forma de familia que corresponde a la civilización y vence definitivamente con ella es la monogamia, la supremacía del hombre sobre la mujer, y la familia individual como unidad económica de la sociedad. La fuerza cohesiva de la sociedad civilizada la constituye el Estado, que, en todos los períodos típicos, es exclusivamente el Estado de la clase dominante y, en todos los casos, una máquina esencialmente destinada a reprimir a la clase oprimida y explotada. También es característico de la civilización, por una parte, fijar la oposición entre la ciudad y el campo como base de toda la división del trabajo social; y, por otra parte, introducir los testamentos, por medio de los cuales el propietario puede disponer de sus bienes aun después de su muerte …

Con este régimen como base, la civilización ha realizado cosas de las que distaba muchísimo de ser capaz la antigua sociedad gentilicia. Pero las ha llevado a cabo poniendo en movimiento los impulsos y pasiones más viles de los hombres y a costa de sus mejores disposiciones. La codicia vulgar ha sido la fuerza motriz de la civilización desde sus primeros días hasta hoy, su único objetivo determinante es la riqueza, otra vez la riqueza y siempre la riqueza, pero no la de la sociedad, sino la de tal o cual miserable individuo. Si a pesar de eso han correspondido a la civilización el desarrollo creciente de la ciencia y reiterados períodos del más opulento esplendor del arte, sólo ha acontecido así porque sin ello hubieran sido imposibles, en toda su plenitud, las actuales realizaciones en la acumulación de riquezas.

Siendo la base de la civilización la explotación de una clase por otra, su desarrollo se opera en una constante contradicción. Cada progreso de la producción es al mismo tiempo un retroceso en la situación de la clase oprimida, es decir, de la inmensa mayoría. Cada beneficio para unos es por necesidad un perjuicio para otros; cada grado de emancipación conseguido por una clase es un nuevo elemento de opresión para la otra. La prueba más elocuente de esto nos la da la introducción de la maquinaria, cuyos efectos conoce hoy el mundo entero. Y si, como hemos visto, entre los bárbaros apenas puede establecerse la diferencia entre los derechos y los deberes, la civilización señala entre ellos una diferencia y un contraste que saltan a la vista del hombre menos inteligente, en el sentido de que da casi todos los derechos a una clase y casi todos los deberes a la otra.

Pero eso no debe ser. Lo que es bueno para la clase dominante, debe ser bueno para la sociedad con la cual se identifica aquélla. Por ello, cuanto más progresa la civilización, más obligada se cree a cubrir con el manto de la caridad los males que ha engendrado fatalmente, a pintarlos de color de rosa o a negarlos. En una palabra, introduce una hipocresía convencional que no conocían las primitivas formas de la sociedad ni aun los primeros grados de la civilización, y que llega a su cima en la declaración: la explotación de la clase oprimida es ejercida por la clase explotadora exclusiva y únicamente en beneficio de la clase explotada; y si esta última no lo reconoce así y hasta se muestra rebelde, esto constituye por su parte la más negra ingratitud hacia sus bienhechores, los explotadores[2].

Y, para concluir, véase el juicio que acerca de la civilización emite Morgan:

«Los hermanos se harán la guerra y se convertirán en asesinos unos de otros; hijos de hermanas romperán sus lazos de estirpe».

«Desde el advenimiento de la civilización ha llegado a ser tan enorme el acrecentamiento de la riqueza, tan diversas las formas de este acrecentamiento, tan extensa su aplicación y tan hábil su administración en beneficio de los propietarios, que esa riqueza se ha constituido en una fuerza irreductible opuesta al pueblo. La inteligencia humana se ve impotente y desconcertada ante su propia creación. Pero, sin embargo, llegará un tiempo en que la razón humana sea suficientemente fuerte para dominar a la riqueza, en que fije las relaciones del Estado con la propiedad que éste protege y los límites de los derechos de los propietarios. Los intereses de la sociedad son absolutamente superiores a los intereses individuales, y unos y otros deben concertarse en una relación justa y armónica. La simple caza de la riqueza no es el destino final de la humanidad, a lo menos si el progreso ha de ser la ley del porvenir como lo ha sido la del pasado. El tiempo transcurrido desde el advenimiento de la civilización no es más que una fracción ínfima de la existencia pasada de la humanidad, una fracción ínfima de las épocas por venir. La disolución de la sociedad se yergue amenazadora ante nosotros, como el término de una carrera histórica cuya única meta es la riqueza, porque semejante carrera encierra los elementos de su propia ruina. La democracia en la administración, la fraternidad en la sociedad, la igualdad de derechos y la instrucción general, inaugurarán la próxima etapa superior de la sociedad, para la cual laboran constantemente la experiencia, la razón y la ciencia. Será un renacimiento de la libertad, la igualdad y la fraternidad de las antiguas gens, pero bajo una forma superior». (Morgan, "La Sociedad Antigua", pág. 552.)"

[1] Sobre la cuestión de la familia burguesa y de la explotación a la que en su seno se ve sometida la mujer rescataremos algunos fragmentos en una próxima ocasión.
[2] Tuve intenciones de valerme de la brillante crítica de la civilización que se encuentra esparcida en las obras de Carlos Fourier, para exponerla paralelamente a la de Morgan y a la mía propia. Por desgracia, no he tenido tiempo para eso. Haré notar sencillamente que Fourier consideraba ya la monogamia y la propiedad sobre la tierra como las instituciones más características de la civilización, a la cual llama una guerra de los ricos contra los pobres. También se encuentra ya en él la profunda comprensión de que en todas las sociedades defectuosas y llenas de antagonismos, las familias individuales ("les familles incohérentes) son unidades económicas.

sábado, 20 de octubre de 2007

Hardt y Negri: Estribillos de la “Internationale”

Michael Hardt y Toni Negri, Imperio

Reproducimos a continuación un fragmento de Imperio, de Hardt y Negri, dos de los principales exponente de la “Autonomía Obrera”. Este libro causó un considerable impacto. Y ha generado un más que interesante debate. En nuestra opinión, hace aportaciones muy valiosas al conocimiento de la realidad actual y a la superación de los enfoques pensados para una realidad que ya no es más.
Muchos lo citan y lo comentan. Y lo critican, aunque en ocasiones esas críticas reflejan una lectura si acaso muy superficial. Y un intento por mantener esquemas interpretativos que pudieron ser relevantes en el pasado, pero que no se adecuan a los profundos cambios de la sociedad capitalista actual. Por eso reproduciremos en este blog diversos fragmentos que consideramos especialmente relevantes. Hemos suprimido las notas (bibliográficas) al pie.

Hubo un tiempo, no hace mucho, cuando el internacionalismo era un componente clave de las luchas proletarias y las políticas progresistas en general. “El proletariado no tiene país”, o mejor, “el país del proletariado es el mundo entero”. La “Internationale” era el himno de los revolucionarios, el canto de futuros utópicos. Debemos notar que la utopía expresada en estos lemas no es, de hecho, internacionalista, si por internacionalista entendemos a un tipo de consenso entre las variadas identidades nacionales, que preserve sus diferencias pero negocie algunos acuerdos limitados. En realidad, el internacionalismo proletario era antinacionalista, y, por ello, supranacional y global. ¡Trabajadores del mundo uníos! – no sobre la base de identidades nacionales sino directamente mediante necesidades y deseos comunes, sin considerar límites y fronteras. El internacionalismo fue la voluntad de un activo sujeto de masas que reconoció que los Estados-nación eran los agentes clave de la explotación capitalista y que la multitud era continuamente empujada a pelear sus guerras sin sentido – en suma, que el Estado-nación era una forma política cuyas contradicciones no podían ser subsumidas y sublimadas sino solamente destruidas. La solidaridad internacional era realmente un proyecto para la destrucción del Estado-nación y la construcción de una nueva comunidad global. Este programa proletario estuvo por detrás de las con frecuencia ambiguas definiciones tácticas producidas por los partidos comunistas y socialistas durante el siglo de su hegemonía sobre el proletariado. Si el Estado-nación era un eslabón central en la cadena de dominación, y por ello debía ser destruido, entonces el proletariado nacional tenía como tarea primaria destruirse a sí mismo en tanto estaba definido por la nación, sacando con ello a la solidaridad internacional de la prisión en la que había sido encerrada. La solidaridad internacional debía ser reconocida no como un acto de caridad o altruismo para el bien de otros, un noble sacrificio para otra clase trabajadora nacional, sino como propio e inseparable del propio deseo y la lucha por la liberación de cada proletariado nacional. El internacionalismo proletario construyó una máquina política paradójica y poderosa que empujó continuamente más allá de las fronteras y las jerarquías del estado-nación y ubicó los futuros utópicos sólo en el terreno global. Hoy debemos reconocer claramente que el tiempo de ese internacionalismo proletario ha pasado. Esto no niega el hecho, sin embargo, que el concepto de internacionalismo realmente vivió entre las masas y depositó una especie de estrato geológico de sufrimiento y deseo, una memoria de victorias y derrotas, un residuo de tensiones ideológicas y necesidades. Más aún, el proletariado se ha, de hecho, hallado a sí mismo hoy en día, no precisamente internacional, pero (al menos tendencialmente) global. Uno puede estar tentado a decir que el internacionalismo proletario realmente “ganó” a la luz del hecho que los poderes de los Estados-nación han declinado en el reciente pasaje hacia la globalización y el Imperio, pero ésta sería una noción de victoria extraña e irónica. Es más exacto decir, siguiendo la cita de William Morris que sirve como uno de los epígrafes de este libro, que aquello por lo que lucharon ha llegado, pese a su derrota.

La práctica del internacionalismo proletario se expresó con mayor claridad en los ciclos internacionales de luchas. En este marco la huelga general (nacional) y la insurrección contra el Estado (-nación) fueron sólo realmente concebibles como elementos de comunicación entre luchas y procesos de liberación en el terreno internacionalista. Desde Berlín a Moscú, desde París a Nueva Delhi, desde Argelia a Hanoi, desde Shangai a Yakarta, desde La Habana a Nueva York, las luchas resonaron una tras otra durante los siglos diecinueve y veinte. Se construía un ciclo al comunicarse las noticias de una revuelta y aplicarse en cada nuevo contexto, del mismo modo que en una era previa los barcos mercantes llevaban las noticias de las rebeliones de esclavos de isla en isla alrededor del Caribe, prendiendo una terca línea de incendios que no podían ser extinguidos. Para que se formara un ciclo, los receptores de las noticias debían ser capaces de “traducir” los eventos a su propio lenguaje, reconociendo las luchas como propias, y con ello, agregando un eslabón a la cadena. En algunos casos esta “traducción” fue muy elaborada: como los intelectuales chinos en los finales del siglo XIX, por ejemplo, pudieron oír de las luchas anticoloniales en las Filipinas y Cuba, y traducirlas a los términos de sus propios proyectos revolucionarios. En otros casos fue mucho más directo: como el movimiento de consejos de fábrica en Turín, Italia, fue inmediatamente inspirado por las noticias de la victoria bolchevique en Rusia. Más que pensar en las luchas como relacionadas unas con otras como eslabones de una cadena, puede ser mejor entenderlas como comunicándose como un virus que modula su forma para hallar en cada contexto un huésped adecuado.

No es difícil hacer un mapa de los períodos de extrema intensidad de estos ciclos. Una primera ola puede verse comenzando después de 1848, con la agitación política de la Primera Internacional, continuando en la década de 1880 y 1890 con la formación de organizaciones políticas y sindicales socialistas, y alcanzando luego un pico tras la revolución rusa de 1905 y el primer ciclo internacional de luchas anti-imperialistas. Una segunda ola se alzó tras la revolución Soviética de 1917, la que fue seguida por una progresión internacional de luchas que sólo podría ser contenida por los fascismos en un lado, y reabsorbida por el New Deal y los frentes antifascistas en el otro. Y finalmente está la ola de luchas que comenzaron con la revolución China y continuaron con las luchas de liberación Africanas y Latinoamericanas hasta las explosiones de la década de 1960 en todo el mundo. Estos ciclos internacionales de luchas fueron el verdadero motor que condujo el desarrollo de las instituciones del capital y que lo condujo en un proceso de reforma y reestructuración. El internacionalismo proletario, anticolonial y anti-imperialista, la lucha por el comunismo, que vivió en todos los eventos insurreccionales más poderosos de los siglos diecinueve y veinte, anticiparon y prefiguraron los procesos de la globalización del capital y la formación del Imperio. Es en este modo que la formación del Imperio es una respuesta al internacionalismo proletario. No hay nada dialéctico o teleológico en esta anticipación y prefiguración del desarrollo capitalista por la lucha de masas. Por el contrario, las luchas mismas son demostraciones de la creatividad del deseo, de las utopías o la experiencia vivida, los trabajos de la historicidad como potencialidad – en suma, las luchas son la realidad desnuda de la res gestae. Una teleología de clases es construida sólo después del hecho, post festum.

Las luchas que precedieron y prefiguraron la globalización fueron expresiones de la fuerza del trabajo viviente, quien buscó liberarse a sí mismo de los rígidos regímenes territorializantes impuestos. Al contestar al trabajo muerto acumulado contra él, el trabajo viviente siempre busca quebrar las estructuras territorializantes fijadas, las organizaciones nacionales y las figuras políticas que lo mantienen prisionero. Con la fuerza del trabajo viviente, su incansable actividad, y su deseo deterritorializante, este proceso de ruptura abrió todas las ventanas de la historia. Cuando uno adopta la perspectiva de la actividad de la multitud, su producción de subjetividad y deseo, puede reconocer cómo la globalización, al operar una deterritorialización real de las estructuras previas de explotación y control, es, realmente, una condición para la liberación de la multitud. ¿Pero cómo puede hoy realizarse este potencial para la liberación? ¿Ese mismo deseo incontenible de libertad que quebró y enterró al Estado-nación y determinó la transición hacia el Imperio, vive aún bajo las cenizas del presente, las cenizas del fuego que consumió al sujeto proletario internacionalista, centrado en la clase trabajadora industrial? ¿Qué ha subido a escena en el lugar de ese sujeto? ¿En qué sentido podemos decir que la raíz ontológica de una nueva multitud ha llegado para ser un actor alternativo o positivo en la articulación de la globalización?

miércoles, 17 de octubre de 2007

Herbert Marcuse: El Marxismo Soviético

Herbert Marcuse[1]

Comenzaremos por el intento de definir, a título preliminar, la racionalidad de la civilización del “socialismo en un solo país”; es decir, los principios que rigen su estructura y su dinámica interna. Para hacerlo, no aceptamos como guía ni el término “socialismo” ni su simple negación, y tampoco el término “totalitarismo” y sus sinónimos. No aceptamos el término “socialismo” porque su validez depende de un acuerdo previo sobre su definición, y aún así sólo puede ser entonces resultado del análisis; no aceptamos tampoco el término “totalitarismo” porque la noción es aplicable a una amplia gama de sistemas sociales, dotados de estructuras distintas e incluso antagónicas. Trataremos, más bien, de llegar a la localización de los principios que buscamos mediante la reunión de los rasgos y características de la sociedad soviética que han permanecido constantes en líneas generales a lo largo de las diferentes etapas, regresiones y modificaciones. Estos rasgos pueden ser expuestos, de forma resumida, de la manera siguiente:
  1. Industrialización total, sobre la base de una producción nacionalizada, con prioridad del “sector I“ (producción de los medios de producción).
  2. Colectivización progresiva de la agricultura, que tiende hacia la transformación final de la propiedad koljosiana en propiedad estatal.
  3. Mecanización general del trabajo y extensión de la enseñanza “politécnica”, que llevarían a la “igualación” entre los sectores rural y urbano.
  4. Elevación gradual del nivel de vida general, en función de la realización de los objetivos expuestos en los puntos 1-3.
  5. Instauración de una moral de trabajo universal, “emulación socialista” y eliminación de todos los elementos psicológicos e ideológicos trascendentes (“realismo soviético”)[2].
  6. Conservación y fortalecimiento de la organización estatal, militar, empresarial y del Partido, como vehículo adecuado para la realización de estos procesos (1-5).
  7. La transición a la distribución del producto social según las necesidades individuales, después de la consecución de los objetivos expuestos en los puntos 1-5.

[1] Reproducimos un fragmento de la obra de Herbert Marcuse (1898-1979) El Marxismo Soviético, publicada originalmente en 1958. Concretamente, el fragmento pertenece al Tercer Capítulo (“La nueva racionalidad”) de la Primera Parte del libro (“Postulados políticos”). Marcuse, autor vinculado a la Escuela de Frankfurt, fue también un referente muy importante para el izquierdismo de los años 60-70. La nota 2 es nuestra.
[2] El famoso “stajanovismo” y el “realismo soviético” supusieron una subordinación del hombre al trabajo y a la máquina, una nueva forma de servidumbre y dominación (alienación).

lunes, 15 de octubre de 2007

Karl Marx: Manuscritos Económicos y Filosóficos

Este fragmento forma parte del Tercer Manuscrito (concretamente del capítulo “propiedad privada y comunismo”) de los Manuscritos Económicos y Filosóficos, escritos en 1844 por Marx.

Como el lector observará, Marx analiza de forma crítica lo que en el futuro será el “Capitalismo de Estado” (Marx lo llama “la comunidad como capitalista general”) que Lenin y su delfín Stalin impusieron en la URSS y sus consecuencias. También analiza que ese tipo de capitalismo quiere aniquilar todo lo que no es susceptible de ser poseído por todos como propiedad privada; quiere prescindir de forma violenta del talento, etc. Lo que se denominó en la época stalinista el socialismo real dentro del ámbito cultural. Es decir, el Estado decidía como había que componer una sinfonía, un cuadro… ya que si el autor decidía hacerlo libremente se consideraba que éste estaba marcado por estereotipos burgueses… Recordemos que la cultura y sobre todo la comparación libre según Marx hace que el espíritu humano sea libre y sea la palanca impulsora de la desalienización. Pero el Capitalismo de Estado se opondrá con todas sus fuerzas a ello ya que es el nuevo agente acumulativo de la plusvalía obrera y para ello sigue siendo necesario su alienación como clase. Después de leer este texto, el lector instruido y lector de las obras de Lenin se hará muchas preguntas, entre ellas si Lenin era marxista o un producto de la intelligentsia rusa.

(…) El comunismo, finalmente, es la expresión positiva de la propiedad privada superada; es, en primer lugar, la propiedad privada general. Al tomar esta relación en su generalidad, el comunismo es:

1º) En su primera forma solamente una generalización y conclusión de la misma; como tal se muestra en una doble forma: de una parte el dominio de la propiedad material es tan grande frente a él, que él quiere aniquilar todo lo que no es susceptible de ser poseído por todos como propiedad privada; quiere prescindir de forma violenta del talento, etc. La posesión física inmediata representa para él la finalidad única de la vida y de la existencia; el destino del obrero no es superado, sino extendido a todos los hombres; la relación de la propiedad privada continúa siendo la relación de la comunidad con el mundo de las cosas; finalmente se expresa este movimiento de oponer a la propiedad privada la propiedad general en la forma animal que quiere oponer al matrimonio (que por lo demás es una forma de la propiedad privada exclusiva) la comunidad de las mujeres, en que la mujer se convierte en propiedad comunal y común. Puede decirse que esta idea de la comunidad de mujeres es el secreto a voces de este comunismo todavía totalmente grosero e irreflexivo. Así como la mujer sale del matrimonio para entrar en la prostitución general, así también el mundo todo de la riqueza es decir, de la esencia objetiva del hombre, sale de la relación del matrimonio exclusivo con el propietario privado para entrar en la relación de la prostitución universal con la comunidad. Este comunismo, al negar por completo la personalidad del hombre, es justamente la expresión lógica de la propiedad privada, que es esta negación. La envidia general y constituida en poder no es sino la forma escondida en que la codicia se establece y, simplemente, se satisface de otra manera. La idea de toda propiedad privada en cuanto tal se vuelve, por lo menos contra la propiedad privada más rica, como envidia deseo de nivelación, de manera que son estas pasiones las que integran el ser de la competencia. El comunismo grosero no es más que el remate de esta codicia y de esta nivelación a partir del mínimo representado. Tiene una medida determinada y limitada. Lo poco que esta superación de la propiedad privada tiene de verdadera apropiación lo prueba justamente la negación abstracta de todo el mundo de la educación y de la civilización, el regreso a la antinatural (IV) simplicidad del hombre pobre y sin necesidades, que no sólo no ha superado la propiedad privada, sino que ni siquiera ha llegado hasta ella.

La comunidad es sólo una comunidad de trabajo y de la igualdad del salario que paga el capital común: la comunidad como capitalista general. Ambos términos de la relación son elevados a una generalidad imaginaria: el trabajo como la determinación en que todos se encuentran situados, el capital como la generalidad y el poder reconocidos de la comunidad.

En la relación con la mujer, como presa y servidora de la lujuria comunitaria, se expresa la infinita degradación en la que el hombre existe para si mismo, pues el secreto de esta relación tiene su expresión inequívoca, decisiva, manifiesta, revelada, en la relación del hombre con la mujer y en la forma de concebir la inmediata y natural relación genérica. La relación inmediata, natural y necesaria del hombre con el hombre, es la relación del hombre con la mujer. En esta relación natural de los géneros, la relación del hombre con la naturaleza es inmediatamente su relación con el hombre, del mismo modo que la relación con el hombre es inmediatamente su relación con la naturaleza, su propia determinación natural. En esta relación se evidencia, pues, de manera sensible, reducida a un hecho visible, en qué medida la esencia humana se ha convertido para el hombre en naturaleza o en qué medida la naturaleza se ha convertido en esencia humana del hombre. Con esta relación se puede juzgar el grado de cultura del hombre en su totalidad. Del carácter de esta relación se deduce la medida en que el hombre se ha convertido en ser genérico, en hombre, y se ha comprendido como tal; la relación del hombre con la mujer es la relación más natural del hombre con el hombre. En ella se muestra en qué medida la conducta natural del hombre se ha hecho humana o en qué medida su naturaleza humana se ha hecho para él naturaleza. Se muestra también en esta relación la extensión en que la necesidad del hombre se ha hecho necesidad humana, en qué extensión el otro hombre en cuanto hombre se ha convertido para él en necesidad; en qué medida él, en su más individual existencia, es, al mismo tiempo, ser colectivo.

La primera superación positiva de la propiedad privada, el comunismo grosero, no es por tanto más que una forma de mostrarse la vileza de la propiedad privada que se quiere instaurar como comunidad positiva.

2º) El comunismo a) Aún de naturaleza política, democrática; b) Con su superación del Estado, pero al mismo tiempo aún con esencia incompleta y afectada por la propiedad privada, es decir, por la enajenación del hombre. En ambas formas el comunismo se conoce ya como reintegración o vuelta a sí del hombre, como superación del extrañamiento de si del hombre, pero como no ha captado todavía la esencia positiva de la propiedad privada, y menos aún ha comprendido la naturaleza humana de la necesidad, está aún prisionero e infectado por ella. Ha comprendido su concepto, pero aún no su esencia.

3º) El comunismo como superación positiva de la propiedad privada en cuanto autoextrañamiento del hombre, y por ello como apropiación real de la esencia humana por y para el hombre; por ello como retorno del hombre para sí en cuanto hombre social, es decir, humano; retorno pleno, consciente y efectuado dentro de toda la riqueza de la evolución humana hasta el presente. Este comunismo es, como completo naturalismo = humanismo, como completo humanismo = naturalismo; es la verdadera solución del conflicto entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y el hombre, la solución definitiva del litigio entre existencia y esencia, entre objetivación y autoafirmación, entre libertad y necesidad, entre individuo y género. Es el enigma resuelto de la historia y sabe que es la solución.

jueves, 11 de octubre de 2007

Alain Guillerm: El Luxemburguismo

Alain Guillerm[1]

Rosa Luxemburg, junto con Lukacs (que se refiere a ella constantemente en Historia y conciencia de clase), es uno de los autores más desconocidos, traicionados y deformados del marxismo. En relación con esos dos autores malditos, la historia (los dirigentes obreros, los comentaristas, los editores y otros “teóricos”) debió operar esa gigantesca obliteración de todo lo que fuera una tendencia consciente y organizada del movimiento obrero, hasta el punto de que por momentos logró hacerse hegemónica. Basta observar la ira con que Lenin la ve surgir por todas partes, cuando escribe con respecto a ello “un librito bastante maligno”. Esa tendencia, que se derrumbó tan rápidamente como había surgido, tenía entonces por nombre: el izquierdismo. Se vio ese fenómeno extraordinario en los años 20.

[...] Desde 1964, en una Francia gaullista que se aburre, no bastan ya las ideologías castristas, maoístas, trotskistas, etc. Maspero lanza una colección titulada Bibliothèque Socialista que reedita algunos escritos de Rosa. Los stalinistas, para no ser menos, también se interesan.

A partir de mayo de 1968, no fue posible continuar ignorando la existencia del pensamiento luxemburgiano. Además de las reediciones, aumentadas pero incompletas, las de Maspero, en formato de bolsillo, Badia hizo aparecer Extractos de Rosa en las Ed. Sociales, “desgraciadamente incompletos, precedidos de una sólida introducción y encuadrados por útiles comentarios...” (P. Sorlin, Le Monde). Con la mayor buena fe, diversos propagandistas y militantes descubrieron esta profunda verdad: Rosa había sido la más mortal enemiga del reformismo y del “revisionismo”, ante todo el adversario encarnizado de Bernstein y luego de Kautsky, lo que permitía que la polémica con Lenin resultara secundaria.

Nuestra óptica es radicalmente otra, no solamente resulta fácil demostrar, por el número de páginas y por su lugar en el edificio conceptual, que la oposición de izquierda a los bolcheviques es una cuestión central, sino que, más aún, las críticas dirigidas a Bernstein y Kautsky podrían en realidad aplicarse a Lenin, a quien no se puede calificar, conforme los conceptos luxemburgistas, sino como un socialdemócrata de izquierda. Téngase en cuenta a este respecto la profunda identidad de Lenin con la concepción de Kautsky de la conciencia de clase. Esta tesis, la oposición Luxemburg-Lenin (con sus “causas” políticas, filosóficas y sociológicas), es central para cualquier comprensión de Rosa. Eso es lo que trataremos de demostrar, así como en qué medida esa oposición es actual (entre
izquierdistas y el P.C.F.) aun cuando los primeros usen una forma “leninista”. Es la oposición entre el proletariado y la burocracia.

[...] El partido no es la conciencia de clase, ni se convierte en partido de la noche a la mañana, y su mandato como instrumento de la lucha de clases nunca es definitivo. Por eso, la constitución de un partido comunista no puede ser decretado por algunos intelectuales (sea esta constitución a priori, en base a un programa radical abstracto, o producida después de una división prematura); la constitución del P.C. no puede ser sino el resultado de un proceso de maduración de las masas y de sus organizaciones, con todas sus carencias.

[1] Reproducimos estos fragmentos de la obra de Alain Guillerm“Le luxemburgisme aujourd’hui”, publicada en Cahiers Spartacus, 1970, tal como fueron recogidos por Daniel Guerin en su libro “Rosa Luxemburg y la espontaneidad revolucionaria. Alain Guillerm (1944-2005) fue militante de la extrema izquierda y partidario de las teorías de Rosa Luxemburgo. Militó en el grupo “Socialismo o Barbarie” y en el PSU, donde defendió una orientación luxemburguista.

martes, 9 de octubre de 2007

Paul Frölich: ¿Una teoría de la espontaneidad?

Paul Frölich[1]

En su obra sobre la huelga de masas, pero también en otras ocasiones, Rosa Luxemburg señaló insistentemente que los movimientos revolucionarios no pueden ser “fabricados”, ni el resultado de resoluciones de las instancias del partido, sino que estallan espontáneamente dadas ciertas condiciones históricas. Esta manera de ver ha sido continuamente confirmada por la historia real, pero no por ello se ha dejado de acusar a Rosa de haber pecado gravemente en cuanto a ese punto. Se ha deformado su pensamiento hasta la caricatura, para afirmar luego que Rosa Luxemburg había creado una teoría de la espontaneidad, que había sido víctima de un misticismo o aun de una mitología de la espontaneidad. Zinoviev fue el primero en lanzar esa acusación, manifiestamente con la intención de reforzar la autoridad del partido ruso en la internacional comunista. Otros lo han desarrollado y repetido tan a menudo que se ha convertido en un axioma político-histórico que no requiere prueba. Para elucidar la posición de esta gran revolucionaria es necesario estudiar estos ataques más de cerca.

La acusación es la siguiente: negación, o al menos reducción condenable, del papel del partido como dirigente de la lucha de clases; idolatría de las masas; sobrestimación de los factores impersonales y objetivos; negación o subestimación de la acción consciente y organizada; automatismo y fatalismo del proceso histórico. De todo eso se saca la conclusión de que, según Rosa Luxemburg, la existencia del partido no se justifica en absoluto. Esos reproches tienen algo de grotesco, dirigidos a una militante repleta de tan indomable necesidad de acción, que incitaba sin cesar a las masas y los individuos a la acción, que tenía por divisa: En el comienzo era la acción.

[...] Seguramente, esos mismos críticos no podían negar tan indomable voluntad de acción y en su momento concedieron: está bien, pero la acción política de Rosa Luxemburg estaba en contradicción flagrante con su teoría. Extraño reproche para una mujer que tenía un pensamiento tan penetrante y cuya acción estaba totalmente dominada por el pensamiento. Rosa Luxemburg, es cierto, cometió un “error”. Al escribir, no pensó en la gente demasiado inteligente que, después de su muerte, corregiría sus escritos. Así puede extraerse de su obra docenas de citas demostrativas de su “teoría de la espontaneidad”. Ella escribía para su tiempo y para el movimiento obrero alemán, en el cual la organización se había convertido, de medio, a fin en sí. Cuando Rosa Luxemburg le decía a un congreso de su partido que no se puede saber cuándo estallará una huelga de masas, Robert Leiner le gritó: “¡Sí. El buró del partido y la comisión general lo saben!”. Pero eso no era, para él y para los otros, otra cosa que la expresión de una voluntad de acción. Ellos temían poner en juego a la organización en una gran lucha. Su voluntad de evitar e impedir tal lucha se ocultaba detrás de la afirmación, semipretexto, semiconvicción, de que previamente la clase obrera debía estar totalmente organizada. Rosa Luxemburg lo sabía, y por eso era necesario que subrayara especialmente el elemento espontáneo en las luchas de carácter revolucionario, para preparar a los dirigentes y a las masas para los acontecimientos esperados. Al hacer eso, debía precaverse contra las falsas interpretaciones. Lo que entendía por espontaneidad, lo decía con bastante claridad. Para combatir la idea de una huelga general preparada por la dirección del partido, ejecutada metódicamente como una habitual huelga reivindicativa, despojada de su carácter impetuoso, recordó una vez las huelgas belgas de 1891 y 1893.

[...] La espontaneidad de tales movimientos no excluye, por tanto, la dirección consciente, al contrario, la exige. Más aún, para Rosa Luxemburg la espontaneidad no llueve del cielo. Ya lo hemos demostrado más arriba, y podríamos acumular citas. Cuando las masas obreras alemanas se movilizaron por la cuestión del sistema electoral prusiano en 1910, Rosa reclamó de la dirección del partido un plan para la prosecución de la acción formulando ella misma proposiciones. Condenó “la espera de acontecimientos elementales” y reclamó la continuidad de la acción en el sentido de una potencia ofensiva. Durante la guerra, indicó en su folleto Junius qué importancia podía tener la única tribuna existente, el parlamento, para el desencadenamiento de acciones de masas, si hombres como Liebknecht se apoderasen de ella sistemática y resueltamente. La esperanza que ella depositaba en las masas no oscurecía el papel y la misión del partido.
[...] Seguramente Rosa Luxemburg subestimó el efecto paralizante que puede ejercer sobre las masas una dirección hostil a la lucha, y quizás haya sobrestimado la actividad elemental, contando con ella mucho antes de que interviniera efectivamente. Hizo todo lo que estuvo a su alcance para aguijonear a la dirección de la socialdemocracia alemana. La sobrestimación de las masas es el “error” inevitable de todo verdadero revolucionario. Este “error” nace de una ardiente necesidad de avanzar y del reconocimiento de la profunda verdad de que sólo las masas cumplen las grandes transformaciones de la historia. Sin embargo, su confianza en las masas no tenía nada de mística. Conocía sus debilidades y pudo ver suficientemente sus defectos en los movimientos contrarrevolucionarios.

[...] El pretendido mito de la espontaneidad en Rosa Luxemburg no se mantiene en pie.

[...] Lo que ha conducido a gente de buena fe a confusiones, respecto de este punto, es la incapacidad para reconocer la esencia dialéctica de la necesidad histórica. Para Rosa Luxemburg había “leyes de bronce de la revolución”. Pero los ejecutores de esas leyes eran para ella los hombres, las masas de millones de hombres, su actividad y sus debilidades.

[1] Reproducimos estos fragmentos de la obra de Paul Frölich “Rosa Luxemburg” tal como fueron recogidos por Daniel Guerin en su libro “Rosa Luxemburg y la espontaneidad revolucionaria”. Paul Frölich (1884-1953) fue un destacado militante comunista, continuador de las tesis luxemburguistas. Eso le costó la expulsión del ya stalinista KPD en 1928, un partido del que él fue uno de los fundadores. Tras esa expulsión militó en otras organizaciones de la extrema izquierda alemana (KPD-O, SAP), en las que siguió defendiendo los postulados luxemburguistas.

jueves, 4 de octubre de 2007

LECTURAS PROLETARIAS: A MODO DE INTRODUCCIÓN

Es evidente que el proletariado debe formarse para aumentar su conciencia de clase. Esa formación pasa, entre otras cuestiones, por analizar de manera crítica su propia historia como clase, lo que suele denominarse historia del movimiento obrero. Parafraseando la obra de Fontana, el proletariado debe analizar el pasado para comprender el presente y crear sus proyectos sociales de futuro. En ese sentido, leer, reflexionar, debatir y aprender se convierten en necesidades para la emancipación.

Hay pensadores y textos que son sobradamente conocidos entre el proletariado que habla y lee castellano. Marx, Engels, Bakunin, Kropotkin, Rosa Luxemburgo, Lenin o Trotsky quizás sean los más célebres y los más leídos, habiéndose convertido ya en “clásicos”. Sus obras, traducidas al castellano, son fácilmente accesibles, en bibliotecas, librerías e internet. Otros textos, de autores más actuales, también se encuentran al alcance de muchos proletarios. Nos referimos a autores como Toni Negri, Renato Panzieri, Herbert Marcuse, Samir Amin, John Holloway, Alex Callinicos, Daniel Bensaid, Michael Lowy, François Chesneais o Noam Chomsky, por citar sólo a unos pocos de diversas corrientes.

Sin embargo, hay otros muchos autores cuyos textos son poco o nada conocidos. A menudo olvidados, muchas veces silenciados por los autoproclamados como “vanguardia consciente del proletariado”, sus aportaciones han sido y son todavía hoy muy relevantes para la comprensión de las sociedades capitalistas y de las alternativas que el proletariado ha planteado para transformarlas. Al menos, si no queremos seguir cometiendo errores que ya fueron analizados y denunciados, sino aprender de ellos para extraer lecciones que puedan guiarnos en la lucha revolucionaria por el comunismo.

En los últimos tiempos algunas iniciativas han intentado acercar esos textos “menos conocidos” a través de internet. Queremos destacar aquí tres:

La llevada a cabo por la organización trotskista Izquierda Revolucionaria, que ha permitido el acceso a muchas obras de Rosa Luxemburgo en castellano. Actualmente esas obras pueden consultarse en la web del grupo (http://www.marxismo.org/) y en la sección en español del Marxist Internet Archive (http://www.marxists.org/espanol/index.htm). Aunque la revolucionaria asesinada por los traidores socialdemócratas era de sobra conocida, es cierto que sus obras son ahora mucho más accesibles. Como luxemburguistas, y aunque sean muchas nuestras discrepancias, queremos desde aquí agradecer su labor a esos compañeros.
La que desarrollan los compañeros del Círculo Internacional de Comunistas Antibolcheviques (http://www.geocities.com/cica_web/). Desde que se inició su proyecto, por fin es posible acceder a textos en castellano de los principales representantes del comunismo consejista.
La colección Emancipación Proletaria Internacional que, de la mano de Ediciones Espartaco Internacional (http://es.geocities.com/espartacointernacional/), está traduciendo y publicando en internet numerosos textos, fundamentalmente publicados originalmente por Les Amis de Spartacus.

Los militantes revolucionarios que conformamos Democracia Comunista (Red Luxemburguista Internacional) queremos ayudar a ese esfuerzo para difundir textos entre nuestros hermanos de clase. Es por eso que en este blog trataremos de dar a conocer a autores y textos que consideramos muy interesantes para los proletarios. Aunque muchos puedan ser adscritos a la corriente que continúa los postulados de Rosa Luxemburgo (luxemburguismo), otros muchos pertenecerán a otras corrientes cuyos aportes a la teoría y la práctica revolucionarias consideramos fundamentales.

DEMOCRACIA COMUNISTA (LUXEMBURGUISTA)
http://www.democraciacomunista.blogspot.com/
democraciacomunista@gmail.com